Codazzi, un ejemplo de la violencia silenciosa con la que el Clan del Golfo atenaza el caribe colombiano
Una serie de asesinatos, amenazas y panfletos tiene consternado a un pueblo del departamento del Cesar. Los habitantes viven en silencio y zozobra por el grupo criminal más fuerte de Colombia
El primer tiro perforó una palangana que cayó de la mesa y desparramó el agua en el suelo. El segundo alcanzó al menor de los ocho hijos de Liliana Quintero. Eran las ocho de la noche y la familia estaba recogiendo agua para el día siguiente. Enseguida, el hijo mayor encaró a uno de los tres sicarios encapuchados golpeándolo con una silla hasta que se resbaló y lo mataron en el piso de tierra. Con esos dos asesinatos, los de Ronaldo y Fabián Maldonado, subieron a 13 los homicidios cometidos este año por el Clan del Golfo en Codazzi, un pueblo del Caribe colombiano. Los pobladores saben que es un plan de extermino social.
Liliana tiene una expresión lánguida en su rostro cuajado de arrugas como el de una anciana. A sus 55 años tiene una pena muy grande: le han matado a cuatro hijos. El primero lo asesinaron ocho años atrás; el segundo, en junio del año pasado, y los dos últimos, Ronaldo, de 22, y Fabián, de 33, en abril de este año. Ellos se encargaban del sustento económico de Liliana, que llegó a Codazzi desplazada por los paramilitares a finales de los noventa. Levantó una covacha de barro en una zona de invasión y ahí terminó de criar a sus hijos.
—No he podido saber el porqué. Es una conduerma que tengo todos los días. Yo quisiera que se hiciera justicia —dice y se tapa la cara y llora.
El Cesar es el segundo departamento de Colombia que más produce carbón. Codazzi, uno de sus municipios mineros, deja cuantiosas regalías que no se ven reflejadas en obras para el bienestar público. Perros famélicos merodean las calles cundidas de baches. El hospital tiene el aspecto de un matadero abandonado: las paredes, con jirones de pintura desprendida por el exceso de filtraciones, bien podrían servir para representar una casa de terror. A los habitantes más privilegiados les llega el agua cada dos días, y a los menos, como Liliana, nunca. Codazzi fue conocida como “la ciudad blanca” por los enormes cultivos de algodón que la rodeaban y hoy ya no existen. A finales de los noventa llegaron los paramilitares y se convirtieron en un azote para la gente. Con una población de 67 mil habitantes, 51.204 son reconocidos por el Estado como víctimas del conflicto armado. La mayoría vive del campo, de cultivar principalmente café, y de la ganadería. Entre tanta violencia lo más visible en el pueblo son unas glorietas en la entrada que mandó construir el actual alcalde con un costo que ascendió a los 2.700 millones de pesos (700 mil dólares aproximadamente). No hay agua permanente ni un hospital bien dotado, pero sí monumentos para tomarse fotos.
El poder del que durante muchas décadas gozaron en la zona las guerrillas del ELN y las FARC palidece ante el crecimiento desmesurado del Clan del Golfo en el norte de Colombia. Ese ejército ilegal de crimen organizado es una congregación de bandas criminales entre las que figuran el Clan Úsuga, las Águilas Negras y Los Urabeños. Según el último informe de la ONG Indepaz, son más de 9.000 hombres en armas y 3.000 más en redes de apoyo en todo el país; es más grande que el ELN o las disidencias de las FARC.
En el Cesar, el Clan del Golfo comenzó a expandirse de manera silenciosa en plena pandemia, aprovechando la cuarentena. La Defensoría del Pueblo ha emitido cuatro alertas tempranas para exhortar a las autoridades a que adopten medidas urgentes para prevenir otro baño de sangre en este departamento. Desde la última, emitida en Codazzi en mayo, no ha habido más asesinatos, pero el Clan se ha hecho al control territorial, ha reclutado jóvenes, y hombres armados con pistolas y fusiles recorren el pueblo amedrentando a líderes sociales y asesinando a personas estigmatizadas.
