La covid les partió la vida y ahora ven el final: “Todavía tengo pesadillas”

La OMS ha decretado el fin de la emergencia sanitaria que ha marcado al mundo desde enero de 2020. Cinco personas a las que afectó con especial intensidad relatan a EL PAÍS cómo conviven con el recuerdo y las secuelas

Julio Lumbreras, de 68 años, en su casa en Torrejón, Madrid.Andrea Comas

Hace meses que la mayoría de la sociedad pasó página de la covid. Después de dos años con las vidas puestas del revés por un virus nuevo y las restricciones sociales que trajo aparejadas, hace ya uno en el que prácticamente no quedan medidas en la mayoría de los países. La Organización Mundial de la Salud ha certificado esa vuelta a la normalidad este viernes, dando por finalizada la emergencia sanitaria internacional que inició el 30 de enero de 2020.

En España han fallecido, oficial...

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Hace meses que la mayoría de la sociedad pasó página de la covid. Después de dos años con las vidas puestas del revés por un virus nuevo y las restricciones sociales que trajo aparejadas, hace ya uno en el que prácticamente no quedan medidas en la mayoría de los países. La Organización Mundial de la Salud ha certificado esa vuelta a la normalidad este viernes, dando por finalizada la emergencia sanitaria internacional que inició el 30 de enero de 2020.

En España han fallecido, oficialmente, 120.000 personas por culpa del coronavirus. Los estudios de seroprevalencia muestran que la práctica totalidad de la población se ha contagiado en este tiempo, muchos, en más de una ocasión. Hay tantas vivencias de la pandemia como ciudadanos, pero a algunos les ha impactado más que a otros. EL PAÍS recoge las historias de cinco personas a las que la covid les atravesó la vida de una u otra forma: Julio Lumbreras, uno de los primeros ingresados en una UCI; Helene Ugarte Gantxegi, una bebé nacida durante el confinamiento; Almudena Luengo, una paciente de covid persistente; Concha Quirós, hija de una de las personas mayores que vivían en residencias y murieron a causa del virus, y Silvia Gómez-Zorrila, médica del Hospital del Mar de Barcelona.

Uno de los primeros ingresados en una UCI

“Todavía tengo pesadillas”

Por PABLO LINDE
Julio Lumbreras, de 68 años, posa en su casa en Torrejón, Madrid. Fue de los primeros en entrar en una UCI durante la pandemia de covid-19.Andrea Comas

Julio Lumbreras sueña que está encerrado, que no puede respirar. “Todavía tengo pesadillas”, lamenta. Desde que salió del hospital, hace justo tres años, ha desarrollado claustrofobia, además de muchas otras secuelas. Fue uno de los primeros pacientes en España que ingresó en la UCI con covid, aunque cuando lo hizo, el 28 de febrero de 2020, los médicos no lo sabían. Salió de ella 57 días después, lo que por entonces fue la estancia más larga en cuidados intensivos como consecuencia del coronavirus.

A punto de cumplir 69 años, cuando se le pregunta cómo está, responde: “Estoy, que es lo importante”. Lamenta que su voz, que le ayudó a ganarse la vida vendiendo coches durante muchos años, ya no le acompaña como quisiera por una permanente carraspera, fruto de la intubación. Los pulmones están llenos de heridas y funcionan al 20% de su capacidad: camina 100 metros y se ahoga, aunque da paseos más largos “poco a poco”. Hasta hace unos días dormía conectado a una máquina de oxígeno que le han retirado para ver cómo evoluciona, y ahora mantiene un dispositivo para evitar las múltiples apneas del sueño que padece.

“Aunque quizás, lo peor son las consecuencias psicológicas”, confiesa. Estuvo en terapia y sigue con varias pastillas para la depresión y para controlar en la medida de lo posible sus recurrentes pesadillas. “Pero sobre todo, lo que me ayuda es una familia muy unida y unos nietos que le dan sentido a mi vida”.

Cuando cerró los ojos en el hospital de Torrejón de Ardoz, no sabía que tenía covid. Y los abrió en un mundo completamente diferente. “Querían contarme poco a poco todo lo que había pasado, pero no se daban cuenta de que me dejaban la tele puesta para entretenerme y yo veía cosas que no eran normales. Las calles vacías, toda la gente tapada”, recuerda. Pensó que había estallado una guerra química. “Porque los edificios estaban en pie, así que fue la explicación que más me cuadraba. Cuando me contaron todo fue atroz, un shock muy grande. Porque la gente lo vio todo poco a poco, pero yo me enteré de golpe”, reflexiona.

