La larga marcha del 'panzerkardinal'
Joseph Ratzinger está cansado. El indiscutible número dos del Vaticano, "gran inquisidor" para unos, honesto guardián de la ortodoxia para otros, ha recordado varias veces a Juan Pablo II que su edad de jubilación se cumplió ya en 2002. Lo ha hecho en público y al menos dos veces de forma escrita y formal. Sus cartas, sin embargo, no obtienen respuesta. Circulan abundantes rumores sobre su relevo, pero el Papa no parece dispuesto a dejarle marchar. El largo pontificado de Karol Wojtila se ha apoyado siempre en Ratzinger, y muchos consideran improbable que el jefe de la Iglesia católica se desprenda de su hombre de confianza en la fase más crítica, la del crepúsculo. Todas las miradas se volverían hacia Ratzinger si el Papa quedara incapacitado. Y Ratzinger, el panzerkardinal, decano del Colegio Cardenalicio, será, en cualquier caso, la gran referencia, positiva o negativa, en la elección del próximo pontífice.
La lista de enemigos es larga: marxistas, feministas, homosexuales, 'relativistas' que creen en la validez de otras religiones, un gran número de colegas teólogos y bastantes obispos
Cree que sin un poder absoluto del Vaticano, la Iglesia, "que no es una idea, sino un cuerpo", se diluiría en un magma teológico y se degradaría hasta la condición de cultura
El odio al marxismo procede de 1968, cuando las manifestaciones estudiantiles en la Universidad de Tubinga. Ese año repudió sus ideas liberales y se pasó al bando de sus enemigos
Su influencia en un cónclave podría ser muy grande. "Podría movilizar hasta un 25% de los votos en favor de un candidato, una cantidad potencialmente decisiva", según John Allen
No existe en el catolicismo nadie más polémico que el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, antes llamada Inquisición o Santo Oficio. Empezó a serlo en 1963, cuando escribió las tres palabras más sonoras del Concilio Vaticano II, pronunciadas por su jefe, el anciano e influyente cardenal Joseph Frings, de Colonia: "Fuente de escándalo". El Santo Oficio, que dirigía el cardenal ultra Alfredo Ottaviani, dijo Frings, constituía una "fuente de escándalo" para el mundo. Aquello fue un mazazo. El joven teólogo Joseph Ratzinger, liberal y reformista, ejerció una influencia extraordinaria en el concilio. Luego, de forma relativamente brusca, viró hacia el conservadurismo. Y hoy es visto por grandes sectores de la Iglesia como un nuevo Ottaviani, como un inquisidor reaccionario empeñado en la contrarreforma y en la destrucción del espíritu del Vaticano II.
La lista de sus enemigos es muy larga: los marxistas, las feministas, los homosexuales, los relativistas que creen en la validez de otras religiones, un gran número de sus colegas teólogos y una cantidad considerable de obispos. Él, que fue durante el Vaticano II un gran defensor de la descentralización y de la autonomía de las Conferencias Episcopales, es ahora el máximo defensor del centralismo. Cree que sin un poder absoluto del Vaticano, la Iglesia, "que", repite, "no es una idea, sino un cuerpo", se diluiría en un magma teológico y se degradaría hasta la condición de "cultura". Su mayor crítica al protestantismo se centra en que carece de un jefe, de un interlocutor con el que negociar. El auténtico catolicismo, según él, se preserva en la plaza de San Pedro. Y, en último extremo, en dos despachos: el del Papa y el suyo.
Dos hombres
En la vida de Ratzinger parecen coexistir dos hombres. Uno fue gran amigo y colega del teólogo suizo Hans Küng, formó una generación de pensadores católicos liberales desde su cátedra de la Universidad de Tubinga y ejerció un papel activo en la reforma impulsada por Juan XXIII y Pablo VI. El otro fue uno de los principales enemigos intelectuales de Hans Küng, formó una generación de pensadores tradicionalistas desde su cátedra de la Universidad de Regensburg, decapitó los movimientos teológicos, exterminó metódicamente la Teología de la Liberación latinoamericana y respalda ahora el retorno a la vieja liturgia, con el sacerdote de espaldas a los fieles, y a la misa en latín.
Sobre la personalidad exterior, no hay dudas: Joseph Ratzinger es tímido, cordial, concienzudo, paciente, memorioso, amante de Mozart y la lectura. Un hombre encantador. El interior permanece en un relativo misterio, que no desvelan ni sus muchas entrevistas, ni sus textos autobiográficos.
Uno de sus biógrafos, el periodista estadounidense John Allen, le considera "el símbolo de todo lo que funciona mal en la Iglesia" y le acusa de haber utilizado su puesto en la jerarquía para expresar sus propios puntos de vista teológicos. Allen es católico progresista y corresponsal en el Vaticano de la Nacional Catholic Review. Hace, sin embargo, una precisión: "Si le tuviera como confesor, no dudaría en abrirle mi alma; estoy convencido de su sabiduría, de su integridad y de su compromiso con el sacerdocio".