El exterminio social fue una práctica común de los paramilitares y ahora lo es entre sus sucedáneos. Con ella buscan “imponer orden”, (un orden que no se sabe a quién obedece y sirve), un sofisma para justificar crímenes, aleccionar a la población e implantar el miedo. La mayoría de los asesinados son jóvenes pobres y marginados de los barrios periféricos bajo el señalamiento, sin pruebas, de estar inmiscuidos en actividades delictivas. Desde el año pasado ha aumentado una ola de asesinatos cuya marca común consiste en dejar rótulos sobre las víctimas, para que no queden dudas de la autoría. Al lado de los cadáveres, los sicarios han dejado cartulinas con mensajes escritos a mano: “AGC presente”, “Por rata”, “Por sapo” (delator), “Por drogadicto”. A un hombre asesinado le dejaron un letrero en el que lo señalaron de cobrar extorsiones a nombre del Clan del Golfo. Son los crímenes que, desde hace décadas, la degradación de Colombia ha llevado a llamar “limpieza social”.
Aunque desde los ochenta han sido cometidos asesinatos de este tipo, ahora preocupa su sistematicidad. La Defensoría del Pueblo cree que es una estrategia del Clan del Golfo para avanzar en su consolidación y expansión, porque les sirve para apuntalar una base social, “por un lado porque algunos sectores poblacionales tienden a ver con buenos ojos esos homicidios y, por el otro, porque se congracian con sectores latifundistas, afectados por el abigeato; de otro lado genera también en otros sectores, intimidación y miedo, tornándolos más vulnerables para su subordinación”, dijo a EL PAÍS un funcionario del Cesar.
En todo el departamento han aparecido panfletos con amenazas de más exterminio. En los de Codazzi se puede leer lo siguiente en el pasquín presidido por dos calaveras humanas: “Llegó el momento de hacer una nueva limpieza para todos los vendedores y fumadores de drogas, ladrones callejeros, violadores, patinadores de carro…”. Antes eran avisos lanzados debajo de las puertas, ahora son difundidos en las redes sociales. En otros “comunicados”, las Autodefensas Gaitanistas (un nombre que usan miembros del Clan del Golfo para autodenominarse) amenazan con asesinar a los que salgan después de las nueve de la noche. “Mataremos a todo aquel hijueputa que esté jodiendo en las calles” (sic), advierten. “Si las autoridades no van a donde están los ladrones, cuatreros, rateros, marihuaneros, nosotros iremos por ellos”, agregan. En otros carteles han amenazado con nombre propio a varios líderes sociales.
“El exterminio social tiene unos grados de consentimientos muy grandes”, explica Carlos Mario Perea, profesor del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad Nacional. Al experto en el conflicto urbano le preocupa la etiqueta de “limpieza social” porque crea la falacia de que se remueve “la suciedad” y termina legitimando a los asesinos. “Lo que resulta más complicado es la idea de que la limpieza social es buena porque nos libra de conflictos y de gente de muy mala calaña, y de reponer la justicia donde no está el Estado”, dice. El profesor explica que el exterminio persigue identidades que tienen alguna marca conflictiva y los actores armados lo usan porque saben que eso genera simpatía entre los habitantes. “El exterminio intenta regular la convivencia de una manera cruel”, dice Perea.
De acuerdo con la Defensoría, el cese al fuego convenido entre diciembre de 2022 y marzo de este año entre el Estado y el Clan del Golfo, fue “instrumentalizado para fortalecerse militar y financieramente en el territorio, lo que significó su violación reiterada”, con homicidios, exacciones económicas y patrullajes en áreas urbanas. En la zona de Codazzi el frente Francisco José Morelos Peñate se fortaleció con armamento, recursos logísticos y hombres, algunos de ellos venidos desde Córdoba y Urabá, la retaguardia y base de expansión de los paramilitares de fines del siglo pasado.
Miedo y más zozobra
Dairo Bayona tiene callos en los nervios con tantas amenazas. Ser líder social en Colombia es vivir al vaivén de los criminales. Bayona tiene 37 años y es precandidato a la alcaldía de Codazzi, municipio del que ha tenido que desplazarse varias veces por las amenazas. La más reciente fue por teléfono. Lo llamó quien se identificó como “comandante Aníbal Guerrero” para ponerlo al corriente de sus “servicios obligatorios de seguridad” a través de “carnets” que están entregando a la población. Le informó que han estado haciendo reuniones con los presidentes de Juntas de Acción Comunal con miras a las elecciones locales de octubre. Cuando Dairo le dijo que no le interesaba la “oferta”, en grabación que tiene este periódico en su poder, Guerrero lo amenazó:
—Los problemas no van a ser para mí, van a ser para usted, y trate de cuidarse mucho. Cada quien se labra su propio destino. Si usted es una persona inconforme con nosotros aquí en esta zona, (…) así mismo vamos a ser con usted. Si toma la decisión de cerrarnos las puertas a nosotros, no nos las está cerrando a nosotros, se las está cerrando a usted mismo.