El camino desde que salió del hospital ha sido duro: una rehabilitación larga y lenta le ha dejado en una forma física que no le permite toda la actividad física que le gustaría. Con toda esa carga, lleva muy mal a los negacionistas de la covid: “Me ponen enfermo. ¿No tienen ningún familiar que lo haya sufrido? Parece que viven en otro planeta”.

Pero también ve el lado positivo. Su historia dio lugar a un corto documental, 57 días, que ha cosechado decenas de premios internacionales y que ha servido a muchas familias a lidiar con las consecuencias más graves del coronavirus. “Muchas nos llaman y escriben y les ayudamos en la medida de lo posible”, dice desde su casa en Paracuellos del Jarama (Madrid). “Al menos mi experiencia es útil para echar una mano a otras personas que lo están pasando mal”.

Una bebé nacida durante el confinamiento

“El mejor regalo que podían hacernos los que nos querían era no visitarnos”

Por LUCÍA FORASTER GARRIGA
Irene Gantxegi, de 34 años, y su hija Helene, de 3, en Bilbao. La niña nació el 21 de marzo de 2020, en pleno confinamiento. Fernando Domingo-Aldama

La masa madre que se utiliza en casa de Irene Gantxegi (Oñati, Gipuzkoa, 34 años) para hacer pan casero tiene la misma edad que su hija Helene. Tres años y un mes. Ambas nacieron el 21 de marzo de 2020, siete días después de decretarse el estado de alarma y el confinamiento domiciliario en España. “Vivimos lo más maravilloso en una época horrible”, resume Gantxegi, que dio a luz en plena pandemia de covid-19 en el Hospital de Basurto de Bilbao.

“El 20 de marzo salía de cuentas y el 21 me puse de parto. Recuerdo que pedimos un taxi para ir al hospital y el taxista nos preguntó si sacaba el pañuelo blanco por la ventanilla. Pero es que no había nadie en las calles, parecía un escenario distópico. No hacía falta el pañuelo”, relata Gantxegi, que en ese momento era madre primeriza. “Ya en Basurto, parí sin mascarilla, con mi marido allí y compartiendo habitación con otra familia, porque todavía no había un protocolo claro. Pero al día siguiente me dieron el alta, pues decían que era mucho más seguro estar en casa que en el hospital”, continúa.

Naturalmente, la pareja se había imaginado el nacimiento de otra forma. Acompañados de sus familiares, de sus amigos. Como fue, hace 10 meses, el de su segunda hija, Berta. “Pero la médica nos dijo que el mejor regalo que podían hacernos los que nos querían era no visitarnos”, recuerda Gantxegi. “Mis padres conocieron a su nieta físicamente —hablábamos cada día por videollamada— cuando ya tenía dos meses, porque conseguimos un permiso. Cuando la vieron, tanto a ellos como a mis suegros les hizo mucha ilusión que siguiera siendo pequeñita, porque en vídeo la veían más grande de lo que era y les daba pena estarse perdiendo su crecimiento”, rememora.

Ahora, sin embargo, la pareja recuerda aquella época con nostalgia. “Ese vínculo que creamos Carlos, Helene y yo, pienso que habría sido difícil crearlo sin estar confinados. Mi marido hacía pan, me alimentaba a mí y yo alimentaba a mi hija. Era como una cadena. Estábamos solos, sin redes de apoyo, pero juntos todo el tiempo, y viviendo en el presente, centrados en lo que teníamos delante”, celebra. Y hace una reflexión, sobre el difícil y distópico contexto en el que nació su primera hija: “Estábamos en medio de algo tan grande, como es la maternidad, que nos olvidábamos un poco de lo de fuera, de la realidad. Teníamos una mezcla de sentimientos. Uno de los momentos más importantes de nuestras vidas no estaba siendo cómo habíamos imaginado, pero había tantísima gente pasándolo mal, muriendo, que no nos podíamos quejar”.

Una paciente de covid persistente

“Aunque la pandemia termine, nosotros seguimos aquí”

Por ANDREA GARCÍA BAROJA
Almudena Luengo, que sufre covid persistente, fotografiada en su casa de Madrid.Olmo Calvo

Almudena Luengo pasó dos veces el covid. La primera, en enero de 2021, de manera leve. La segunda, justo un año después, va para largo. “Si alguien me hubiera advertido que cogerlo de nuevo iba a agravar los síntomas para tanto tiempo, quizás hubiera tenido más cuidado”, asegura la joven madrileña de 36 años.

Luengo recuerda que llevaba una vida completamente normal. “Era sana, estaba en forma, no he fumado nunca”, dice. Cuando pasó el virus por primera vez durante las vacaciones solo tuvo un poco de fiebre, que se fue al cabo de unos días. Lo que no se marchó fue la niebla mental. “Cuando me reincorporé al trabajo noté que me faltaban mucho las palabras, no podía continuar las frases, no me acordaba de los nombres de los compañeros, no podía escribir”, prosigue la joven. En el médico le dijeron que no era nada y ella mantuvo la calma.