Y añade: "Con el tiempo, le he comprendido mejor. La Iglesia es una multinacional obligada a coexistir con culturas muy diversas, y es imposible satisfacer a todos". Un ejemplo: el endurecimiento de la postura frente a otras religiones, con el documento del Santo Oficio titulado Dominus Iesus, fue deplorado en la India, donde los hinduistas percibieron a los católicos como "intolerantes"; en Rusia, en cambio, fue acogido con entusiasmo, porque los ortodoxos empezaron a considerar "serios" a los católicos.
Existe, por otra parte, un cierto malentendido acerca de las bases del pensamiento de Ratzinger y de su liberalismo inicial. El Concilio Vaticano II fue convocado para adaptar el catolicismo al siglo XX y mirar hacia el futuro. Pero Ratzinger pensaba que el cambio debía hacerse mirando hacia atrás, hacia la pureza de los primeros cristianos y hacia el medievo.
La época nazi
Allen opina que el nazismo, con su exaltación de un pasado mítico y feliz, traducible en una paleoiglesia igualmente mítica y feliz, influyó de forma indirecta, pero profunda, en el espíritu del joven bávaro. También le marcó el papel de la Iglesia católica alemana en la época nazi. El joven seminarista (y soldado alemán, reclutado a la fuerza, en 1943 y 1944) terminó la guerra convencido de que los católicos habían sobrevivido, y en su opinión triunfado, gracias a la fe, la ortodoxia y la negativa a acomodarse a las estructuras del Estado totalitario. Sigue pensando que la Iglesia no tiene por qué adaptarse al mundo o al "fugaz presente", y considera inevitable que el catolicismo pierda fieles en un futuro próximo: para crecer debería transigir, acomodarse, y eso, para él, es inaceptable.
Otra influencia de juventud notable, y paradójica en un hombre dedicado a la persecución de la herejía y la heterodoxia, fue el protestantismo luterano con el que convivía en Alemania: a Ratzinger, que viaja sin comitiva oficial y sin pisar las salas de autoridades de los aeropuertos, le disgustan la soberbia y la pompa con que el Vaticano se revistió desde el Renacimiento. Tampoco le gusta el optimismo y la fe en la bondad humana despertados por el Concilio Vaticano II. Le obsesiona el pecado. Como Martín Lutero, está "hipnotizado por el mal".
Monseñor Ángel Rodríguez Luño, profesor de Teología Moral en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, gestionada por el Opus Dei, y colaborador del panzerkardinal como consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, destaca de Ratzinger "la finura intelectual, la delicadeza al tratar los asuntos, la amable disponibilidad para escuchar argumentos y opiniones". "Nunca he tenido la impresión de que considerase prohibidos ciertos temas o enfoques, no he visto nada semejante a la imposición de una voluntad ciega, y a los intelectuales no católicos les gusta dialogar con él", añade, citando como ejemplo su debate con el filósofo Jürgen Habermas.
Ratzinger, sin embargo, ha evitado el diálogo en situaciones cruciales. Como la que condujo a la retirada de la licencia del teólogo Jacques Dupuis. Éste fue durante 12 años el profesor más célebre de la Gregoriana, la más prestigiosa universidad vaticana, a unos diez minutos a pie de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Y sin embargo, Dupuis y Ratzinger se vieron por primera vez en septiembre de 2001, cuando el profesor fue convocado a interrogatorio e informado de que sus tesis sobre el diálogo interreligioso resultaban "inaceptables". Quizá una simple llamada, una conversación informal a tiempo, habrían evitado la crisis. "La actuación de Ratzinger en ese caso es increíble", señala John Allen.
Las víctimas
El guardián de la ortodoxia tampoco ha permitido que sus víctimas más ilustres, Leonardo Boff y Hans Küng, tuvieran acceso a sus propios expedientes incriminatorios. Existe una explicación: Joseph Ratzinger cree en la objetividad como valor casi absoluto, y considera que los contactos personales pueden entorpecerla. También se ha convencido de que el debate y el exceso de "derechos procesales" conducen a la confusión doctrinal: "El cristiano", dijo en 1979, "es una persona simple; los obispos deben defender a la gente sencilla frente al poder de los intelectuales".
