Un pequeño milagro
Los libros, como casi todo lo que merece la pena, no son una creación individual sino colectiva
Hace cuatro años publiqué un libro. Entonces tenía 28 y cobraba 1.200 euros como redactora de una revista juvenil. A la firma del contrato recibí un adelanto de 1.000, y cuando hablaba con mi padre siempre le decía lo mismo: que a ver qué hacíamos como no vendiera los 1.000 ejemplares de la primera edición si ya me había gastado el dinero, no lo podía devolver. Él solía responderme que no me preocupara, que como tengo tantos primos, con que cada uno me comprase un libro y otro para un amigo, ya estaba hecho.
El caso es que la primera tirada se vendió en pocas semanas, y después vinieron otras cuantas. Lo que ocurrió fue milagroso: no solo no tuve que devolver los 1.000 euros, sino que gané dinero con ese libro. Gané bastante, de hecho, no comparándolo con la fortuna de Elon Musk, pero sí con lo que acostumbra a tener en su cuenta alguien que, como yo hasta entonces y como la mayoría de españoles, ganaba menos de 20.000 al año.
El milagro —que en realidad fue el cariño de miles de lectores, porque los milagros siempre emanan de algún modo del amor— no fue tanto que una redactora desconocida de una revista minoritaria, sin padrinos e hija de carteros, vendiera un montón de libros, sino que lo hiciera en una editorial pequeña. Porque quien me había encargado aquel libro, quien había aguantado durante meses mis excusas para posponer su entrega —un editor es a veces un psicólogo gratuito— y quien me había dado esos 1.000 euros de adelanto había sido Eva Serrano, editora de Círculo de Tiza.
En aquellos meses aprendí algunas cosas. Una de ellas es que los libros, como casi todo lo que merece la pena, no son una creación individual sino colectiva. Hasta entonces, cuando iba a una librería y cogía una novela la pensaba únicamente obra de su autor. Obviaba que, para que quien imprime su nombre en la portada y se lleva la gloria pueda hacerlo, ha tenido que existir antes un mundo al que robarle —porque escribir es eso, robarle al mundo—, unas experiencias más o menos transformadoras, un conocimiento e incluso unas capacidades que, al contrario de lo que solemos pensar, nunca son propias sino legadas.
Obviaba también que para que un autor pueda entregar su manuscrito ha de existir una familia que lo sostenga, unos amigos con quienes compartir vida e inquietudes, unos maestros que le aconsejen esta o aquella lectura. Y, por supuesto, obviaba que, para que un libro llegue a una estantería, es necesario el trabajo de muchos profesionales que no suelen figurar en ningún sitio.
En él ha tenido que intervenir un editor, un corrector, un maquetador y un ilustrador que diseñe la portada —de cuyo tino va a depender, en gran medida, el éxito del libro—, además de la imprenta, la distribuidora y, finalmente, el librero que se lo recomiende al dueño de la estantería, que a su vez, si hay suerte, se lo recomendará a otro dueño de otra estantería. Detrás de todo esto están las editoriales, que son quienes coordinan el proceso, todas ellas con mucho esfuerzo en los tiempos que corren, pero las pequeñas aún más.
Que en la selva de las grandes editoriales fichando a famosos y youtubers para publicar, los premios millonarios y las listas de suplementos literarios copadas casi por completo por títulos de grandes grupos —y, a poder ser, firmadas por colegas— existan esas editoriales casi familiares es una gesta. Contribuyan, siempre que puedan, a ella. Porque cuando compran uno de sus títulos no están comprando solo un libro, sino un pequeño milagro.
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