Sven Nykvist, "el ojo de Bergman", define al director sueco como "un genio con mala uva"
El "padre" de la fotografía cinematográfica europea recibe un homenaje en Madrid
Ganador de dos oscar, autor de la fotografía de 130 películas, colaborador de Roman Polanski, John Huston, Louis Malle, Woody Allen o Andréi Tarkovski, el sueco Sven Nykvist es, a sus 76 años, una de las mejores fuentes de información sobre el oscuro Ingmar Bergman. Con él hizo 20 películas y con él revolucionó la forma de mirar el cine. Ayer, un poco quebrantado, pero aún lúcido, Nykvist recibió el homenaje del Festival Madridimagen 98, y habló de la luz, el cine, las mujeres y el maestro sueco: "Bergman es un genio, pero tiene muy mala uva", dijo.
La presencia del que es tal vez el más prestigioso fotógrafo de cine mundial congregó a una docena escasa de periodistas y curiosos en el Círculo de Bellas Artes. Entre ellos, Vittorio Storaro, premiado ayer por su trabajo en Tango, que interrumpió la rueda de prensa para abrazar a Nykvist. Luego todo siguió igual: con un ritmo y un espíritu muy bergmanianos.Nykvist no habla inglés - a pesar de que ha trabajado mucho en Estados Unidos-, así que sus palabras llegaban por dos vías interpuestas: el fotógrafo hablaba en sueco con su hijo August -que rueda un documental sobre su padre- y éste en inglés con el director del Festival, que a su vez traducía al español. Y pese a todo ese fárrago, la sabiduría vital y cinematográfica de Nykvist, ese talento zorruno que se adivina en su mirada, se hacía presente con una trasparencia total, con esa misma luz, mágica y serena, que envuelve sus películas, desde El manantial de la doncella (su primer Bergman), Gritos y susurros (su primer oscar) y Sonata de otoño, a El cartero siempre llama dos veces (Bob Rafelson), Fanny y Alexander (segundo oscar), Delitos y faltas, Historias de Nueva York (Allen) o Sacrificio (Tarkovski)...
El padre de la fotografía moderna era hijo de un muy anticuado matrimonio de misioneros protestantes en África -como Bergman, hijo de pastor-. Y, según explica ahora con alegre corrosión, su vocación de cineasta fue considerada pecaminosa por la comunidad religiosa de sus padres.
Nykvist sólo se libró del estigma filmando documentales sobre los salvadores de almas en el continente, y fue uno sobre el doctor Albert Schweitzer, pionero e ídolo de misioneros, el que le redimió: "Cuando él vino a ver la película a Estocolmo y me dio la mano, mi madre se sintió muy orgullosa de que me dedicara al cine".
A partir de ahí, Nykvist pudo pecar a sus anchas. Con 19 años se colocó de auxiliar de cámara en los estudios Sandrews, y allí aprendió al lado del gran Julius Jaenzon, hasta que, por azar, en 1953 cayó en el rodaje de Noche de circo, película de Bergman en la que le confiaron las tomas de interior. Y en 1959 se consumó su matrimonio artístico con el director. "Nos entendimos bien desde el principio", recuerda Nykvist, "porque éramos muy complementarios: él tiene un carácter muy agrio y yo lo suavizaba un poco. Como artista, él es un genio, un maestro de la puesta en escena y la trasmisión de los pensamientos, y trabajar con él es siempre una experiencia muy intensa. Pero Ingmar es muy estricto, puede incluso llegar a ser un tipo imposible. Durante los rodajes, se comportaba siempre de una forma hosca, no hablaba con nadie, y por la noche tenía mala conciencia. Así que se obligaba a pedir perdón al equipo, y como odia pedir perdón, ésa era su terapia".
El rodaje más feliz, según cuenta Nykvist en su espléndido libro de memorias (Culto a la luz, publicado este año en España por Ediciones del Imán), fue el de Gritos y susurros. "Ingmar se acababa de enamorar de Ingrid von Rosen, y eso se nota siempre en los rodajes". La película pasaría a la historia, entre otras cosas, por los tonos en rojo sangre que él compuso a petición de Bergman. La idea surgió de una visión del director: tres hermanas vestidas de blanco cuchicheando en una habitación roja. "Me preguntó si creía que eso podía ser una película y yo le contesté que si alguien podía hacerla, ése era él".
Bergman y Nykvist trabajaban con un equipo muy pequeño, unas 20 personas, ensayaban mucho y rodaban muy deprisa, "sin horas extras". La luz tenía que ser siempre natural y la tecnología contaba mucho menos que el ojo y la intuición. La palabra clave, para Nykvist, era "simplicidad". "Yo, por ejemplo, utilizo muy poco el fotómetro. Y para él lo fundamental es el contacto emocional con los actores. Se fía más de sus sensaciones que de los aparatos. Pero nunca ha tenido problemas en cortar sus escenas más queridas".
La historia de Nykvist y Bergman es la historia de una pasión común y obsesiva: el cine hecho arte y el arte hecho vida. Tanto, que Nykvist no sabe ahora si ha merecido la pena tanta dedicación. "Perder la familia -uno de sus hijos se suicidó a los 17 años-, los amigos y la vida exterior es muy doloroso. Y para curarte ese dolor tratas de seguir haciendo arte. Por eso sigo trabajando".
Lo hace, y con muy grandes cineastas, pero da la impresión de que no ha vuelto a disfrutar como con Bergman. "Bueno, con Malle lo pasaba muy bien, éramos grandes amigos y le echo mucho de menos. Con Polanski también fue estupendo trabajar, aunque se deprimía mucho. Y Woody Allen es una magnífica persona, pero prima los textos sobre la puesta en escena, lo que resulta frustrante para un iluminador. Aparte de que en América no te dejan coger la cámara, los equipos llegan a 300 personas y hay millones de luces por todas partes. Allí tu trabajo consiste en estar más tiempo apagando luces que encendiéndolas...".
¿Y qué cree Nykvist que ha sido más valioso en su trabajo? "Me parece que la fama me llegó por mi forma de iluminar a las actrices. Siempre creí que a las mujeres hay que iluminarlas de una forma distinta a los hombres. Las mujeres, desde arriba; los hombres, desde abajo. ¿Mi favorita? Ingrid Thulin. Su cara coge la luz como nadie".
Babelia
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