Los jardineros de corales que vuelven a colorear el fondo marino del Caribe colombiano
Más de 200 pescadores cambiaron la caña por la tarea de recuperar arrecifes. Ya han cultivado más de 850.000 fragmentos para sanar el ecosistema marino
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Frente a Jerson Enrique Granados Morales hay dos baldes azules llenos de agua salada, una maraña de cuerdas verdes y amarillas y cientos de diminutos corales Acropora cervicornis, conocidos como cuerno de ciervo o deditos, por su forma alargada y delgada. Apoyado en una banqueta, este antiguo pescador trenza estos pedacitos a toda velocidad entre los hilos mientras explica que esta es una de las fases de reproducción de la especie. La enorme hilera descansará hoy mismo en una “guardería” de corales en el fondo marino. Ocho meses después, medirán entre 10 y 15 centímetros y estarán listos para su trasplante final en las profundidades del océano. “Ahí ya solo trabaja la naturaleza, dejando que crezcan y vuelvan a llenarlo todo de colores”, dice sin apartar la vista de su tarea. “Nosotros les ayudamos a que el proceso sea más rápido”.
Hace dos años, Granados no conocía con tanto detalle cómo optimizar la reproducción de los corales. Él era pescador, uno de los pocos que no creció viendo a los hombres de su familia pescar. Ni su padre, ni sus tíos, ni sus hermanos se dedicaban a la faena pero había algo del salitre y la soledad de la barca que lo llamó hace 25 años. Durante más de dos décadas, se alió con el arpón y el nailon y recorrió toda la costa de Santa Marta, en el Caribe colombiano, en busca de mojarra, róbalo y pargo. “Ganaba lo necesario para subsistir”, recuerda en esta banqueta del Acuario El Rodadero, frente a la Playa Inca Inca, una bahía de arena blanca que conquista a los turistas de todo el mundo. “Antes había más de todo: más peces y más corales. Muchos más. El fondo marino estaba lleno de color y de vida. Hoy hay pocos y están pálidos”, cuenta. La competencia en alta mar y las ganas de servir a su ciudad natal hicieron que dejara la pesca, sin tener que renunciar a los dedos arrugados. Desde hace dos años, carga con orgullo el título de jardinero de corales y trabaja restaurando y multiplicando varias especies. Granados y otros cuatro compañeros tienen un objetivo ambicioso: dejar el océano “tan bonito como cuando era pequeño”.
Cuando este hombre de tez y ojos morenos dice que los corales están pálidos, se refiere a un mal que está azotando prácticamente todos los corales del mundo: el blanqueamiento, el último respiro que dan antes de morir. Esta dolencia tiene que ver con la intromisión nociva de los humanos y con las características fascinantes de este animal.
Los corales son considerados animales porque no son capaces de producir su propio alimento en su totalidad. Si bien estos cuerpos sacan sus tentáculos en la noche para cazar zooplancton, su nutrición diurna depende de la simbiosis con el alga zooxantela, responsable además de proveer de colores al arrecife. Cuando el coral se estresa (por el aumento de la temperatura marina, contaminación del agua o la sobrepesca), expulsa esta alga, pierde su alimento y, paulatinamente, su color. Por ello, el blanqueamiento es señal de que está a punto de morir.
“La única forma de revertir este mal sería si las condiciones que le provocan el estrés cesan”, explica Juan Pablo Caldas, director de Sostenibilidad Recursos Marinos y Pesqueros del Programa Océanos, de Conservación Internacional Colombia. “Pero hacía muchos años que el agua del mar no se calentaba de manera tan sostenida en el tiempo. Es por ello que el coral no tiene capacidad de reponerse y muere”. Según el último informe de la Red Mundial de Vigilancia de los Arrecifes de Coral (Gcrmn), entre 2009 y 2018 se perdió aproximadamente el 14% del coral del mundo. Esto equivale a unos 11.700 kilómetros cuadrados, más que todo el coral vivo de Australia. Las previsiones de Naciones Unidas tampoco son nada halagüeñas: entre un 70% y un 90% de estos ecosistemas estarán extintos o próximos a estarlo para 2050.
Granados y Smith Urieles comen un helado después del turno, tras ceder el testigo a los otros compañeros. Es junio y el calor derrite la crema de vainilla por los costados del envoltorio. Diana Tarazona, bióloga y coordinadora en campo del proyecto de corales, bromea con ellos y supervisa las hileras que están listas para la guardería. En el acuario están a cargo de dos de ellas y de un pequeño laboratorio que busca optimizar el método de reproducción sexual de estos animales. “Los jardineros son muy valiosos por el conocimiento innato que tienen de la zona. Son nuestros ingenieros y nuestros técnicos de restauración. Y están muy vinculados al proyecto”, dirá minutos después en su oficina, mientras abre una caja llena de medicamentos para los animales del acuario a los que también cuida. “Lo que hay es trabajo”, añade entre risas. “Pero es parte de un todo. Preservar el fondo marino no son acciones aisladas”.
