Los españoles que no pueden teletrabajar
Empleados de supermercados, obreros y repartidores siguen acudiendo a su puesto pese a la cuarentena
No existe teletrabajo para desmenuzar una sepia, trocear una merluza o cortar un bonito. Y, por eso, Neira, la pescadera del supermercado Dia del madrileño barrio de Atocha, de 45 años, se sigue levantando a las seis de la mañana para asistir a su cita diaria con el mostrador pese al coronavirus. “He alucinado con la cantidad de viajeros que había en la boca de metro. ¡La gente no mantiene las distancias!”, cuenta resignada. “Vendemos una barbaridad”, dice por su parte el carnicero Emilio Erasme, de 39 años, con otra mascarilla puesta.
La primera jornada laboral ...
No existe teletrabajo para desmenuzar una sepia, trocear una merluza o cortar un bonito. Y, por eso, Neira, la pescadera del supermercado Dia del madrileño barrio de Atocha, de 45 años, se sigue levantando a las seis de la mañana para asistir a su cita diaria con el mostrador pese al coronavirus. “He alucinado con la cantidad de viajeros que había en la boca de metro. ¡La gente no mantiene las distancias!”, cuenta resignada. “Vendemos una barbaridad”, dice por su parte el carnicero Emilio Erasme, de 39 años, con otra mascarilla puesta.
La primera jornada laboral tras la declaración del estado de alarma por el Covid-19 ha revelado este lunes la irrupción de una nueva clase social: quienes no tienen más remedio que enfundarse el uniforme del supermercado, coger el volante del autobús o subirse a la moto. Los proletarios del coronavirus han encarado el día con incertidumbre y sensación de que se la estaban jugando.
“Es ridículo. Mira, llevo un paquete de Zara. Hace un rato repartí colchones y televisores. Me juego la salud por tonterías”, explica airado el empleado de una empresa de mensajería —que prefiere no dar su nombre— en el barrio de Chamberí de la capital. A las nueve de la mañana, la ruta de este repartidor pertrechado con mascarilla y guantes incluía 120 direcciones. El empleado reconoce que muchos clientes le piden que deje la mercancía en el suelo para eludir el contacto físico. Es el signo de los tiempos del coronavirus. “Yo llevo encantado medicinas a hospitales o a quien le haga falta. Si alguien necesita algo de la farmacia, se lo llevo. Pero no me parece bien jugármela por capricho de la gente que pide cosas que no necesita”.
Esperanza, de 54 años, regenta su propia óptica en Madrid. Ha reducido el horario, atiende tres horas por la mañana y dos por la tarde. Lleva a rajatabla las medidas de seguridad. Mascarilla, guantes y desinfectante. “Estoy realmente mal. Solo abrimos por urgencias”, cuenta. No puede vender nada, ni hacer graduaciones nuevas. Solo tiene permitido reponer gafas o lentes de contacto a clientes antiguos.
Jesús es funcionario de Lipasam, la empresa de Limpieza Pública del Ayuntamiento de Sevilla. Está llenando de gasolina su camión de limpieza. A él le tocaba trabajar en domingo como parte del plan rotatorio de turnos. “Nosotros seguimos trabajando y, de momento, no nos han reforzado turnos ni nos han advertido de que tenemos que limpiar o hacer más hincapié en unas zonas o en otras”, explica. Como medidas de precaución sí deben desinfectar todos los días sus vehículos y limpiarse las manos.
El confinamiento ha borrado de las céntricas calles de Sevilla, Málaga y Granada el motor de los coches, el traqueteo de las maletas de los turistas o el bullicio en las terrazas. En Cádiz solo se había vaciado el callejero para el rodaje de películas, pero estos días la realidad parece una ficción. La calma inusual deja espacio para las anécdotas, como la intervención de la policía local de Granada en varias viviendas la pasada madrugada donde se estaban celebrando fiestas; la entrada de los agentes en el centro logístico de Amazon en Sevilla por carecer de los equipos de protección contra el virus o la detención de un vecino de Chiclana después de toser deliberadamente sobre dos policías locales.
Qaiser, un paquistaní, de 50 años, es de los pocos que tiene abierto su comercio de frutas y verduras en el casco antiguo de Valencia. “La gente me está pidiendo verduras, la gente no puede morir de hambre”, bromea incluso en un castellano esquemático. “Vengo aquí porque sé que está abierto, somos gente del barrio”, explica el comprador. El tendero asegura que no hay problemas de abastecimiento. “Aún no, luego no lo sé”.
“Pensaba que iba a estar más vacía”
A las 7.45, Sandra Gómez baja las escaleras del portal para salir a la calle y se topa con una relativamente concurrida avenida de San Fernando, en el centro de Palma de Mallorca. “No era como todos los días, pero parecido a un sábado o un domingo. Pensaba que iba a estar más vacía”, explica. Gómez es auxiliar de enfermería en una clínica privada en la que la situación está todavía tranquila, aunque admite que se le cierra el estómago cada vez que cruza el umbral de la puerta por la situación que se está viviendo. “Más que miedo es respeto”, concluye.
En el polígono industrial de Son Castelló de Palma, un grupo de trabajadores entra en la sede de su empresa de construcción y reformas, con la incertidumbre rondando el ambiente y más naves cerradas que abiertas. “No sabemos si vamos a trabajar o si nos van a mandar a casa. Las obras que tenemos ahora son hoteles, que están totalmente parados”, admite uno de ellos, que lamenta que todavía no les han dado el material necesario para protegerse y no cuentan con pautas para evitar los contagios.
En el cercano polígono de Can Valero, Andrés López trabaja en una empresa de distribución. “Está casi todo abierto, no me ha dado la impresión de ver una ciudad fantasma cuando he salido de casa para venir este mediodía”, dice sorprendido por la cantidad de trabajo que han tenido y que les llevará a hacer horas extra porque reparten productos de primera necesidad. “Hemos tenido más clientes hoy que cualquier otro día”, señala.
Begoña Braceres ha abierto “por responsabilidad” su tienda de productos naturales en Bilbao. Dice que no le sale a cuenta y que a su familia no le hace mucha gracia. “Los clientes nos llaman para saber si abrimos y nos lo agradecen mucho”, sostiene esta tendera, que destaca que la venta de productos vitamínicos se ha disparado.
En su locutorio de Bilbao, el paraguayo Fernando Cáceres abrió su local por una razón de alcance. “Las deudas no esperan”. El estanquero José Garay, también en la capital vasca, confirma que las adicciones no descansan en la cuarentena. Y esgrime unas facturas que confirman que el suyo es un negocio viento en popa.
Con información de Juan Diego Quesada, Manuel Viejo, Lucía Bohórquez, Juan Navarro, Ferran Bono, Eva Sáiz, Nacho Sánchez, Jesús Arroyo y Jesús Cañas.
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