La más odiada del reino
En estos 200 años (María Antonieta fue guillotinada el 16 de octubre de 1793, poco antes de cumplir 38 años) ha habido tantas rehabilitaciones que es superfluo añadir otra. No obstante, ante nuestros ojos, la máquina comunicadora de Antenne 2 ha reconstruido el proceso con personajes célebres de nuestros días, y un 70% de los traumatizidos espectadores ha votado la absolución de la reina, por no haber cometido los crímenes de los que le acusó el tribunal de la Revolución. María Antoníeta no ha cesado de fascinar a los biografós, desde los hermanos Goncoart, a Stephan Zweig y al académico Jean Chalon, que acaba de dar a las prensas su Chere Marie Antoniette.
Proust la definió como "María Antonieta de nariz austríaca y mirada deliciosa"; Chateaubriand, presente en la exhumación de 1815, escribe exaltado en las Memorias de ultratumba., "En el centro del osario reconocí la cabeza de la reina por la sonrisa que esa cabeza me había dirigido en Versalles". Luis de Baviera, descendiente suyo, la invocaba como a una virgen, pídíendo a la "reina", cuyo busto había colocado en la terraza de Linderbof, "fuerza para derrotar al mal (la, homosexualidad) que maldigo y al que quiero rentinciar para siempre más" (.25 de agosto de 1875). Ni "architigresa" ni virgen, María Antonieta me parece digna de revisión como víctima ejemplar de la calumnia, una especie de fantástico montaje cuyas espirales la ahogan.
Su modernidad es la evocada por Germairle de Stael cuando escribía: "Mujeres de todos los países y todas las clases sociales, en el destino de María Antonieta se concentra cuanto conmueve vuestros corazones".
La archiduquesa austríaca es un chivo expiatorio, la precursora de la cristalízación del odio contra la mujer diferente, un punto rojinegro inicial del racismo europeo. La no francesa, la otra, es paradigma de toda lujuria, corrupción y vicio: víbora lúbrica, Mesalina, Proserpina.
Su símbolo funciona como símbolo de lo ajeno y lo otro, en la época en que se forja ya prepotente el concepto de nación, con su sesgo chovinista.
La novedad europea estaría hoy en trenzar el hilo roto de su vida con el de las revolucionarias guillotinadas por su aspirar a la igualdad, por haberse atrevido a actuar y a pensar, cuya derrota marcó el Terror. Víctimas todas ellas de la calumnia misógina por no haberse limitado a su "papel de mujeres".
"Es el único hombre de la familla", había dicho Mirabeau sobre la reina. Cuando la arrojaron a la carreta camino de la guillotina, con las marlos atadas como un animal furioso, reaparece la imagen feroz de los panfletos: María Teresa de Austria-escribía la prensa de los patriotas- fue fecundada por un tigre y un oso. Nació María Antonieta. Última postura de afrenta y ridículo para desposeerla de la dignidad de la palabra fue colocarla de espaldas a la marcha de los caballos.
Esa manera de morir se repetirá con todas las mujeres revolucionarías, y no con el rey -que va al patíbulo en carroza- ni con los gigantes de la Revolución.
La llaman Antonieta de Médicis, en un ajuste de cuentas con la otra extranjera, Catalina de Médicis; gran temple de mujer al frente del Gobierno de Francia. Aunque la florentina, medicea y maquiavélica, tenga poco que ver con la aturdida y graciosa princesa austríaca, vale para ambas lo que Balzac escribió sobre Catalina: "La violencia de la calumnia no tiene tanto que ver con la realeza como con el cambio de la relación entre masa y poder, cuando el pueblo necesita crearse un monstruo una ogresa". El orador del pueblo (junío de 1791), después de la huida a Varennes: "Desalma da que une la lubricidad de Mesalina con la sed de sangre que devoraba a los Médicis".
Se le atribuían frases atroces: "MI único deseo es ver París bañado en sangre; cualquier cabeza francesa presentada ante mí se pagará a peso de oro". Para las mujeres de la posguerra, época del "pan y rosas", María Antometa seguía siendo la divinidad fúnebre que se burlaba del hambre de los proletarios: "Si en París no hay pan, que coman bollos". Se repetía aún la célebre frase, históricamente falsa, no pronuncia da nunca y sin embargo conver tida en moneda común. Enton ces la cultura popular, unida a la exaltación atolondrada y cruel del hecho revolucionario funcionaba así, a través de eslóganes. Como aquel otro, que yo encontraba a menudo en los editoriales de LHumanité, que citaban a María Antonieta refiriéndose, por ejemplo, a Gis card d'Estaing en la época del escándalo de los diamantes, comparándolo con "María An tonieta que juega a las pastorcitas en el Trlanón".
