Crónicas francomarcianas: lo absurdo y lo extraterrestre se juntan en ‘OVNIs’
Los desconocidos Clémence Dargent y Martin Douaire firman en esta serie delirante el reverso berlanguiano de una setentera ‘Expediente X’
La pequeña oficina dedicada al estudio de los objetos voladores no identificados de los que se tenía noticia en Francia, decidió instalar un teléfono en algún momento de los años setenta. Y la fastidió. Porque empezó a recibir llamadas de lo más marciano. Y esto es algo que Clémence Dargent y Martin Douaire, desconocidos creadores de la deliciosamente absurda OVNIs (Filmin) —algo así como el reverso berlanguiano de Expediente X, o lo que podría haber ocurrido si los casos de Muld...
La pequeña oficina dedicada al estudio de los objetos voladores no identificados de los que se tenía noticia en Francia, decidió instalar un teléfono en algún momento de los años setenta. Y la fastidió. Porque empezó a recibir llamadas de lo más marciano. Y esto es algo que Clémence Dargent y Martin Douaire, desconocidos creadores de la deliciosamente absurda OVNIs (Filmin) —algo así como el reverso berlanguiano de Expediente X, o lo que podría haber ocurrido si los casos de Mulder y Scully hubieran caído en manos del estrambóticamente surrealista Quentin Dupiex— quieren dejar muy claro. Que parte de lo que se cuenta en OVNIs es cierto, incluyendo la evidencia de que la vida parece, por momentos, una infinidad de callejones sin salida, encarnados aquí en cientos de miles de casos encantadoramente inofensivos que jamás podrán cerrarse.
A Didier Mathure (un adecuado y sufrido Melvil Poupaud), reputado ingeniero espacial, la vida no le sonríe. Acaba de estallar en pleno despegue el cohete en el que llevaba años trabajando con su mujer, Élise (una altiva e inteligente Géraldine Phailas), también reputadísima astrofísica, y parece complicado que la CNES —la agencia espacial francesa— vuelva a confiar en él. Además, Élise le ha dejado. No por el asunto del cohete, sino por todo tipo de otras cosas. Tener que encargarse de sus hijos, una adolescente a la vez estudiosa y rebelde y un niño ingeniosamente repelente, sin tener ni la más remota idea de cómo hacerlo, solo suma caos a una situación que acaba de desbordarse cuando, por un volantazo del destino —de su superior— acaba al frente de la GEPAN, la mencionada oficina de ridículos expedientes x.
Convertido en un huraño y necesitado Fox Mulder —en el fondo, su interés es el de alguien que espera poder salir de ahí cuanto antes: su superior le ha prometido un nuevo proyecto, mayestáticamente europeo, si consigue liquidar hasta el último caso abierto—, acompañado de una Dana Scully con patillas, (Rémy, un carismático Quentin Dolmaire), Mathure tendrá como primer cometido evitar que la televisión local de un minúsculo pueblecito hable del platillo volante que supuestamente pasó por allí la noche anterior y se llevó consigo —o algo parecido— a un vendedor puerta a puerta de pianos de teclas de colores Melodía. Sí, el absurdo berlanguiano —las escenas del pueblo entero siguiendo a Didier y Rémy podrían subtitularse Bienvenido, Mr. Marciano—, está servido. Y en un sentido, por una vez, casi de viñeta.
Hay un algo agradablemente reconocible, un lenguaje de cómic de línea clara —el clásico cómic europeo— empapando acertada y curiosamente la historia, de trama precisa y múltiple, porque al caso de fondo, el del vendedor puerta a puerta desaparecido se le cruzan otros. Algunos, como el de la secta melohínomana, relacionados con él, y otros, como el de la gigantesca bola de discoteca de Jean Michel Jarre que podría pasar por quién sabe qué del espacio exterior, no, pero, unos y otros expanden la historia en todas direcciones, en una única en realidad, la de que, una vez has empezado a ver las posibilidades de ese otro mundo, estás literalmente en otro mundo. La narración, por cierto, está poblada de un diminuto montón de hechos científicos curiosos, como el del porqué del color rosa de los flamencos: se lo proporcionan las gambas que comen.
“¡Somos la tercera potencia espacial, me conocen en la NASA, y se están tronchando!”, le suelta en un momento dado el director del CNES al protagonista. Ocurre antes de que, como pasaría en uno de los relatos de Víctor Nubla protagonizados por el cabo Pendergast —como aquel en el que una pareja y sus dos hijos se detienen a comprarle un globo a un vendedor ambulante en una calle de Toronto y aparecen, un instante después, vendedor incluido, en la catedral de Cracovia—, la realidad empiece a desordenarse, a la manera en que se ha desordenado la vida del propio Mathure. Y, quizá, lo que menos importa, y he aquí una de las moralejas de la historia, es si tiene o no explicación, porque, en realidad, lo único que queremos es que las cosas vuelvan a estar en su sitio o, al menos, en uno que podamos reconocer.
Douglas Adams, titán de lo absurdo y lo extraterrestre, autor de La guía del autoestopista galáctico pero también del fascinante Dirk Gently, llevado con envidiable acierto a la pequeña pantalla por Max Landis, habría estado francamente orgulloso de Dargent y Douaire, a buen seguro seguidores de Doctor Who, el clásico aún en marcha de, también, lo absurdo y lo extraterrestre, por haber sabido aterrizar en la siempre esquiva Francia semejante pequeña bomba humorística de lo para nada heroico, de lo ridículo, de un costumbrismo decidido, por fin, a reírse de sí mismo. La serie muestra otro mundo posible para la ficción —”me gusta pensar que el mundo no es tan aburrido”, dice en un momento dado Véra (Daphne Patakia), la telefonista que canaliza parte del absurdo de la historia— desde el que, igualmente, disparar contra la paranoia del que habitamos.
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