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Francia Márquez
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El problema no es el helicóptero

La vicepresidenta, que sabe muy bien en qué aguas navega, no duda en señalar reiteradamente el clasismo y el racismo detrás de las acusaciones

La vicepresidenta Francia Márquez
La vicepresidenta Francia Márquez en el Museo Fragmentos, en octubre de 2023.LUISA GONZALEZ (AP)

Desde su llegada a la vicepresidencia de Colombia en agosto pasado, Francia Márquez se ha enfrentado violencias de todo tipo, desde las suspicacias con las que se refieren a ella en medios de comunicación y redes sociales hasta intentos de atentados criminales en su contra, pasando por rumores, acusaciones falsas y los frecuentes ataques racistas. Todo esto la mantiene constantemente rindiendo cuentas y explicando hasta la saciedad lo que nadie que haya ocupado su cargo antes ha tenido que explicar.

En uno de los episodios más recientes, la vicepresidenta ha tenido que utilizar sus redes sociales para explicar las razones por las cuales se transporta en un helicóptero del Estado hasta la casa donde ahora vive su familia en Dapa, Valle del Cauca. Y es que cuando se supo del uso de este vehículo, la ola de críticas fue inmediata, en medio de la indignación por el aparente uso de recursos públicos con fines personales, el cuestionamiento de fondo parecía ser: ¿La austera vicepresidenta del cambio viajando en helicóptero hasta su casa? En un video de 23 minutos en su cuenta de Instagram Francia Márquez explica que, tras el hallazgo de una carga explosiva en la vía hacia su antigua casa, en Suárez, Cauca, la recomendación de los equipos de seguridad y del presidente Gustavo Petro fue que se movilizara en helicóptero para salvaguardar su vida e integridad.

Aclaradas las razones se esperaba que el revuelo perdiera fuerza. No, a pesar de sus explicaciones, la prensa y las redes insisten y escarban capciosamente el tema. En entrevista con Vicky Dávila, la vicepresidenta es convocada de nuevo a llover sobre el mojado de sus vuelos en helicóptero. Ante la reiteración su disgusto es notable. “De malas” le contesta a Dávila, y esta frase está siendo usada hasta lo impensable para oxigenar nuevamente el ataque.

El ataque sigue porque el problema no es el helicóptero. El problema es que ella es Francia Márquez y representa todo lo que siempre ha tenido vetado el acceso al poder en Colombia: es una mujer negra de izquierda y de origen popular. No se le perdona la osadía de posicionarse donde está gracias al voto ciudadano.

Sus detractores ejercen contra ella una violencia política cimentada sobre el robusto pensamiento clasista y racista de nuestro país. El capítulo del helicóptero es uno más dentro de una secuencia de agravios sin fin y exhibe el mismo patrón de polémicas anteriores y futuras —porque, sí, vendrán otras—: señalamiento, aclaración, reparo distractor e insulto racista-clasista. En ejercicio de esa violencia, la vicepresidenta es acusada una y otra vez, pero sale a dar explicaciones o desmentir la acusación; la cosa se aclara. Entonces, afloran el racismo y clasismo detrás de la acusación, ya no es cuestión de qué hizo o dejó de hacer, son sus maneras, su tono de voz, su estética, su peso, su vida personal.

La secuencia crece en un espiral de señalamientos que se va calcificando en el imaginario colectivo con dos objetivos. Primero, deslegitimar el proceso político de más de veinte años de la vicepresidenta, un valiente camino construido desde el activismo comunitario, ambiental y de defensa del territorio que contados líderes sociales han vivido para contar. Y, en segundo lugar, transmitir un mensaje ejemplarizante para otras mujeres negras en la escena política: esto es lo que le pasa a quienes se atreven a ocupar un lugar que no les corresponde. Vivimos en un país donde el poder institucional se asocia vanamente con el prestigio mientras se aleja de su natural función de servicio a la sociedad. En el lugar del activismo social, abiertamente marginado en Colombia, la figura de Francia parecía no molestar demasiado. Era, incluso, celebrada. Mientras fuera una voz “otra” estaba bien, pero irrumpir en la institucionalidad es otra cosa.

La vicepresidenta, que sabe muy bien en qué aguas navega, no duda en señalar reiteradamente el clasismo y el racismo detrás de las acusaciones. Entonces le lanzan nuevos dardos por “resentida”, por estar “llena de odio en el corazón”, por “polarizar” este país —al parecer, siempre armónico antes de su llegada a la poder—. Otros ataques, menos bélicos pero al servicio de la misma matriz violencia política-clasismo-racismo, toman el tono amable de un consejo para pedirle que se asesore mejor, que no sea tan ruidosa, que sea menos “pintoresca” en su estética, que se muestre agradecida por el “regalo” que le han hecho los colombianos al elegirla, que modere sus formas y mida sus gestos, que se comporte, por fin, como vicepresidente: incolora, muda, protocolaria y sin poder.

A la vicepresidenta le piden que se calle y ella desoye esas peticiones; sabe bien que llegó al poder con una agenda por cumplir. Y, aunque los ataques continuos la han quebrado hasta el llanto, insiste en enseñar que se trata de clasismo y racismo, no como repeticiones de autómata, sino como recordatorios necesarios de la razón que la llevó a transitar del activismo a la vida institucional: no acomodarse en el poder sino incomodar un sistema de administración y control del poder que siempre se ha asegurado de mantener al margen a quienes son como ella. Un sistema que ha ejercido en su contra también la violencia epistémica, que ha deformado su “Vivir sabroso” para hacer creer que se trata de casas lujosas, vuelos en helicóptero y excentricidades y no de la filosofía de los pueblos del Pacífico, de quienes reconocemos el extraordinario valor de poder permanecer en nuestros territorios con garantías ciudadanas plenas, sin poner el cuerpo ni apostar la vida en acciones tan simples como salir a visitar a nuestros familiares.

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