Todavía en los años sesenta, recuerdo que la Unión de las Mujeres Francesas (UFF), comunistas en su mayoría, entonaba triunfalmente a coro la Carmañola: "Madame Veto había prometido degollar a todo París. Pero le salió mal, gracias a nuestros cañoneros. ¡Bailemos la carmañola! ¡Viva el sonido del cañón!".
Su fantasma, en definitiva, es todavía increíblemente activo. La exaltación necia y apologétíca de la Revolución Francesa estaba en el pasado a la vuelta de cualquier esquina. ¿Quién no se oyó definir entonces "la italienne" (como la Médicis), o "la garce" (conquistadora de hombres, como María Antonieta), al menos en los ambientes parisienses? Y encima yo me llamo María Antonieta, y en ..mis primeros contactos parisienses notaba una sensación de desconfiado silencio (¿era monárquico su padre?) o de reserva curiosa.
A través de los panfletos, la atolondrada, lúbrica y ninfómana reina (amaba a las mujeres y se acostaba con los hombres sin amarlos) representó el más furioso fantasma erótico y sexual de todo un pueblo (y por eso era preciso que fuera extranjera, y enemiga de la nación). ¿Quién era, en verdad, María Antonieta? Se nos presenta, al principro, educada por la emperatriz matriarca, María Teresa, a la manera de la Eloísa de Rousseau, como exigía la pedagogía de las muchachas aristócratas, Oía a Mozart, invitado en la corte de Víena. Y cuando el chiquillo de siete años resbala en el suelo, ella (11 años) lo levanta, y el niño le dice: "¡Es usted muy buena, señora!". Quizá se trate de un episodio inventado. Pero su educación musical era privilegiada.
París es una fiesta (uneticanto, un chanme), escribe embríagada a su augusta madre la provInciana vienesa (más o menos como Hemingway, pero a nadie se le ocurrió guillotinarlo). La boda fue de oro; la noche, toda negra. El delfin gordinflón era impotente (y seguiría siéndolo durante siete años); la corte de los mil vicios la prendió en su
jardín de amores. La leyenda de la pureza de María Antoníeta, luna santa merecedora de los altares, no es válida para la realidad histórica. Tuvo como amantes a príncipes de sangre y a personajes -poderosos, y favoritas. Todos se aprovecharon de ella, ninguno la amó. Salvo quizás Axel Fersen,, el embajador de Suecia en la corte de Francia. Ahora, en París, cuando doblo la esquina de mi casa, junto al Museo Picasso, tropiezo con un cartel con un apolíneo mozorubio -tan poco francés que parece Leslie Howard-, a quien el instituto cultural sueco rinde orgulloso homenaje: "El único amor de María Antonieta". Hay cola. Mujeres sobre, todo. Pañuelo en mano.
En Versalles, escaparate de todos los lujos, representaba en el fondo su papel de primera marliquí del reino, con sus famosos desfiles. Promocionaba así las sedas de Lyón, los encajes de las bordadoras, las creaciones de los grandes modistas. La etiqueta de la alta costura, como decimos hoy, era el alfiler que la reina clavaba en las muestras de telas, en los bocetos de los modelos que le presentaban por la mañana, nada más levantarse, los Saint Laurent de la época. Todo lo contrario de un país arruinado por su coquetería; la verdad es que María Antonieta exportaba moda a Europa. Y lo mismo con sus peluqueros, que colocaban en su cabeza las monumentales pelucas, los puf de la reina, coronados por plumas. Ella inventaba la moda de los miriñaques y del pelo a la francesa.
,El desastre económico de lacorte había que atribuirlo en realidad no al coste de sus modelos o de sus joyas, sino a la evasión fiscal, y esencialmente a la hazaña de Lafayette, que lle-~. vó al ejército y a la marina francesa a comprometerse en la guerra de independencia amerícana. Los panfletos orgiáiticosproteg idos en el vientre materno de la Biblioteca Nacional, en su profundo sótano, e imposibles de encontrar durante inucho tiempo, pasean ahora libremente por el mundo de la edición. Los observamos con pasmo, adornados con alucinantes grabados Ii -rtinos. El delirio de la saga dis María Antonieta como reina del mal se convertía,- a través de los libelos, en el pan cotidiano de un pueblo, entre odio y orgasmo colectivo.
