El turismo en Ciudad Bolívar que rehúye a la pornomiseria
Jenni Mila, una vendedora ambulante de dulces, dirige hace cuatro años paseos por una de las localidades más pobres de Bogotá
La propuesta sorprendió a Jenni Mila, por lo menos al principio. Ella, una vendedora de dulces de Ciudad Bolívar, no entendía cómo se podían ofrecer recorridos turísticos por su localidad, una de las más pobres de Bogotá. “¿Qué tenemos para mostrar?”, se preguntó cuando un voluntario australiano de trabajo social sugirió la idea en 2016. La zona, en el extremo sur de la capital colombiana, estaba aislada en la falda de una montaña y era conocida como un lugar violento. Los turistas internacionales y los bogotanos del más pudiente norte la evitaban.
La comerciante relata durante una fría mañana de octubre que todo comenzó a cambiar en diciembre de 2018, con la llegada del TransMiCable, un teleférico de transporte masivo que mejoró la conectividad. Es por eso que está sentada con uno de sus hijos en unas escaleras al lado de la estación de Mirador Paraíso. Las cabinas rojas y negras del teleférico, pequeñas ante la inmensidad del paisaje bogotano, son las que hicieron que aparecieran los turistas y que ella se convirtiese en una de las guías de Ruta de la Esperanza. Esa mañana espera a dos grupos de estudiantes de fotografía: uno de la carrera de comunicación social de la Universidad Externado y otro de Peces fuera del agua, un taller de narrativa de viajes que incluye a abogados, economistas e ingenieros.
“¡Profe!”, exclama Jenni cuando identifica a Gabriel Rojas, el docente del Externado. Ambos se conocen bien: Gabriel suele traer a sus estudiantes para que conozcan esta parte de la ciudad. En esta ocasión ha venido con su colega Óscar Iván Pérez y alrededor de veinte estudiantes, muchos de los cuales nunca han pisado la localidad. El grupo está parado en la entrada de la estación, una construcción moderna que se ubica al lado del Museo de la Ciudad Autoconstruida, inaugurado en 2021. Ambos edificios contrastan con un entorno de calles estrechas, casas que exponen sus ladrillos anaranjados y puestos de venta ambulante.
La guía se acerca al grupo, reconocible también por las cámaras que llevan para tomar fotos. Les recomienda que antes de comenzar compren algo de comer y tomar en una de las tiendas cercanas. El recorrido de ese sábado es especial porque es más largo que el habitual: dura cuatro horas y llega hasta la zona rural. Inicia en el Mirador, sale de la zona urbana, sube por las colinas, se encuentra con montones de vacas y termina en la Iglesia de Quiba. Cuesta 70.000 pesos (15 USD) por persona, pero los alumnos de Gabriel y Óscar tienen un precio especial de 20.000 (4,4 USD).
Los estudiantes están algo tímidos al principio, y Jenni se extiende con tranquilidad en sus explicaciones. Les cuenta que El Paraíso se formó en los años 80 y fue uno de los primeros barrios en las partes altas de las montañas, con habitantes que huían del conflicto armado. Aun así, los vecinos, que en gran parte trabajan en el sector de la construcción, no tuvieron fácil acceso al transporte público durante años. Hubo épocas en las que incluso debían trasladarse en “un burrito” hasta el Barrio San Francisco para tomar el autobús hacia el centro. “Les tocaba levantarse a las 2.00 o 3.00 de la mañana para llegar a tiempo”, comenta la guía.
El recorrido comienza a sufrir demoras cuando Jenni y los turistas visitan un museo de antigüedades que un chatarrero del barrio estableció hace unas semanas. La guía les dice varias veces que hay poco tiempo, pero ellos están fascinados con la colección de periódicos, discos, fotos, monedas y billetes de antaño. Un estudiante se identifica con un vinilo del cantautor ecuatoriano Julio Jaramillo y la historieta mexicana de superhéroes Kalimán. Ambos objetos le recuerdan a su madre. Otro se sorprende con unos pequeños visores de fotos que parecen juguetes y se asemejan a los que tenía su abuela. Jenni está acostumbrada a ver estos momentos de identificación a lo largo de los recorridos. Dice que incluso sucede con los turistas extranjeros, aunque ellos suelen hablar más sobre recuerdos asociados a la vida rural y no tanto a productos culturales.
