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Confesiones de una ‘woke’

Algo debemos estar haciendo muy mal cuando, desde nuestros sesudos análisis reproducimos al dedillo la verborrea populista

Confesiones de una woke / Mariam M Bascuñán
del hambre
Máriam Martínez-Bascuñán

Una de las cosas más llamativas de la réplica a Teresa Ribera por parte de la diputada del PP, Ester Muñoz, fue las veces que la llamó “soberbia”. Buscaba Muñoz explotar el manido cliché de la élite liberal, esa que, desde la burbuja de la verdad científica, no entendería a los desfavorecidos cuyo sustento depende de los combustibles fósiles. Algo así pensé también al leer las reflexiones de dos gigantes intelectuales, John Gray y Hans Ulrich Gumbrecht, y perdonen que no los meta en el saco de la élite y que me guarde esa palabra para quien de verdad lo es. Al explicar los porqués de esa mayoría multirracial de la clase trabajadora que Trump habría sido capaz de construir, afirmaban que, para casi todos nosotros, es más fácil sentirse representado por quien se fotografía al lado de una freidora del McDonald’s. Hay otra escena reveladora: cuando Biden calificó como “basura” a los partidarios de Trump, este se apresuró a ponerse un chaleco naranja y conducir un camión de residuos hasta su mitin en Wisconsin. La foto del próximo presidente de Estados Unidos con Elon Musk y su nuevo (y desquiciado) secretario de Salud, Robert Kennedy, en un jet privado comiendo hamburguesas también sería, al parecer, una apelación a la gente corriente. Gray y Gumbrecht hablaban de la desconexión de los demócratas y de los excesos de las élites liberales woke, pero entre quien instigó un golpe de Estado y el maligno virus del wokismo, ¿qué escogerían ustedes?

David Brooks hablaba de una “crisis en la distribución del respeto” para explicar muchas de las actuales turbulencias políticas. Quienes ascienden en la escala académica serían elogiados y recompensados, mientras que quienes no lo hacen se volverían invisibles. Hay aquí también una lectura de género: a nivel global, las mujeres tenemos una mayor educación, mientras que el abandono escolar es muy superior en los hombres, y tal vez esa brecha sea nuestro abismo más importante. Pero, ¿qué tiene eso que ver con los excesos del feminismo o del pérfido wokismo? Admitámoslo: quienes, tratando de mirar el espejo de la sociedad, solo nos vemos a nosotros mismos tenemos un problema, pero percibo demasiada condescendencia en quien defiende la eficacia de ponerse al lado de una freidora del McDonald’s para interpelar a la gente corriente. ¿Y si criticar los excesos woke no es más que otra forma encubierta de protestar por cambios que, en el fondo, nos molestan? Algo debemos estar haciendo muy mal cuando, desde nuestros sesudos análisis reproducimos al dedillo la verborrea populista sobre la división élites-pueblo y todo el argumentario ultra. El filósofo Michaël Foessel señala cómo se ha popularizado la expresión “¡Es que ya no se puede decir nada!”, con esa resonancia reaccionaria que expresa, en el fondo, que antes podíamos decir lo que queríamos porque estábamos en familia, embebidos en un Nosotros de hombres blancos y libres de expresar entre risas, con el carajillo en la mano, sus prejuicios racistas o sexistas. Reconozcamos el mérito de apropiarse del viejo emblema del 68, “Tomar la palabra”, para restaurar los antiguos privilegios mientras señalan a la malvada élite woke, pero es curioso que quienes afirman combatir a los autócratas iliberales miren siempre al mismo lado mientras reproducen los argumentos falsarios de la guerra identitaria para salvar a un pueblo al que ellos sí entienden porque llevan décadas vaciándole el bolsillo mientras sonríen, ufanos, al lado de una freidora del McDonald’s.

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