“Mi nombre es Bond, James Bond”. “Y el mío también”
Filmin estrena un documental que durante diez años ha localizado personas que comparten nombre con el famoso agente 007 y a quienes haya marcado su existencia la coincidencia nominal
Cuando en 1952 Ian Fleming escribió su primer relato sobre un agente secreto británico mujeriego, vividor y eficiente en su trabajo, buscó el nombre “más aburrido” (según sus propias palabras) que pudiera encontrar. Miró a su alrededor, y recordó el libro con el que había identificado las aves que sobrevolaban su mansión en Jamaica: Birds of the West Indies, del ornitólogo James Bond. Y sin consultar al investigador, bautizó c...
Cuando en 1952 Ian Fleming escribió su primer relato sobre un agente secreto británico mujeriego, vividor y eficiente en su trabajo, buscó el nombre “más aburrido” (según sus propias palabras) que pudiera encontrar. Miró a su alrededor, y recordó el libro con el que había identificado las aves que sobrevolaban su mansión en Jamaica: Birds of the West Indies, del ornitólogo James Bond. Y sin consultar al investigador, bautizó con ese nombre a su 007. De paso, marcó la existencia del auténtico James Bond. A él, y a los miles de personas que se llamaban y se llaman igual. A ellos está dedicado el documental El otro Bond (The Other Fellow), estrenado en Filmin, en el que su director, el australiano Matthew Bauer, ha seguido durante una década a algunos de los James Bond reales, que viven como pueden aplastados por un legado machista, petulante y aventurero.
El otro Bond se filmó entre el estreno de Skyfall (2012) y el de Sin tiempo para morir (2021). Bauer contactó con centenares de hombres bautizados como el agente secreto. Según cifras oficiales del Gobierno, en Estados Unidos hay 75.249 personas apellidadas Bond, y el nombre de pila más habitual entre ellas es el de James (2,89%, es decir, 2.242 jamesbonds). Lo que en los años setenta y ochenta solo servía como motivo de chanza es hoy, en la era digital, en numerosas ocasiones el infierno en la Tierra. “Que una persona se llamara así hace 40 años no importaba mucho. Ahora...”, se oye como lamento en pantalla. Y más, subrayan, cuando llegan los estrenos cinematográficos. Entonces deviene en suplicio.
Bauer seleccionó algunas de las historias más llamativas que fue encontrando, y a lo largo del metraje se nota cómo algunos de sus protagonistas fueron desapareciendo, mientras que otros casos irrumpen con el transcurrir del tiempo. Como el del James Bond negro, el recluso 280938 del estado de Indiana.
El caso de ese Bond es paradigmático: en un control policial, que un afroamericano le diga a un policía que se llama James Bond supuso para el conductor 60 días de cárcel, a pesar de que efectivamente ese era su nombre. Tiempo después, fue acusado de asesinato (finalmente le exoneraron) en su ciudad, South Bend (Indiana), una población de poco más de cien mil habitantes... donde, sin que se conocieran entre ambos, vive otro James Bond, este blanco, cuyo negocio casi se va al garete cuando en las noticias televisivas contaron (sin poner foto del acusado) que un James Bond de Indiana estaba encarcelado por homicidio.
Llamarse James Bond conlleva un estigma de tipo alcohólico, mujeriego y poco de fiar. Justo lo contrario que un director neoyorquino de teatro, que vive en esa dicotomía. Por un lado, asegura que cada vez que The New York Times reseña un estreno suyo, queda sepultado en la etiqueta de noticias relacionadas con el espía creado por Ian Fleming. Por otro lado, este Bond (uno de los nueve jamesbonds registrados en Nueva York), un gay que se define como asqueado por la estela del agente secreto, graba anuncios de casinos online de la costa este estadounidense porque legalmente él sí puede decir, sin pagar derechos de autor: “Mi nombre es Bond, James Bond”. Y así obtiene pingües plusvalías de la coincidencia nominal.
En El otro Bond hay también un exjamesbond que se ha cambiado el nombre huyendo del ciberacoso, un soldado de élite británico que acabó en el ejército porque con ese nombre qué iba a hacer en la vida, un político corrupto de Guyana, un abogado de Filadelfia, una familia tejana que lleva ya cuatro generaciones de James Bond (”El James Bond de antes de que existiera James Bond”, dice el más veterano de ese árbol genealógico) y que se dedica a la extracción de petróleo... Y dos casos fascinantes de personas que se llaman James Bond porque quieren.
El primero es Gunnar Schäfer, ya oficialmente James Bond. En su ciudad natal de Nybro, al sur de Suecia, Schäfer ha montado el museo James Bond, con todo tipo de vehículos y parafernalia del 007 cinematográfico. Su exuberante colección nace de un duelo de su infancia: su padre, que logró escapar de las garras nazis en la Segunda Guerra Mundial, desapareció misteriosamente en 1959, cuando Schäfer tenía dos años. Tiempo después, en 1964, aquel chaval vio en el cine James Bond contra Goldfinger y halló ecos paternales en la figura de 007. Schäfer-Bond ha decidido convertirse en el alter ego del espía, e invierte lo que gana con su negocio de neumáticos en comprar imaginería de 007. Por eso, solo bebe martinis y champán Bollinger.
El segundo es el de una mujer, víctima de violencia machista por parte de su marido, que durante años huyó con su hijo de su maltratador por todo Reino Unido. Solo logró darle esquinazo cuando rebautizó a su vástago como James Bond, y, por tanto, ella se convirtió en la señora Bond. Nadie imaginaría una jugada así, camuflarse tras el nombre de un famoso. Una cortina de humo digna del agente secreto.
Bauer además filma (con recreaciones) la historia del primer James Bond famoso, el ornitólogo, que descubrió un buen día en televisión como había influido, sin querer, a Fleming. Primero se enfadó, y mucho, con el escritor. Con el tiempo, firmaron las paces e incluso se conocieron y se hicieron amigos. Ese Bond sí perdonó a Fleming.
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