El rey es impotente ~y cobarde; la reina, adúltera, incestuosa, lesbiana y sanguinaria. Los panfletos se titulan Los amores de Charlot y Toniette, una orgía sexual entre el conde de Artois, hermano del rey, y María Antonieta (1779). La comedia, que supera al Aretino, a Choderlos de Laclos, a Sade, es un galope de crueldad erótica. En el diálogo de Encuentro entre Juno y Hebe se ponen en escena los amores lésbicos (otro fantasma popular en la época en que modistillas y planchadoras se reunían en los primeros talleres). María Antonieta personifica a Juno, que se hace servir el néctar por Hebe (la princesa deLamballe) en la mesa de Júpiter, con secuencias de voracidad insaciable entre las dos'mujeres (con una serie de detalladas ilustraciones).
Y, cuando la infeliz, Lamballe fue guillotinada, ¿no se consumó contra ella una venganza misógina? Llevaron su cabeza, ensartada en una pica y con el pelo rizado para la ocasión, frente a la prisión del Temple, para que María Antometa pudiera asomarse y ver por última vez a su amante. Un desalmado había cortado el sexo de la princesa y con el vello íntimo se había hecho unos bigotes (como documenta el historiador ChaIon). ¿Cabe añadir algo al horror?
Todo se desarrollaba, en el fondo, según la partitura de los libelos. En el burdel real, la reina se solaza en Versalles con el cardenal de Rohan y una pandilla de erotómanos compuesta por el Caballero, el Barón, el Marqués y el Obispo, sin desdeñar los sexos de los servidores. El mito de la superpotencia erótica de María Antonieta no la abandona hasta su muerte. Mientras está encerrada en el Temple circulan Los últimos placeres de María Antonieta, comedia en tres actos, en prosa,-representada por primera vez en el Temple el 20 de agosto de 1792. Se señalan también en tres volúmenes los ~elatos sobre la "vida privada, escandalosa y libertina" de la reina, con 32 ilustraciones. En su libro La reina desalmada (Seuil), una especialista, Chántal Thomas, publica por extenso los libelos, anotando justamente que Sade acaba sus días en el hospicio de Charenton, donde muere. en1814, por haber creado mons
truos de maldad, entregados al crimen, como la María Antonieta de los panfletos. "Hay una correspondencia turbadora entre la violencia sexual de los panfletos", anota la historiadora, "y la escritura sadiana. Al encabezamiento cruel y burlón: 'Las madres prescribirán su lectura a sus hijas', de Sade, en La filosofia en el tocador (1795),
hace eco un panfleto de 1791,Furores uterinos de María Antonieta, esposa - de Luis XVI, con la advertencia: 'Las madres prohibirán su lectura a sus hijas', y el díptico inicial: 'Al Mariége, y a todos los burdeles de París".
Los libelos no sólo presentan a la reina como perra en celo, sino también a la madre. Durante el gran proceso, Hebert, inspirándose en los libelos, la acusa de la máxima ignominia: el incesto cometido con su hijo, el delfin, junto con su cuñada, nada menos que en la prisión del Temple, según la delación del celador. Sólo entonces la viuda Capeto -ca.nosa, sin dientes, enflaquecida- rompe su silencio ("no volverán a oír el sonido de mi voz"), se yergue con su antigua grandeza y pronuncia con terrible dolor esa frase que ha llegado hasta nosotros: "Apelo a todas las madres".
Que "ahora nada puede hacerme ya daño", que la muerte es una "hermana", que ella está "tranquila, como cuando la conciencia no acusa de nada", todo eso es muy bonito, pero no asombra a nadie. Maravilla en cambio que, erguida en la carreta -rígida, como la dibuja el conformista de David, luego apologista descarado de la imperial corte napoleónica-, no se doblegue ante las pullas de su "buen pueblo de Francia", que la había recibido cuando tenía 15 años. Que baje "con ligereza" -claro, la famosa ligereza de María Antonieta -del convoy de delincuentes comunes, rechazando, toda ayuda, eso sí nos asombra. Resulta fascinante que muera con más desprecio y grandeza que los gigantes de la Revolución; más que reina, mujer excepcional, heroica como las revolucionarias que la seguirán -alguna a causa de haberla defendido con empeño, como Olimpia de Gourges-, blanco, a su vez, de una absurda misoginia.
Contra el dulzón énfasis del historiador Chalon, según el cual al tropezar con los pies del verdugo habría dicho "Pardon, monsieur", prefiero dar la palabra al mismo verdugo, cuyas memorias han aparecido ahora (fueron transcritas por su nieto y han sufrido 150 años de censura): "Valor, señora", le murmuró Charles Henri Sanson. Ella se volvió prontamente, como asombrada, y contestó: "Merci, monsieur, mercí". Después se adelantó con paso Firme y subió los peldaños del patíbulo con tanta maje'stad como si fueran los de la gran escalinata de Versalles. Cuando Sanson dio una vuelta en el patíbulo para mostrar la cabeza al pueblo, se fijó en que los párpados estaban aún agitados por un temblor convulso de desdén.
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