Mi reino por no trabajar: por qué la vocación sostiene la pesadilla del ‘trabajo soñado’
O por qué el feminismo sí tiene la llave a la utopía de vivir con un empleo que ni nos agote ni nos defina.
Dice la periodista Sarah Jaffe que somos la generación que tocó fondo con el desencanto laboral. Que si nos sonroja esa máxima heredada de que «el trabajo dignifica» o si nos irrita la tiranía que subyace en la falsa idea de progreso de «la patria que madruga» no es por egoísmo anárquico o ganas de parasitar sin aportar a los demás: básicamente, los afectados saben que ...
Dice la periodista Sarah Jaffe que somos la generación que tocó fondo con el desencanto laboral. Que si nos sonroja esa máxima heredada de que «el trabajo dignifica» o si nos irrita la tiranía que subyace en la falsa idea de progreso de «la patria que madruga» no es por egoísmo anárquico o ganas de parasitar sin aportar a los demás: básicamente, los afectados saben que hemos llegado a un punto en el que profesar esa fe ciega en el trabajo como válvula emancipadora contradice a la realidad.
Tras décadas ejerciendo como cronista laboral, en su recién editado libro Work Won’t Love You Back: How Devotion to Our Jobs Keeps Us Exploited, Exhausted and Alone (El trabajo no te corresponderá: como la devoción por nuestros trabajos nos mantiene explotados, exhaustos y solos, editado en inglés por Bold Type Books), la periodista analiza cómo acabamos atrapados, y sin posibilidad de escape, en un paradigma en el que el trabajo se infiltró y conquistó por completo cada uno de los rincones de nuestra experiencia vital. Agotados, más solos que nunca y huérfanos de la sensación de comunidad y compañerismo en un mundo pospandemia que ha acelerado, aún más, el proceso de aislamiento laboral, la cacareada sociedad del cansancio empieza a abrir los ojos y a transformar la semántica sobre lo que idealizamos como «un buen trabajo«. A comprender que lo «esencial«, lo que nos sostenía, era, precisamente, todo lo que habíamos despreciado en nuestra pirámide aspiracional laboral. Jaffe lo ejemplifica en su libro con una de sus charlas con una trabajadora activista por los derechos laborales de Toys «R« Us, Ann Marie, cuando esta recuerda como un cliente enfadado la señaló y le dijo a su hija en tono aleccionador: «Para esto debes estudiar, así no acabarás como ella». La paradoja del asunto era que Ann Marie estaba sindicada, tenía un horario definido, seguro médico, pensión asegurada y una única fuente de ingresos lo suficientemente digna como para, también, disfrutar en sus días libres. Toda una utopía con la que ahora sueña una generación ahogada por la incertidumbre y bajo la dictadura de la eventualidad y multipresencialidad.
A los hijos de aquella clase obrera que tocó el cielo de la sociedad del bienestar ahora nos amarga la ironía de haber crecido bajo el mantra del «Estudia y esfuérzate mucho para que no acabes como yo». Mi padre, que se puso un mono azul de lunes a viernes durante 23 años en una cadena de montaje para una marca de electrodomésticos en el turno de noche, era fanático de esa frase. Ni él ni muchos otros que la enunciaron probablemente imaginaban que aquella sentencia esperanzadora se transformaría en una profecía envenenada: cumplido parte de ese contrato verbal intrageneracional, con la educación superior resuelta y ejercitando el músculo del esfuerzo sin parar, fantaseamos con poder acabar, precisamente, tal y como hicieron ellos. Con mantener algunas de esas ventajas que creíamos heredadas del siglo XX –las ocho horas, el salario único, las vacaciones pagadas, la jubilación digna–, hitos que se quedaron por el camino cuando los vendedores de humo neoliberal asaltaron el siglo XXI con la promesa de la felicidad liberándonos de esos monos azules y resolviéndolo en el mito del trabajo vocacional.
Más de la mitad de los 2,5 millones de jóvenes menores de 30 años empleados tienen contratos temporales, según los últimos datos de la EPA de 2020. Uno de los medidores de la precariedad, la tasa de empleo a tiempo parcial no deseado, alcanza el 8,3% en España, duplicando así a la de sus socios comunitarios. Bajo este panorama, tiene sentido que toda esa generación que malvive a base de encargos en la gig economy (la cultura del bolo que ha proliferado en el capitalismo de plataformas auspiciado por Silicon Valley) se replantee su relación con el trabajo, lo demonice con despecho y busque alivio frente a la incertidumbre y autoexplotación en las terroríficas historias de empleos temporales que recogen cuentas como @hireme.jobs o @mierdajobs (7K de seguidores en Instagram), los finísimos memes críticos con la cultura laboral de @workingclassmilenials (10,1K), los montajes contra el tardocapitalismo de @neuraceleradísima (19K) o la mezcla de virtualidad, nihilismo y desafección de @ingratabergman (3K). Normalizada como válida la fórmula del entusiasmo como pilar que sostiene al precariado, la generación golpeada por dos crisis se ríe, qué remedio, ante un horizonte que ha normalizado lo de que con un solo trabajo soñado ni el alquiler se pueda pagar. Esa identificación con el desapego laboral no solo se lamenta, y celebra, en memes que apelan a lo de «No sé si estoy triste porque no produzco lo suficiente o no produzco lo suficiente porque estoy triste», también se piensa a la búsqueda de soluciones.
En la línea crítica de la antología Working Dead: Escenarios del Postrabajo (Ajuntament de Barcelona, 2019), diversos pensadores y académicos analizan en Hyperemployment – Post-work, Online Labour and Automation (Hiperempleo-postrabajo, trabajo online y automatización, editado en inglés por Nero y Aksiona) cómo esta fatiga interactúa con la pandemia, atrapándonos «en un hiperempleo endémico». La editorial Traficantes de sueños se suma al debate recuperando el texto que sentó las bases del pensamiento feminista como llave a una posible salvación: el ensayo El problema del trabajo, el texto que la catedrática de Género y Estudios Feministas en Duke, Kathi Weeks, escribió en 2011 donde buscaba respuestas a por qué trabajamos tanto tiempo y tan duramente y cómo la moral individual (y obligación ética colectiva) del trabajo debía encararse hacia dos hitos básicos que nos pueden reconciliar con él: la imposición de la renta básica universal y la reducción de jornada laboral. Dice Weeks que las enfermeras cobran poco porque para sostener este sistema necesitamos pagarles con la moneda de la heroicidad. También que el amor ha sido el empleo histórico de las mujeres, que el sistema invisibiliza el trabajo dentro del hogar de forma interesada aferrándose al ‘Te cuido porque te quiero’.
Ahora que conocemos la trampa de la devoción y sabemos que ni la fantasía irrealizable de la lotería o la especulación de los métodos FIRE nos salvarán del trabajo, no sorprende que sean líderes con perspectiva de género, como Jacinda Ardern, o pensadoras como Helen Hester las que planteen utopías realizables para todos como esa semana de cuatro días laborales para poner, al fin, nuestra propia vida, y no el trabajo, en el centro.