Piedad para los muertos y la historia
El retorno de los recuerdos reprimidos durante una transición voluntariamente amnésica prueba la solidez de la democracia española. Pero la 'judicialización' no es el camino adecuado para asumir el pasado
El tiempo no siempre cierra las heridas de la historia, a veces las abre. Tras un largo olvido, los campos de la muerte nazis, el Gulag y el colonialismo se han convertido en un "pasado que no pasa". No es sorprendente que los espectros de la Guerra Civil y el franquismo resurjan hoy en España, 30 años después de una transición democrática voluntariamente amnésica, fundada sobre lo que dio en llamarse "pacto del olvido". El miedo a un rebrote de violencia estuvo detrás de esa represión de la memoria -ni impuesta ni total, pero real- que acompañó a la llegada de la democracia. Hoy, el retorno de los recuerdos reprimidos prueba que la democracia nacida de las cenizas del franquismo es lo bastante sólida como para asumir la historia de España en todas sus dimensiones.
Dar una digna sepultura a las víctimas de la represión franquista es una medida elemental
La Guerra Civil española fue vista en Europa como un conflicto entre democracia y fascismo
Visto desde el exterior, el finalmente frustrado intento del juez Baltasar Garzón de iniciar una investigación sobre los "crímenes contra la humanidad" del franquismo y de abrir decenas de fosas comunes suscita sentimientos encontrados. Antes que nada, demuestra que la Ley de Memoria Histórica de 2007 fue un acto de reparación simbólica sin efectos tangibles. La localización de las fosas y la exhumación e identificación de las víctimas de la represión franquista para darles una sepultura digna es una medida elemental con vistas a la "superación del pasado" de la que un Estado de derecho debería encargarse. Esta constatación se mezcla a continuación con cierta perplejidad cuando uno ve a un justiciero que, librando su combate bajo la luz de los proyectores, parece encarnar él solo el trabajo de recuperación de la memoria, aun a riesgo de desposeer a la sociedad civil, relegada así al rol de mero espectador. Esta inversión de papeles no deja de ser paradójica, pues el debate lo abrieron distintos movimientos asociativos.
La iniciativa del juez Garzón no hace sino poner de manifiesto con cierta espectacularidad una tendencia más amplia, hoy bien arraigada en Europa: la "judicialización" de la memoria, la transformación del derecho -y, a veces, del derecho penal- en un vector privilegiado de la representación colectiva del pasado. Se trata de una tendencia contradictoria, de un arma de doble filo que, por un lado, responde a una demanda social de justicia y, por otro, utiliza el derecho como un dispositivo de "control", sometiendo a la historia a una interpretación normativa.
En Francia, en el curso de los últimos años, los historiadores se han movilizado contra una proliferación de leyes memoriales que tienden a instituir una versión oficial de la Historia y a coaccionar la libertad de investigación. Una sociedad libre no necesita verdades oficiales; ni una democracia sólida, venganzas tardías. El proceso a los verdugos franquistas habría podido tener sentido durante la Transición, si hubiese sido posible; hoy, aun suponiendo que consiguiese soslayar las leyes de amnistía, su ejemplaridad resultaría dudosa. Francia no se hizo más grande cuando procesó, en 1998, a Maurice Papon, cómplice de la deportación de los judíos de Burdeos durante la Segunda Guerra Mundial. En cambio, se había deshonrado a sí misma nombrándolo, primero, prefecto y, luego, ministro de la V República, y esa vergüenza no se ha borrado.
La judicialización del pasado con el fin de inscribir las violencias de una guerra civil bajo la categoría de "crímenes contra la humanidad" empobrece y simplifica la historia, reduciéndola a una confrontación binaria entre víctimas y verdugos. El siglo XX se describe a posteriori como una edad de totalitarismos y genocidios, cuyos verdaderos "héroes", los únicos dignos de conmemoración, serían las víctimas. En torno a la Shoah, erigida en paradigma de la memoria occidental, se construyó el recuerdo de otras violencias, recientes o lejanas, desde el genocidio de los armenios al de los tutsis, desde la esclavitud al Gulag, desde las masacres coloniales a las "desapariciones" de las dictaduras latinoamericanas. La historiografía misma se ha visto profundamente afectada por esta tendencia, generalizando a menudo las herramientas interpretativas forjadas por los Holocaust Studies.