El obispo auxiliar Karol Wojtila y el teólogo Joseph Ratzinger se cruzaron sin verse en el Vaticano II. Durante años se cartearon y se intercambiaron libros, pero no se conocieron personalmente hasta mucho más tarde, en 1979, durante el cónclave que eligió a Juan Pablo I como sucesor de Pablo VI. Tenían mucho en común, especialmente el anticomunismo. En el caso de Ratzinger, el odio al marxismo procedía de 1968, cuando la Universidad de Tubinga se vio sacudida por las revueltas estudiantiles. No soportó el desorden, ni las consignas blasfemas. En 1968 repudió bruscamente sus ideas liberales y se pasó al bando de sus antiguos enemigos. Ratzinger tuvo algunos votos en el primer cónclave de 1979, pero al cabo de unos meses, tras la muerte del breve papa Luciani, no se sentía aspirante, sino promotor de Wojtila. Él mismo reconoció después que trabajó activamente a favor de la elección como pontífice del cardenal polaco.
Juan Pablo II le puso al frente de la antigua Inquisición dos años después, en 1981, con una decisión que satisfizo a casi todos los teólogos: por fin tenían como interlocutor a uno de los suyos. La posterior decepción explica en parte los actuales odios. En cualquier caso, la absoluta confianza entre Wojtila y Ratzinger no significa que sus ideas sean las mismas. A veces, el inquisidor ha frenado al Papa. Por ejemplo, en lo tocante a la doctrina sobre sexo y reproducción, que Juan Pablo II deseaba catalogar como "infalible" y, por tanto, inmutable; aunque no existe confirmación oficial, se considera que Ratzinger convenció a su amigo de no llevar las cosas tan lejos. El auténtico duro en cuestión de moral sexual y preservativos es el cardenal Alfonso López Trujillo, encargado de los asuntos de la familia. La posición personal del panzerkardinal sobre el derecho a la comunión de los divorciados, uno de los temas más conflictivos en el catolicismo de hoy, tampoco es la de Wojtila. Aunque desde su puesto como inquisidor rechaza tajantemente, como el Papa, que un divorciado pueda recibir la eucaristía, en privado aconseja a los interesados que busquen el consejo de un asesor espiritual y evita hablar de prohibiciones.
La campaña contra el movimiento de la Teología de la Liberación fue un asunto casi personal para Ratzinger, mientras el Papa, que había apoyado al sindicato Solidaridad en su lucha contra el Gobierno comunista polaco, tendía al principio a ser comprensivo con quienes se oponían a la opresión política y social. Ratzinger, por otra parte, no está de acuerdo con los gestos a favor del ecumenismo y del diálogo religioso realizados por Juan Pablo II, y cree que éste se ha excedido en las canonizaciones y santificaciones. Pero en lo básico piensan igual.
Derrame cerebral
Joseph Ratzinger cumplirá 77 años el 16 de abril. Aunque no es un hombre muy anciano, en 1991 un derrame cerebral le afectó la vista. Y le han cansado dos décadas de luchas teológicas y de creciente impopularidad. Suele decir que le gustaría dejar el cargo y "volver a escribir un libro" para añadir a su voluminosa obra, de más de cuarenta títulos.
"No creo que Juan Pablo II deje marchar a Ratzinger. La enfermedad podría incapacitar al Papa, y me parece que en ese caso, sin duda previsto, querría que el cardenal Ratzinger estuviera en el Vaticano para gestionar la crisis", explica John Allen. Otras fuentes coinciden en señalar que el panzerkardinal seguirá con Wojtila mientras éste lo desee. Seguramente hasta el final.
La misión del cardenal Ratzinger llegará aún más lejos si el papado de Juan Pablo II concluye en los próximos tres años, antes de que el guardián de la ortodoxia cumpla los 80 y pierda su condición de elector en el cónclave. Ratzinger no tiene casi ninguna posibilidad de llegar a la cátedra de San Pedro, que tampoco desea: no es político ni ambicioso en ese sentido, no recorre el circuito de los cócteles purpurados ni busca apoyos. Su elección, además, supondría un continuismo sin precedentes en la historia reciente.
Sin embargo, su influencia en un cónclave sería muy grande. "Podría movilizar a favor de un determinado candidato hasta un 25% de los votos, una cantidad potencialmente decisiva", explica John Allen, una de cuyas obras es un ensayo llamado Cónclave.
El poder del panzerkardinal terminará ahí. Luego, seguramente, completará su peculiar transformación en Alfredo Ottaviani, el "gran inquisidor" ultramontano con Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI, el gran enemigo del joven Ratzinger en el Vaticano II. El 11 de diciembre de 1990, cuando se cumplió el centenario del nacimiento de Ottaviani, Joseph Ratzinger le dedicó un encendido elogio por "haber mantenido en alto, sin miedo, el escudo de la fe y la espada del espíritu". Y añadió: "Pero lo que más admiro de él es el silencio de los últimos años de vida. Cuántas cosas por las que había luchado y sufrido cayeron en la ruina. Cuántas cosas que amaba le fueron arrancadas de las manos o fueron dilapidadas".
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