La doble victoria del economista que se quedó en Euskadi
Ibarretxe ha logrado dos cosas con su triunfo: acrecentar su posición en el PNV y vencer en su particular pulso con Mayor
Ha sido el ganador indiscutible de la noche electoral. Juan José Ibarretxe (Llodio, Álava, 1957) no sólo ha revalidado con creces la victoria del PNV, sino que ha ganado el pulso con Jaime Mayor Oreja.
Es una doble victoria que tal vez ni siquiera él mismo podía imaginar cuando, a los 38 años, estuvo tentado de abandonar la política. Ibarretxe tenía previsto entonces viajar a Estados Unidos para un periodo formativo intensivo que le abriera paso en la empresa privada, en la que sólo tuvo una corta experiencia de unos meses, como economista, en la oficina de una naviera rusa en Bilbao. Pero el partido vio en él un posible relevo de José Antonio Ardanza, lehendakari desde 1985. Le retuvo, y le puso a prueba como su segundo: en esa legislatura fue vicelehendakari y consejero de Hacienda.
Fueron los años del PP en minoría en el Congreso de los Diputados, cuando Jaime Mayor Oreja no cejó hasta incluir al PNV en el pacto de gobernabilidad. 'Sería menos pacto y lograríamos menos gobernabilidad sin él', dijo entonces quien cuatro años después dio la orden de negar el pan y la sal a Ibarretxe.
El entendimiento en Madrid entre Arzalluz y Aznar, el apoyo de los nacionalistas vascos al presidente en la investidura y unas negociaciones en las que recibió el reconocimiento de Rodrigo Rato por su capacidad, conocimientos y perseverancia, brindaron a Ibarretxe el honor de haber negociado en Madrid un concierto económico y un cupo ventajosos para Euskadi.
En marzo del 98 el PNV le designó candidato a lehendakari. Sería, se suponía, un presidente para la paz, porque ya el PNV avanzaba en sus negociaciones con ETA, cristalizadas al poco (en septiembre de ese mismo año) en una tregua que esperaban convertir en irreversible.
Su bajo perfil político, no era, pues, un obstáculo. De hecho, también Ardanza lo tuvo en su día y en el PNV esas cosas no cuentan, o hasta se prefieren, dada la larga sombra que proyecta el presidente del partido, Xabier Arzalluz. No se buscaba tanto un líder carismático como un buen gestor y un negociador incansable. Prueba de su tenacidad ha sido su disciplinado aprendizaje del euskera, ya traspasada la barrera de los 40.
El día de su presentación dijo apostar por un nacionalismo amable en el que primaría la inteligencia sobre la estridencia, aclarando que, para un pueblo pequeño, lo inteligente es 'no meter el dedo en el ojo a nadie y hacer las cosas sin molestar'.
Sin embargo, su corto mandato -apenas 28 meses- ha sido el período institucionalmente más convulso desde la transición democrática, en el que las relaciones políticas se han deteriorado hasta extremos impensables y el listado de agravios y temores despertado resulta más que preocupante.
El rector de la Universidad del País Vasco (UPV), Manuel Montero, le advirtió en 1999 de los obstáculos del encargo de su partido, tal y como se percibía desde fuera del nacionalismo: 'gobernar desde el Estatuto y superarlo; apoyarse en quienes combaten la democracia y contentar a los demócratas; construir la paz de los nacionalistas y relegar a quienes no lo son sin que se quejen...'.
Su etapa en la presidencia del Gobierno vasco ha sido un auténtico calvario para alguien que asegura que antes que nada quiere ser 'persona', que está acostumbrado al pragmatismo de negociar conciertos económicos y gestionar presupuestos. Que no esperaba ni llegaba preparado para lo que luego fue. Ni su cualidad de 'corredor de fondo', el tópico más manejado sobre su personalidad -fomentado por él mismo- le ha ayudado en la carrera desenfrenada que ha sido la política vasca de los últimos dos años y medio.
Llegadas las dificultades demostraría una acusada falta de reflejos, que ni los socialistas mejor dispuestos para ayudarle a salir del atolladero tras la ruptura de la tregua -el 3 de diciembre de 1999- acertaban a explicarse. Su comportamiento tras el asesinato del socialista Fernando Buesa, sin recorrer siquiera los 200 metros que le separaban del lugar del crimen, y su tardanza de casi cinco horas en comparecer para anunciar su ruptura con EH, fue una demostración de esa carencia. Ibarretxe estaba preparado para gobernar durante el alto el fuego de los terroristas, con su partido despejando en la cocina los obstáculos para constituir un foro de diálogo, y aquel día fatídico, 22 de febrero de 2000, le dejó en evidencia: ni siquiera tenía previsto el protocolo con los pasos elementales que debía dar ante un atentado de aquella envergadura. En vano se esperaron las rectificaciones de su partido y de él mismo. 'Lo hemos intentado y no lo hemos conseguido' es el parapeto tras el que Ibarretxe justifica el fracasado proceso de paz.
Donde él se siente cómodo es en el discurso del bienestar y del gasto social, haciendo balance de eficacia y avances en transferencias. No ha habido ocasión. Y cuando el panorama se tiñó de negro, porque ETA impuso de nuevo el terror, y el PP inició su asedio sin cuartel, la perseverancia, el método, el orden y la capacidad de trabajo y resistencia que se le atribuyen se revelaron claramente insuficientes, tanto de él mismo como del reducidísimo equipo que formó por propia voluntad y carácter. Por ejemplo, nunca ha aceptado un asesor en la espinosa cuestión de la violencia o para la recomposición del diálogo roto con socialistas y populares. Los dirigentes del grupo Elkarri terminaron ejerciendo de algún modo ese papel, y son de los pocos que tienen franqueada la entrada a su trinchera, ésa de la que sólo asoma una bandera, la palabra diálogo, que él cree su mejor conexión con el deseo de la mayor parte de los vascos.
Rodeado de ese pequeño grupo de colaboradores, y sostenido -o tal vez sujetado- lunes tras lunes por la ejecutiva del PNV, ha resistido un año entero las derrotas parlamentarias y logrado dilatar una convocatoria electoral que, a la postre, ha terminado por reforzarle.
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