Pero la historia no se reduce a una dicotomía entre víctimas y verdugos. Las nociones de "genocidio" y "crimen contra la humanidad" fueron creadas durante la Segunda Guerra Mundial para juzgar a los responsables de los crímenes nazis. Más tarde, transmigraron del campo jurídico al de las ciencias sociales, donde su generalización no siempre fue beneficiosa, pues el derecho tiene como vocación administrar justicia, no escribir la historia. ¿Estamos seguros de hacer justicia a los miles de muertos que yacen todavía en las fosas comunes considerándolos simples "víctimas"? Muchos de ellos se consideraban más bien combatientes y así fue como la memoria republicana conservó su recuerdo durante décadas. Paralelamente, el franquismo calificaba de "mártires" a los caídos en la "cruzada" contra los "malvados marxistas" y la "canalla roja" (las huellas de su recuerdo, desde los monumentos a las placas conmemorativas en las iglesias, siguen bien visibles en la España de hoy).
Los genocidios, que a menudo son producto de la guerra, que crea las premisas y el contexto necesarios, poseen sus especificidades, aunque los actores puedan ser los mismos. No habría pues que suprimir la diferencia que separa las guerras civiles de los genocidios, aunque tanto en unas como en otros pueda haber planificación e intencionalidad asesina. Exterminar a los niños judíos por pertenecer a una "raza" que se supone dañina no es lo mismo que exterminar a los enemigos políticos. No se trata, claro está, de establecer una jerarquía moral entre esas dos categorías de víctimas, sino de reconocer que la violencia que sufren no es la misma. Esta distinción es sin duda inútil desde el punto de vista del sufrimiento y el recuerdo de los seres queridos, pero es decisiva para la comprensión del pasado. Una guerra civil es, por definición, un conflicto anómico que no enfrenta a dos adversarios legítimos (dos Estados soberanos), sino a dos enemigos irreconciliables; es una guerra sin reglas que persigue la destrucción de un enemigo al que a menudo se deshumaniza. Todas las guerras civiles son fuente de excesos y violencias extremas, crímenes y masacres. Fue el caso de la Guerra de la Vendée, durante la Revolución Francesa, y el de la guerra civil que siguió a la Revolución Rusa, entre 1918 y 1921; pero una hermenéutica de la historia que redujese la Revolución Francesa al advenimiento de la guillotina y la Revolución Rusa a las matanzas de la Checa -como ciertos historiadores han intentado hacer- sería paupérrima.
Los crímenes que jalonaron la Guerra Civil española -los hubo en los dos bandos, pese a que la violencia franquista fuese mucho más sanguinaria, masiva y prolongada que la republicana- han sido objeto a lo largo de estos últimos años de un enorme trabajo de investigación por parte de los historiadores, que han dilucidado sus formas, analizado su papel, sus móviles y la ideología de sus protagonistas, cuantificado e identificado a las víctimas, abriendo, a veces, líneas de estudio inexploradas hasta entonces (por ejemplo, la que tiene por objeto los campos de concentración franquistas). Ese trabajo ha contribuido a forjar la conciencia histórica de las jóvenes generaciones. No debería servir para eclipsar el sentido de la historia transformando un conflicto entre democracia y fascismo -así fue como la Guerra Civil española fue percibida y vivida por la Europa de los años 30- en una secuencia de crímenes contra la humanidad. Hay quien incluso ha visto en él las marcas del genocidio, en otras palabras, una erupción de violencia en la que no habría sino verdugos y víctimas (por otra parte, intercambiables, según el punto de observación elegido). Cada uno de los dos campos se atrincheraría entonces en su memoria singular, reivindicando sus propias víctimas. La historia de la Guerra Civil se convertiría así en una pieza macabra en la que se opondrían dos "genocidios": uno pequeño (perpetrado por los republicanos vencidos) y otro de mayor envergadura (el de los vencedores franquistas). Nuestra sensibilidad humanitaria -la de los ciudadanos de la Europa reconciliada, democrática, "postotalitaria" y "posideológica"- tal vez se sintiera reconfortada, pero nuestra comprensión del pasado se vería oscurecida.
Enzo Traverso es historiador italiano. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.
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