Un mototaxista que ha visto los hombres armados confiesa su miedo al prestar sus servicios en el pueblo. Hace poco lo detuvo un señor en la calle y le pidió que lo llevara a una finca, a siete kilómetros del pueblo. El mototaxista aceptó, con la condición de que el camino tuviera pavimento. El hombre se subió y, cuando ya se habían adentrado a la zona rural le anunció:
—Yo soy el que mata aquí, yo mato al que sea, pero tranquilo, siga, que nosotros estamos bien.
El mototaxista quedó horrorizado y continuó el camino hasta que llegó a una finca repleta de hombres armados. En los barrios periféricos nadie se atreve a salir después de las ocho de la noche. Él ha dejado de trabajar en las noches. “La gente escucha hablar de las Autodefensas y le tienen más miedo que al diablo”, dice.
Otro habitante que pide la reserva de su nombre cuenta que los ha visto bebiendo alcohol, uniformados de negro, con las insignias “AGC”. En un panfleto que le llegó a su teléfono anuncian que comenzarán a cobrar un impuesto a los comerciantes “por la causa de las Autodefensas”. Son lógicas calcadas de las que se vivieron hacia el cambio de siglo.
A finales de los noventa, miles de personas fueron desterradas por los paramilitares. Miguel Ricardo Serna fue una de ellas. Luego lideró un proceso de restitución de tierras, pero no logró que le restablecieran las suyas. “Antes sembraba, pero ya no tengo tierra ni en las uñas”, dice. El mediodía arde como brasa en Codazzi. Sentado a la puerta de la calle, varias gallinas merodeando, Miguel, de 63 años, cuenta que vive amenazado, se ha tenido que desplazar varias veces y, como no recibe un peso por su liderazgo social, se rebusca en oficios varios: es partero, auxiliar de enfermería y rezandero. Reza los animales enfermos y los muertos. Hace pocos días estaba, rosario en mano, rezando en un velorio de una señora cuando de repente escuchó unos disparos: mataron a un joven en frente. Terminó los responsos y cruzó la calle para rezar al nuevo muerto. Recientemente recibió una llamada del Clan del Golfo en la que lo insultaron, lo declararon “persona no grata” y le ordenaron desalojar el departamento en 24 horas. Pero no tiene a dónde ir. “Solamente con verlos en el pueblo ya uno se siente revictimizado. Estamos sumergidos en un terror”, dice.
Ómar Benjumea, alcalde de Codazzi, subestima el tamaño y la capacidad del Clan del Golfo. “Mi posición es que el Clan del Golfo no tiene una base social ni una incidencia como lo quieren hacer creer”, dice en entrevista telefónica con EL PAÍS. Afirma que la alerta temprana de la Defensoría “ha perjudicado mucho” al pueblo porque fortalece al grupo criminal. Si bien hay patrullajes en la zona, no cree que haya una célula instalada, sino que es una presencia incipiente. Ha visitado las fincas donde los pobladores aseguran que están los hombres armados, pero ni la Policía ni él los han visto.
La Fiscalía del Cesar reveló que el alcalde Benjumea tuvo entre su escolta a un expolicía que pertenecía presuntamente al Clan del Golfo. El expolicía Luis Miguel Mercado fue capturado por concierto para delinquir con ese grupo criminal. Aunque Benjumea niega que haya sido su escolta, reconoce la amistad con él y dijo que el hombre solo lo acompañaba en sus desplazamientos, pero no tuvo un cargo como tal. En un periódico local, el alcalde dijo que el expolicía Luis Miguel Mercado le daba consejos institucionales, afirmación que ahora niega. El líder social Dairo Bayona ha solicitado a la comisión de seguimiento de la Defensoría que se investigue al alcalde por sus presuntos vínculos con este grupo criminal.
En un municipio con tanta pobreza y violencia, vivir es una lucha trágica constante. El Estado pareciera no existir. Liliana Quintero, hoy sin sus cuatro hijos, desplazada y sin ninguna ayuda psicosocial ni económica, necesita respuestas para mitigar su dolor. Lo mismo otra docena de familias víctimas. En su choza de barro, a punto de caerse, Liliana siente que la justicia en Colombia es solamente una palabra. Casi nunca llega.
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