Hasta enero de 2022, después de tres semanas seguidas de fatiga, dolores corporales y ahogo. Su médica de cabecera le aconsejó que se aislara en casa, porque respiraba bien y era joven. “Era como si me hubiera atropellado un camión”, asegura Luengo ahora. Pasaron meses de incertidumbre y dolores hasta que escuchó las palabras covid persistente en un diagnóstico: “Fue un alivio. Pensaba que me estaba volviendo loca”.

Su vida ha dado un giro de 180 grados, y tiene identificados 18 síntomas, entre los que se encuentran problemas de memoria, falta de aire, dolor y temblores en las extremidades, incontinencia y disautonomía, entre otros. También sufre problemas derivados de los síntomas, como la pérdida de masa muscular y el aumento de peso. Si se esfuerza al límite, se agota: “Cuando friego los platos me tiemblan los brazos, me ahogo en el camino hasta el supermercado. Mi cuerpo colapsa, me entran náuseas, diarreas, me tengo que hacer un ovillo en la cama”. No existe tratamiento para el covid persistente, de momento no hay cura, pero Luengo acude al Hospital Carlos III para recibir pautas y medicación, que alivian un poco sus síntomas.

A veces, sus amigos no entienden por qué cancela los planes en el último momento. Muchas personas le preguntan que si el síndrome poscovid es “eso del cansancio”. Pero con lo que se muestra especialmente crítica es con el desconocimiento sobre la enfermedad: “El negacionismo dentro de los profesionales de la medicina es muy peligroso, he dado con personas desesperadas porque han dado con médicos así y llevan años sin solución. Yo me estaré tomando miles de pastillas que nunca pensé que tendría que tomar, pero al menos me siento escuchada”.

Con todo, Luengo se siente optimista y agradecida. Cuenta que ha podido conservar su trabajo como asistente de dirección en una Big Four, a diferencia de otros afectados que han perdido sus empleos y recursos económicos. El pasado lunes le concedieron la baja para que pudiera seguir la recomendación de sus médicos y descansar. “No todo el mundo tiene esta suerte. Por eso es importante concienciar de que, aunque la pandemia termine, nosotros seguimos aquí. Hay decenas de asociaciones, miles de pacientes, y puede ser mucha más gente. Existimos”.

El drama en las residencias

“Fue una muerte indigna”

Por MARÍA SOSA TROYA
Concha Quirós, cuya madre vivía en una residencia de Madrid y murió tras contagiarse de covid.Claudio Álvarez

Concha Quirós recita de memoria aquella conversación. “¿Familiares de Josefa Vázquez?”, dice que escuchó al otro lado del teléfono a las ocho de la mañana. Era de la residencia. “Es para decirle que su madre está muy mal y la bajamos al sótano -1 para su extinción”. Cuenta que hasta aquel día no supo que estaba contagiada, y que tuvo que volver a preguntar para asegurarse de lo que estaba escuchando. “A las personas desahuciadas se las bajaba allí, les dije que para nada, que la llevaran al hospital”, cuenta. Y sigue: “El director me dijo que tenían una orden de la Comunidad de Madrid para no sacar a ningún paciente de la residencia”.

Era abril de 2020, en los peores días de la pandemia. En solo tres meses murieron en España más de 19.000 personas que vivían en residencias con covid o con síntomas compatibles, una cifra que se eleva a cerca de 35.000 si se cuenta hasta 2023. Una de ellas, Josefa Vázquez.

A Quirós, que tiene 68 años y está jubilada, la inundan las dudas sobre cómo fue la vida de su madre aquellos días en la residencia de Manoteras, un centro público de 300 plazas cuya gestión depende de la Agencia Madrileña de Atención Social, y su hija es muy crítica con la atención. “No sé si estuvo sola en la habitación, si le tocó esperar con un cadáver al lado hasta que fueran a buscarlo los servicios funerarios, si alguien la acompañó [en aquellos días]”, afirma. Tenía deterioro cognitivo.

“Sé que el 8 de marzo [última vez que la pudo visitar allí] estaba como una rosa y el 20 de abril falleció, y entre medias me engañaron, me maltrataron, ahí es donde exijo que alguien diga algo”. Asegura que a pesar de sus llamadas, “nunca” se la pusieron al teléfono. “Ni siquiera el día de su 92 cumpleaños, me decían que no daban abasto”. “El día en que me dijeron que no la derivarían al hospital, llamé muy angustiada a su geriatra del Ramón y Cajal y me dijo que la llevara a urgencias. Después de mucho insistir, el director de la residencia me dijo que si yo me encargaba de que una ambulancia fuera a recogerla, podía llevármela”.