Los jardineros de Santa Marta son parte de un programa mucho mayor conocido como Un millón de corales. La iniciativa, cofinanciada por el Ministerio de Ambiente de Colombia y Conservación Internacional Colombia, busca restaurar 200 hectáreas de arrecife coralino de la costa pacífica y caribeña, con el fin de aumentar la cobertura de coral vivo del país y volver a teñir de colores el fondo marino. Junto a organizaciones y corporaciones locales, miembros de la comunidad, biólogos marinos y técnicos, llevan dos años batallando contra el blanqueamiento de estos animales en 12 localidades de las islas del Rosario, San Bernardo, Santa Marta, Chocó, Cauca y el archipiélago de San Andrés. En esta última ubicación se encuentran el 77% de los corales colombianos.
Colombia es un país estratégico en el pulso contra el blanqueamiento. Solo en la costa caribe habitan más de 115 especies de corales pétreos (son los más duros y los que sirven de estructuras sobre las que se cimientan los demás) y unos 20 en el pacífico. En los años 90, la variedad con la que trabajan Granados y los demás jardineros prácticamente quedó extinta, por las condiciones climáticas y, sobre todo, por la pesca con dinamita, una práctica muy común que recuerda a la perfección Urieles, de 39 años: “Muchos pescadores usaban pólvora para matar a los peces, se llevaban los más grandes. Yo nunca me atreví, porque la dinamita mató a un tío mío pescador. Le cogí mucho miedo y solo pesqué con red”. Esta técnica tan habitual destruía cientos de arrecifes, sobre todo los que son de poca profundidad como estos deditos. De ellos, sobrevivieron apenas el 10%.
“No funcionaría sin las comunidades”
Para Caldas, de Conservación Internacional Colombia, la pérdida de estos ecosistemas es “terrible”: “Por un lado, por su enorme biodiversidad y, por otro, porque son una valiosa barrera contra la subida del nivel del mar. Los arrecifes coralinos protegen las costas. Son imprescindibles”. Además, aunque los corales solo cubren el 0,2% del fondo marino, sustentan al menos el 25% de las especies y son la base de la economía de miles de poblaciones costeras alrededor del mundo. Según la ONU, de ellos viven más de 500 millones de personas.
La clave del proyecto, para Caldas y para Fabio Arjona, director ejecutivo en Conservación International, son las comunidades. “Involucrarlas no fue una opción que barajamos al darle forma al proyecto. Fue un requisito sine qua non. Ellos son los principales afectados y los que más pueden contribuir a la restauración. Que ellos vivan de esto es un ejemplo de que la ‘economía azul’ es una alternativa y un gran generador de empleo”. El proyecto a nivel nacional cuenta con más de 200 jardineros que cobran un salario mínimo mensual (unos 200 euros).
Convencido de esa misma idea, CAF-banco de desarrollo de América Latina y el Caribe decidió invertir 125.000 dólares en este proyecto en Santa Marta. De esta cantidad, 80.000 serán destinados a impulsar el laboratorio del acuario, que pueda alentar la laboriosa tarea de la reproducción sexual de los corales. Esta ocurre apenas una vez al año, cuando los corales liberan un sinnúmero de gametos al agua que se unen y forman larvas (plánulas) que navegan por el mar hasta asentarse en el fondo y comenzar un nuevo arrecife. Dado que una gran parte de estos gametos se pierden en el camino, la tarea de los biólogos es optimizar el proceso natural para que en esa única noche de desove, el porcentaje de éxito sea mucho mayor. David M. Hudson, director científico de la Fundación CIM Caribe, dice que es como tener hijos. “La precisión a la que estos corales se sincroniza es increíble. En Santa Marta, por ejemplo, suele ser en agosto, entre las 8.45 y las 9.20 de la noche. Vamos una noche y otra y otra y no siempre hay desove. Pero cuando los recolectamos, pasamos al menos una semana sin separarnos de ellos día y noche. Sí, es como tenerlos en la cuna”.
Si bien la reproducción asexual suele ser más fácil y económica, nadie quiere renunciar a la biodiversidad y la riqueza originaria del lugar. Los nuevos individuos producidos por medio de las técnicas sexuales de las que se encarga Hudson darán lugar a variedades más resistentes contra el cambio climático. “Son importantísimas”, dice. Tarazona, por otro lado, sabe que los tiempos en la restauración son tan lentos como vitales. “Estamos poniendo nuestro granito de arena”, dice. Ella y todo el equipo de técnicos y jardineros están logrando que los océanos sanos y coloridos no sean solo el recuerdo de infancia de Granados.
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