“Si hubiese sabido ayer que la visita era con Gabriel, no venía, aunque tuviera solo un pan en mi mesa”, ríe la guía ante las demoras. Sabe que las cámaras fotográficas implican que los estudiantes se demoran en cada punto del recorrido. Ellos ya comienzan a sentirse más cómodos y toman fotografías a todo, incluido a los vecinos, que en general aceptan ser retratados. “Vamos chicos, let’s go!”, les dice Jenni sin que le hagan mucho caso.
Hacia la zona rural
Jenni realiza menos explicaciones a medida que el grupo sale de la zona urbana. Las conversaciones se vuelven más informales y hasta familiares. “La guía enguayabada [con resaca]”, bromean algunos de los turistas de mayor edad. “Gabriel me hace mala fama”, responde ella entre risas. Su hijo, mientras tanto, también se acerca más a los visitantes. Va en hombros de uno de los estudiantes y se fascina con las cámaras. “¡Metralleta! ¡Metralleta!”, exclama mientras experimenta con el botón para tomar fotos.
La frontera entre lo urbano y lo rural se hace notar. Los turistas alegan que el entorno rural les hace sentir más cómodos para pedirles fotos a los vecinos. “Parece un pueblo”, afirman.
Jenni lamenta que cada vez queda menos ruralidad y reflexiona sobre el valor emocional que la naturaleza ha tenido para ella y los vecinos. Las personas de Ciudad Bolívar, que han tenido “una vida dura”, suelen buscar consuelo en el campo: “En mi adolescencia tuve muchos problemas familiares y me iba a la colina, al matorral, que era el cuarto secreto en el que me desahogaba”. Ahora ese lugar ya no existe porque está el Colegio José María Vargas Vila, al que van sus hijos.
Mientras el grupo sube la colina, aparece una volqueta con rastros de pintura blanca y azul. La guía pierde el control. Los estudiantes hacen contacto visual con el conductor y él para. Ellos acuerdan montarse y lo hacen en segundos. Jenni queda afuera y comenta al tiempo que los alcanza a pie que la escena no le sorprende. Enfatiza que los vecinos apoyan el turismo porque genera ingresos y mejora la imagen del barrio. “¿Qué tal mañana si la volqueta es una atracción turística y da dinero?”, explica.
Uno de los estudiantes de comunicación social, no obstante, es consciente de que el turismo comunitario tiene “dos caras”. Dice que los turistas y los periodistas deben tener cuidado de no romantizar la pobreza y no limitarse a un comportamiento “extractivo”. Para él, hay que interactuar sin meterse en los procesos de la comunidad. Jenni, en cambio, tiene una visión más tajante. No quiere que “pisoteen” su trabajo, que nace de lo que ha sufrido y superado en la vida. “Mi turismo no es para mostrar la pobreza y dar lástima, eso solo fomenta más pobreza. Es para salir adelante y mostrar la transformación de Ciudad Bolívar”, remarca.
Hay solo dos momentos en los que a Jenni se la ve tensa. El primero ocurre cuando uno de los alumnos mayores se queja de que un vecino lo confrontó mientras trataba de tomar una foto de un niño con el consentimiento de la madre. La guía explica que hay vecinos “recelosos” porque han tenido malas experiencias con oenegés que fotografían niños y “generan ingresos a través de la pobreza”. El segundo sucede cuando alguien pregunta por la lucha armada. Jenni se limita a reconocer que fue un problema, pero que “es una guerra que ya no existe”. Más tarde, confiesa que le molestan los visitantes obsesionados con la violencia. Afirma que le han tocado grupos que “pagaban por encontrarse a alguien con un arma”.
Jenni tiene cuatro hijos que mantener. El padre de tres de ellos falleció hace unos años. Se dedica todavía a la venta de dulces porque el turismo no es tan masivo como en la Comuna 13 de Medellín y no le alcanza para vivir solamente de los ingresos como guía. Pero afirma, al llegar a la Iglesia de Quiba, que es feliz con su trabajo: solo una vez le molestó un grupo porque era “amargado” y no se sumaba a sus bromas. Por lo demás, ha tenido buenas experiencias y no le importa no tener certificaciones como guía. “El mejor turismo es el comunitario, el que hacemos los vecinos desde el territorio”, concluye.
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