Todas las resurrecciones de Tina Turner
El documental ‘Remembering Tina Turner’ apenas da unos brochazos sobre la reina del rock. Otro anterior, ‘Tina’, es mucho más ambicioso, a la altura de una estrella que superó enormes obstáculos
La primera vez que Tina Turner resucitó fue cuando despertó de una sobredosis de fármacos y dijo: “Mierda, sigo aquí”. Era 1968 y estaba harta de la brutalidad de su marido y pareja artística, Ike Turner. Resucitó de nuevo en 1976, cuando, durante una noche de golpes, escapó con lo puesto del hotel de Dallas donde se alojaban y se refugió en otro, al otro lado de la autopista, que ya pagaría más tarde. No volvió con él, ni siquiera para entrar juntos en el Rock and Roll...
La primera vez que Tina Turner resucitó fue cuando despertó de una sobredosis de fármacos y dijo: “Mierda, sigo aquí”. Era 1968 y estaba harta de la brutalidad de su marido y pareja artística, Ike Turner. Resucitó de nuevo en 1976, cuando, durante una noche de golpes, escapó con lo puesto del hotel de Dallas donde se alojaban y se refugió en otro, al otro lado de la autopista, que ya pagaría más tarde. No volvió con él, ni siquiera para entrar juntos en el Rock and Roll Hall of Fame. Resucitó una vez más en 1981, cuando decidió contar a la revista People el infierno que había vivido con él: “No tenía miedo de que me matara. Ya estaba muerta”. No era frecuente hablar así en público de la violencia machista; la opinión pública se puso de su parte. La resurrección definitiva llegó en 1984, cuando el disco Private Dancer la catapultó al estrellato que ya saboreó antes, pero esta vez sola y eligiendo canciones que no escribió pero decían cosas como esta: “¿Qué tiene que ver el amor con esto?”, “Mejor sé bueno conmigo” o “Muestra algo de respeto”.
Antes de todo eso, la joven Anna Mae Bullock, que luego haría suyo el nombre de Tina Turner que le puso Ike, había superado una infancia marcada por la pobreza en el sur segregado de EE UU (Memphis, tierra de grandes músicos) y el abandono de sus padres. En Saint Louis se convirtió en una estrella gracias a una voz prodigiosa y una presencia escénica inigualable. Bailaba como nadie, aunque llevara altos tacones; se dice que Mick Jagger ha basado su estilo en imitarla. Desde que empezó se la comparaba con una fiera, por salvaje y sensual, en un tiempo en que a las cantantes se les pedía mostrarse más modositas.
Tras su muerte en mayo del año pasado, se realizó un documental urgente: Remembering Tina Turner, en Amazon Prime Video. Demasiado urgente: dura poco más de 40 minutos, pasa rápido por momentos claves de su biografía y se basa sobre todo en los comentarios de dos expertas, la historiadora cultural Jennifer Otter Bickerdike y la periodista Afua Hagan, con breves citas de la propia cantante. Apenas podemos escuchar unos segundos de sus canciones o actuaciones más emblemáticas. Es uno de esos productos baratos que rellenan el menú de las plataformas y parecen pensados por un algoritmo.
Es mucho más recomendable Tina (en Netflix), el ambicioso documental que dirigieron Dan Lindsay y TJ Martin en 2021 con la colaboración de la artista y de su entorno. Es el relato que ella quiso contar en 2019, a modo de despedida, cuando ya hacía una década que había dado por terminada su carrera y se estrenaba el musical que llevaba su nombre. Miraba atrás sin ira. Ya tenía problemas de salud (en los que no abunda la película: un ictus, un cáncer, un trasplante de riñón). Aquí sí hay toneladas de material valioso de archivo, se disfruta su música y están todas las personas importantes en su historia. Incluso el monstruo Ike (a través de una entrevista en el 2000; murió en 2007), quien se muestra titubeante e inseguro. No admite el maltrato, aunque sí que le era infiel, y suelta desde su egocentrismo que el problema de Tina era este: “Quería ser lo que creía que yo quería que fuera”.
Ike era tan violento y despótico como talentoso. Estaba frustrado por no haber sido reconocido como uno de los pioneros del rock and roll (y lo fue con Rocket 88, en 1951). Cuando se conocieron en Saint Louis, Tina se abrió paso a empujones en su banda Kings of Rhythm, tanto que pasaron a llamarse Ike and Tina Turner Revue. Se dice aquí que se casaron, sobre todo, para que él pudiera controlarla mejor, hasta el mínimo detalle.
Cuando ella huyó de esa relación tóxica, le costó establecerse en solitario. Y tenía que soportar que siempre le preguntaran si volvería con Ike. Empezó a hacer números de cabaret en Las Vegas en un tiempo en que había pocos referentes femeninos en la escena rock y se vivía la fiebre de la música disco. Enderezó su carrera moviéndose a Londres: intuía que en Europa la entendían mejor. Allí grabó Private Dancer, un disco que entiende su tiempo y llega a un público masivo (luego vendrían otros dos álbumes exitosos: Break Every Rule y Foreign Affair).
Mediados los ochenta, ahora sí que es capaz de llenar grandes recintos: en Río congregó a 186.000 personas en una noche histórica de 1988. Escribe entonces el primer tomo de su autobiografía, que la vuelve a enfrentar con sus traumas del pasado, y que dio lugar a una película: What’s Love Got to Do with It. Se estrena como actriz junto a Mel Gibson en Mad Max: más allá de la cúpula del trueno: era creíble representando a una luchadora en un mundo posapocalíptico.
El título de reina del rock, que la sitúa al nivel de Elvis Presley, es bien merecido, aunque ella desbordara los límites estilísticos, lo que no siempre la ayudó. Se formó en el góspel (el de las iglesias baptistas, aunque luego se hizo budista) y el blues. Ike cuenta que la música que hacían juntos no encajaba del todo ni en el rhythm and blues de la comunidad negra ni en el rock de los blancos. En su triunfal reaparición en los ochenta, ella se adaptó al soft rock, ese con tantos sintetizadores como guitarras, que funcionaba bien en las radios de entonces y aún lo hace en las de hoy. Influyó mucho en divas del pop posteriores como Beyoncé o Rihanna.
Esa Tina al fin triunfadora arrastraba un trauma: creía que nadie la había amado nunca, ni siquiera su madre. Solo en 1985, a los 46 años, dio con alguien que sí la quiso y la cuidó: el suizo Erwin Bach, tanto que después le donó un riñón. Se casaron en 2013, poco antes de que ella enfermara gravemente. Fijaron su residencia en Zúrich y Tina murió como suiza, tras haber renunciado a la nacionalidad estadounidense. Este autorretrato de Tina, quizás consciente de que sería su obituario, pone un final feliz a una dura historia. Le costó más vivir en paz que ser reconocida como una estrella de la música y un ejemplo de supervivencia. No bastaban unos brochazos para entender su grandeza.
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