Bruselas-Madrid: relato de un viaje hacia la nueva normalidad
Gel, toallitas, control de temperatura y un formulario para los pasajeros rumbo a España
Como si manejara un bote de limpiacristales, el azafato flexiona una y otra vez el dedo índice sobre el bote de gel haciendo saltar chorros de jabón pulverizado hacia las palmas de las manos de cada pasajero, colocadas juntas hacia arriba en posición de recibir la comunión. Son las ocho y media de la mañana, y el vuelo de Brussels Airlines que une la capital belga con Madrid se prepara para despegar con casi todos sus asientos ocupados por viajeros embozados de manos impolutas. No se trata de un día más. Este domingo España ponía fin a más de tres meses de estado de alarma ...
Como si manejara un bote de limpiacristales, el azafato flexiona una y otra vez el dedo índice sobre el bote de gel haciendo saltar chorros de jabón pulverizado hacia las palmas de las manos de cada pasajero, colocadas juntas hacia arriba en posición de recibir la comunión. Son las ocho y media de la mañana, y el vuelo de Brussels Airlines que une la capital belga con Madrid se prepara para despegar con casi todos sus asientos ocupados por viajeros embozados de manos impolutas. No se trata de un día más. Este domingo España ponía fin a más de tres meses de estado de alarma para adentrarse en la llamada nueva normalidad.
El cartel de abierto, recién colocado, no ha provocado un aluvión de impacientes ciudadanos belgas rumbo a sus propiedades del sur. El calendario no es el mejor. La mayoría toma vacaciones en julio y agosto, y los vuelos disponibles son limitados: solo 24 de los 82 trayectos previstos para este domingo no aparecían como cancelados, entre ellos uno a Madrid y otro a Barcelona.
En los pocos que despegan, las costumbres cambian. Llaman primero a los que tienen asientos de las últimas filas. Un niño pregunta por qué, y una mujer le responde que es para no colapsar los pasillos. Así, de atrás hacia adelante, el avión se completa con orden marcial y despega. Duración estimada: dos horas y media.
La megafonía avisa de que solo está permitido quitarse la mascarilla en caso de que sea necesario sustituirla por la de oxígeno, lo que no sucederá. Tampoco aparecerá el carrito ofreciendo comida, pero eso no hará más fácil el sueño a los agotados por el madrugón. A la media hora, con las manos todavía absorbiendo los fluidos de la entrada, se reparten toallitas para las manos. Y mediado el viaje, un formulario de dos caras donde entre otras cosas piden nombre, dirección y teléfono para tener a los pasajeros localizables en caso de que se detecte un brote a posteriori. Tras preguntar si hemos tenido contacto con afectados por coronavirus, el último punto, un compromiso de que permaneceremos 14 días en cuarentena en nuestro domicilio, delata que los documentos no han sido actualizados.
En el asiento de al lado, Nuria Nieto, de 50 años, abre El soborno, de John Grisham. Vuelve a Madrid tras recoger en Bruselas junto a su hija, Andrea Guedan, de 21, las pertenencias que esta dejó atrás con su precipitada marcha en marzo, cuando las noticias sobre el virus empezaron a meter miedo. Estudiante de Administración de Empresas, Andrea ha podido hacer los exámenes por Internet, pero lamenta haber tenido que interrumpir su beca Erasmus. “Tenía programados viajes a Noruega y a Ámsterdam para la fiesta del Día del Rey”.
En su lugar, escribe en el papel que no ha estado en contacto con enfermos, y deja atrás su etapa bruselense tras abonar varios meses de piso vacío y negociar con su casera que no pagará julio y agosto. “Este verano, turismo nacional”, proclaman.
Con 20 minutos de antelación, el avión toca tierra en Madrid y los recién llegados ponemos rumbo a la salida. Personal del aeropuerto recoge el formulario junto al control de temperatura. Una cámara termográfica hace el trabajo, y los pasajeros ni siquiera debemos detenernos. “No hemos tenido ningún caso de fiebre hoy ni ayer”, explica una de las empleadas que supervisa el tránsito. Fuera, la nueva normalidad espera.
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