Así que Quirós logró lo que miles de pacientes no pudieron: llegar al hospital. Según datos de la Comunidad de Madrid obtenidos por EL PAÍS, el 73% de los 11.389 mayores que vivían en residencias y murieron entre el 8 de marzo y el 7 de julio (por cualquier causa, no solo por covid) fallecieron en los propios centros, sin ser derivados al hospital. En la Comunidad, aquellos días se habían aprobado unos protocolos que restringían la derivación de ancianos de residencias en situación de dependencia. “Cuando la vi, había perdido como 10 kilos, estaba en los huesos, iba en bata, no llevaba ni zapatillas”, recuerda ahora. “Me dijeron que ya tenía los pulmones muy mal”. Solo unos días después falleció. “Yo saqué a mi madre de entre los muertos, pero ya era tarde”.

Con el apoyo de Marea de Residencias, denunció al director de la residencia y, además de a varios consejeros, a la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. El caso fue sobreseído y ella ha recurrido al Tribunal Constitucional. Fuentes de Políticas Sociales de la Comunidad afirman que están colaborando con los requerimientos judiciales, y aseguran que en las residencias se enfrentaron “a una situación desconocida” y que el “personal trabajó sin descanso, haciéndolo lo mejor que pudo”.

Quirós dice que ha pasado tres años terribles. En 2020 murió su madre, en 2021 su padre y en 2022 a ella le descubrieron un aneurisma. “Pero lo peor de todo es oír por parte de los dirigentes de la Comunidad de Madrid que hay que pasar página”. Se queja de que nadie le ha pedido perdón. Habla con rabia. “Puedes estar preparada para que tu madre fallezca, pero no para que sea así, no para una muerte indigna”.

Una médica en primera línea contra el virus

“Lloraba un rato en el rellano antes de abrir la puerta de casa”

Por ORIOL GÜELL
Silvia Gómez-Zorrilla, doctora del Hospital del Mar.Gianluca Battista

La puerta de casa era el muro que separaba los dos mundos entre los que cada día saltaba durante los primeros meses de la pandemia Silvia Gómez-Zorrilla, médica que ahora tiene 41 años del Servicio de Enfermedades Infecciosas del Hospital del Mar (Barcelona). A un lado, un centro sanitario desbordado por la peor crisis del último siglo. En el otro, un hogar formado por su pareja y dos niños pequeños. “Muchos días lloraba un rato en el rellano antes de abrir la puerta. Venías de vivir situaciones dramáticas en el hospital y no querías llevar el miedo ni el virus a casa. Tratabas de protegerlos como podías y llorar era la única válvula de escape para tranquilizarte un poco”, recuerda.

Incluso para los facultativos formados en medicina interna como ella, acostumbrados a ver la muerte de cerca por su trato con pacientes de edad avanzada y varias patologías de base, lo ocurrido durante las primeras olas de la pandemia fue complicado de vivir: “Vimos morir a gente a la que no le tocaba. Me refiero a pacientes de 60, 70 o incluso 80 años con buena salud. Son personas que antes de la pandemia estabas acostumbrada a mandar de vuelta a casa tras unos días de ingreso. Pero, con el virus, muchas no se recuperaban. Además, veías lo solas que estaban. Las familias no podían acompañarlas por las restricciones y los trabajadores éramos su único contacto humano. Todo esto hacía que cada muerte fuera más dolorosa”.

El fin de la emergencia internacional decretado ahora por la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha encontrado a los profesionales sanitarios que lucharon contra el virus en las primeras líneas del sistema sanitario pasando página. “Cada uno como ha podido o ha sabido, pero las secuelas emocionales de todo lo vivido están todavía muy presentes”, afirma esta facultativa.

Los episodios más extremos, añade, se vivieron en las primeras olas. La mortalidad era mucho más elevada, los medios a veces escasos y todo lo que estaba sucediendo era nuevo. Quizá por eso, la reacción de todos fue más automatizada. “Como sistema sanitario, reaccionamos en bloque y casi sin pensar. No había otra alternativa”, relata.

Pasados los meses y los primeros picos de la pandemia, los centros sanitarios fueron poco a poco recuperando una cierta calma. Fue entonces cuando muchos trabajadores sanitarios descubrieron que la llamada “nueva normalidad” era muy diferente a los tiempos prepandemia. “Muchos de nosotros no éramos los mismos. Cada uno lo notó a su manera. Algunos hemos necesitado alejarnos un tiempo de la asistencia más cercana a los pacientes más graves. Otros han tenido que hacer cambios en las rutinas. En cierta manera, todos estamos todavía recuperándonos”, concluye.

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