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Monarquía
Columna
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El Asunto (parte uno)

Aprovechando los dos lunes festivos que sucederán a la Nochebuena y la llegada del Año Nuevo, me tomo una pausa del mundo político-corrupto-delincuencial-colombiano para alejarnos hacia un país que no existe y una historia que nunca ocurrió con esta ficción en dos partes que nada tiene que ver con la Navidad.

Campana de Navidad
Campanilla de porcelana.DEA / G. CIGOLINI (De Agostini via Getty Images)

Llevaba casi 30 años atesorando ese que fue su último deseo. Lo sabían unos pocos: su consejero más cercano, que a estas alturas era el último amigo que le quedaba; su difunto marido, el avejentado hijo con dedos de salchicha, quien muy a su pesar debía sucederla; y los últimos seis o cinco primeros ministros. Sobre estos últimos ya no podía recordar bien a cuantos y a cuáles había confiado el gran secreto, pues su memoria venía fallando desde aquel incidente que la mantuvo un par de días en el hospital. Tenía presente que no eran pocos pues era consciente de la agobiante e interminable crisis nacional que había convertido ese cargo en una especie de hazmerreír global con una rotación más alta que los menús en sus palacios reales. Por eso le parecía fascinante, en medio de la catarata de problemas -y supuestas soluciones- que siempre venían a inventariarle, plantear El Asunto en aquella primera audiencia en la que los recibía recién eran nominados oficialmente por el Parlamento y que pomposamente llamaban “el besamanos”.

Para ella El Asunto era algo que la hacía sentir joven y poderosa otra vez. Ansiaba ver la reacción de cada nuevo jefe de gobierno luego de escuchar esa larga exposición cargada de referencias históricas y recuerdos personales con la que como un joyero iba puliendo la que ella creía iba a ser la piedra preciosa final de su paso por la Corona. Su consejero la acompañaba siempre en esa última parte de la reunión que arrancaba cuando ella sacudía una fina campanilla de porcelana celeste y blanco ubicada junto al maltrecho timbre con el que por tradición llamaba a los valets quienes al abrir la puerta hacia el gran pasillo verde marcaban el final de cada audiencia e indicaban el camino de salida de su invitado de turno.

Apenas sonaba el tintineo de la porcelana firmada Tsuji, regalo de un antiguo embajador de un país cuyo nombre le generaba escalofrío, una puerta falsa se abría detrás de lo que simulaba ser un generoso bar, repleto de botellas de ginebra y whisky, y se desplegaba una inesperada y extravagante comparsa. Primero, el viejo consejero entraba a toda velocidad cargando un antiquísimo caballete de pintura, detrás de él un ayudante traía bajo el brazo una serie de afiches sobre cartón dignos de una presentación de agencia publicitaria de la década de 1950 y enseguida otro ayudante dejaba sobre una mesita auxiliar estilo imperio una vieja grabadora de casete. Los ayudantes entraban raudos y se retiraban de inmediato. El viejo amigo y consejero se quedaba en el gran salón de Estado organizando los afiches sobre el caballete que había ubicado a 35 centímetros (no más, no menos) junto a la silla en la que ella permanecía impávida esbozando una media sonrisa y mirando directamente a los ojos al primer ministro novato.

Había cierto morbo y mucho de teatralidad en toda la puesta en escena. Ella sabía bien que, aunque esa era una reunión protocolaria en la que nada sorprendente podía ni debía pasar, el inesperado instante tras la campanilla albiceleste cambiaba toda la situación. De un momento a otro ella dejaba de ser la real notaria de un habitual cambio de gobierno y se convertía en un omnipotente monarca capaz de una venganza múltiple con alcance internacional, tal y como lo hacían sus antepasados. El plan lo podría explicar gracias a esos afiches, que contenían unos mapas y unas viejas fotografías, y un viejo casete de audio que ya estaba listo en la grabadora. El primer cartón que se dejaba ver sobre el caballete decía en grandes mayúsculas negras sobre un fondo ya no tan blanco “EL ASUNTO”. Nada más.

—Necesito que escuche esto.

La expectativa ante la revelación de un alto secreto de estado siempre llevaba a que los curtidos políticos abrieran los ojos como si por entre los lagrimales fuera a entrar el sonido. Los primeros segundos de silencio luego de que el consejero apretaba el botón que daba inicio a la reproducción del casete incrementaban la tensión que de un momento a otro se veía interrumpida por el sonido de una guitarra eléctrica y una música y el canto de un hombre en una lengua extranjera.

Ninguno de los primeros ministros que enfrentaron la situación supo qué hacer. Había algo surreal en todo El Asunto. El gran salón de audiencias con los viejos retratos al óleo de la familia real, los adornos y objetos considerados tesoros de la nación, la gruesa alfombra, el reluciente papel de colgadura, la centenaria lámpara de cristal, el caballete, el viejo consejero, Su Majestad y, de repente, esa rara melodía foránea que resultaba como encontrar un pañal usado dentro de la bóveda de un banco. Para no desentonar, unos siguieron el ritmo con la rodilla mientras bamboleaban la cabeza de un lado a otro. Otros dejaron quieta la cabeza y solo abrieron más los ojos dirigiendo sus pupilas hacia la derecha y hacia la izquierda pensando que esto confirmaba el rumor de que la monarca ya estaba senil. Sólo hubo uno que identificó lo que sonaba como una canción en español y trató de interpretar el mensaje oculto. Al final el desconcierto resultó mayor cuando quiso entender el trasfondo político en esa letra que decía algo así como “voy a salir a caminar, aunque es muy grande la ciudad”. El consejero detenía la grabadora.

—¿Sabe lo que es?

Todos quedaban en blanco.

—Al final va a entender.

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