‘Glee’, los “trucumentales” o cuando la verdad no importa
El documental ‘Glee. La serie maldita’, que estrena esta semana Warner TV, obvia tanto el impacto de la serie como su legado y prefiere centrase en una supuesta maldición y las tragedias que rodearon a sus protagonistas
Vivimos en la edad de oro de los opinólogos. El rigor ha dado paso al rumor, la verdad, como siempre nos han contado de la lluvia, da mal en cámara y hay que recurrir al artificio, los expertos son aburridos en su prolijidad y los hechos alternativos sustituyen sin rubor a la realidad. Glee. La serie maldita, el documental sobre la serie de Ryan Murphy que Warner TV estrena el 2 de agosto (se emiten los tres capítulos a p...
Vivimos en la edad de oro de los opinólogos. El rigor ha dado paso al rumor, la verdad, como siempre nos han contado de la lluvia, da mal en cámara y hay que recurrir al artificio, los expertos son aburridos en su prolijidad y los hechos alternativos sustituyen sin rubor a la realidad. Glee. La serie maldita, el documental sobre la serie de Ryan Murphy que Warner TV estrena el 2 de agosto (se emiten los tres capítulos a partir de las 22.00), es un ejemplo de los peores tics en los que puede caer la presunta radiografía de un hecho real.
En lugar de explotar las distintas ramificaciones de un fenómeno pop sin precedentes, una serie que a lo largo de sus seis temporadas cosechó 41 nominaciones a los Emmy y 10 a los Globos de Oro, han preferido lanzar el cebo del morbo y explotar las tragedias que la rodearon apoyándose únicamente en la especulación. Ante la negativa de sus protagonistas a implicarse en el proyecto, los productores optaron por testigos accidentales: miembros del equipo técnico, fans, prensa supuestamente especializada de exiguo curriculum y una psicoterapeuta que no duda a la hora de analizar de oídas adicciones, suicidio, pedofilia, violencia de género o los efectos de la fama.
En 2009 el nombre de Ryan Murphy no significaba demasiado, faltaba una década para que Netflix lo atase en exclusividad por cinco años a cambio de 300 millones de dólares y firmase éxitos incontestables como American Horror Story, Feud o Dahmer. Tan solo lo avalaban la divertidísima Popular, una sátira adolescente rebosante de humor vitriólico que TVE emitió como relleno matinal durante varios veranos, y Nip/Tuck, la gozosa constatación de lo lejos que podía llegar la televisión por cable. Cuando se estrenó no había demasiada expectación por una serie sobre el coro de un instituto de Ohio en la que no había ninguna estrella reconocible. A media temporada ya era un fenómeno social que superaba holgadamente los 10 millones de espectadores y elevaba a los primeros puestos de las listas de éxitos las canciones que versionaba. Tras el primer capítulo, Don’t stop believin’, el hit de Journey que lleva sonando en todos los karaokes del país desde 1981, llegó a número uno en Spotify. Todo lo que Glee tocaba se convertía en oro.
Lo más innovador en la serie de Murphy no eran sus célebres mash-ups, las mezclas de canciones que nos dejaron algunos hallazgos que competían con las originales —inolvidables Naya Rivera y Amber Riley fusionando Rumour Has It y Someone Like You ante la mirada de la deidad de Broadway Idina Menzel— ni unas actuaciones musicales que pasaron del amateurismo a la extravagancia de Busby Berkeley, sino su diversidad. Glee elevó a la categoría de protagonistas a los que siempre habían vivido en la sombra. Dio la vuelta a los estereotipos y convirtió en cotidiano lo que en otras series juveniles era anécdota sin por ello obviar los clichés inherentes, por reales, a cualquier ficción juvenil: embarazo adolescente, adicciones, bullying, tiroteos en institutos… El resultado podría haber sido una parodia como tantas series en las que la inclusividad resulta forzada, como en la propia Hollywood de Ryan Murphy, pero funcionó.
El documental se niega a explorar el fenómeno que convirtió a un grupo de desconocidos en estrellas que de la noche a la mañana celebraban la Pascua con Michelle Obama. Prefiere escarbar en las desgracias que vivieron tanto su elenco como el equipo técnico. El fallecimiento por sobredosis de Cory Monteith, el quarterback Finn, ocupa los dos primeros capítulos y se sobreanaliza con la misma falta de rigor que la muerte de su lugarteniente Puck. El actor Mark Salling se suicidó tras declararse culpable de cargos de posesión de pornografía infantil y ser condenado a entre cuatro y siete años de prisión.
Todo sirve para lanzar conjeturas. Incluso la trágica muerte de Naya Rivera a causa de un accidente de navegación en el que el documental intenta encontrar “algo más”. George Rivera, padre de Naya, es el único familiar que participa en el documental. Su testimonio es emocionante y destaca entre tantos advenedizos desesperados por cinco minutos de fama a costa del dolor ajeno. Rivera se muestra como un padre orgulloso de su talentosísima hija y de su personaje, Santana, que llegó para ser poco más que una extra con frase y acabó convertida en una de las columnas vertebrales del show gracias a su inédita representación de una mujer latina bisexual. Un hito del que se sentía orgullosa: recordemos que estamos hablando de hace tres lustros y de Fox, una cadena con una audiencia potencial superior a la de todas las plataformas juntas, de ahí lo importante que fue su representación de las minorías, algo que el documental ha preferido obviar en favor de capas y capas de morbo.
Glee. La serie maldita apuesta desde su título por alimentar la idea de una “maldición” —gente adulta y supuestamente sana mentalmente que en 2023 cree en maldiciones es un buen material para un documental—. No es la primera vez que se habla de una obra de ficción embrujada. Es una etiqueta indisociable, por ejemplo, de Poltergeist, el clásico de 1982 que en poco tiempo sufrió el fallecimiento de dos de sus protagonistas: la niña Heather O’Rourke por problemas de salud, y su hermana en la ficción, Dominique Dunne, asesinada por su novio cuatro meses después del estreno. O de El Exorcista, cuyo rodaje padeció varios parones por los accidentes sufridos. Incluso se habla de un guion maldito, Atuk, que jamás se ha podido rodar porque todos los que se interesan por protagonizarlo fallecen. Una ridícula superchería que sin embargo cala en determinado tipo de público: la palabra “maldición” es una mina de clics y cada vez que algo negativo afecta al entorno de la serie se itera en titulares y redes sociales.
En estas páginas Paloma Rando acuñó el acertadísimo término “trucumental”, un true crime burdo, para definir la sucesión de medias verdades, especulaciones y frivolización de la tragedia que ofrecía La saga de los Hammer, el documental sobre los supuestos abusos sexuales de Arnie Hammer y la crónica negra de su adinerada familia. Tras su producción estaban los mismos que ahora firman Glee. La serie maldita. Aquí el único crimen es contra la verdad, que ha sido sustituida por la truculencia. Afortunadamente Glee sigue viva y podemos disfrutarla en Disney+.
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