La odisea embarrada de los chicos que se perdieron en Monserrate
Los hermanos Valentina, Santiago y Johan Sebastián Rodríguez son tres de los diez adolescentes que, entre el 17 y el 18 de diciembre, duraron casi 30 horas desaparecidos en los cerros orientales de Bogotá
Valentina, Santiago y Johan Sebastián Rodríguez son tres de los niños que, hace dos semanas, tenían a Bogotá en ascuas. Formaban parte de un grupo de 10 adolescentes que durante más de 24 horas se perdió en Monserrate, la icónica montaña en los cerros orientales de la capital. Fue una experiencia difícil, angustiante. Caminaron por horas cubiertos de barro y lluvia, en bosques casi vírgenes. Algunos de los chicos terminaron deshidratados y con hipotermia. Con la odisea en el retrovisor, los Rodríguez ven la cara divertida de lo que pasó. “Nos hicimos virales”, admiten entre risas. Juntos, en la casa de su abuela en la localidad de Kennedy, vigilados por su papá, Ómar, y sus dos gatos ―que desesperadamente quieren participar de la entrevista―, lo recuerdan todo: lo bueno, lo malo y lo chistoso.
El domingo 17 de diciembre salieron de casa a las 6.30 de la mañana. El plan era subir Monserrate, bajar un rato al río San Francisco, detrás de la cima, y volver a Kennedy antes de que cayera el sol. En el camino se encontraron con siete amigos de su escuela de fútbol y se subieron juntos al Transmilenio. El plan estaba en marcha. Llegaron a la montaña a las nueve, cuentan, y empezaron la caminata. “No era la gran cosa. Todos íbamos en sudaderas, sacos y teníamos toallas y ya”, relata Valentina, de 16 años. “¿Cómo íbamos a pensar que nos íbamos a perder?”, agrega su hermano Johan Sebastián, de 14.
En la subida se tomaron toda el agua que habían llevado. Después de exactamente una hora y un minuto, según el cronómetro que puso Valentina, llegaron a la cima. No estuvieron mucho tiempo, unos 20 minutos, calculan. Revisaron las docenas de comercios, notaron que había una misa en la iglesia y caminaron al fondo del pico, donde encontraron unas rejas y una pancarta que decía Salida de emergencia.
Un amigo dijo que si pasaban por debajo, podían llegar rápidamente al río. Había un camino, ya lo había tomado, aseguraba. Los chicos dicen que le preguntaron a un señor si se podía salir por allí. Les contestó que sí. “Bueno, está bien”, decidieron. Entonces, uno por uno, se pasaron por debajo de la reja y empezaron a caminar por detrás de Monserrate, rumbo al río que tanto deseaban conocer. No sabían que se estaban metiendo en su propia pesadilla.
Los diez empezaron a bajar la montaña. Seguían un sendero embarrado, muy difícil de caminar. “Como íbamos molestando, no pusimos tanto cuidado”, recuerda Santiago, el hermano mayor, de 17 años. El fango los hacía caer, pero se levantaban, se reían y seguían. “Ya éramos cochinos, literal”, dice Valentina. A medida que se iban metiendo al bosque, la voz del sacerdote que oficiaba la misa se iba alejando. Los carros también se oían menos. No le dieron mucha importancia.
Tras casi una hora de bajada empinada, se toparon con unas señales que indicaban cómo llegar a una cascada. “El río debe estar por ahí”, pensaron. Encontraron un salto pequeño, y sabían que cerca había otro más grande. Descendieron la montaña durante unos 40 minutos más. El sendero de a poco se iba desapareciendo, haciéndose más salvaje. Todo se había enredado; algo no estaba bien. Sin que se dieran cuenta, ya era la 1.30 de la tarde. Llevaban más de dos horas en el bosque y no tenían señal de teléfono, agua ni comida. “Ahí fue cuando nos dimos cuenta de que estábamos perdidos”, recuerda Santiago. La odisea apenas empezaba.
Angustiados, necesitaban un plan. Sabían que no podrían volver a subir, sería demasiado difícil en un cerro tan escarpado. A Santiago se le ocurrió la idea de mirar el mapa de su celular. No podía conectarse al internet ni hacer llamadas, pero al estudiarlo bien, vio que no estaban tan lejos de la vía a Choachí, un pueblo a unos 50 kilómetros de Bogotá. Allí estarían a salvo. “Podríamos pedir un taxi para volver a casa”, recuerda que pensó.
Comenzaron a caminar en dirección a esa carretera, o al menos eso pensaban. “El bosque jugaba con nosotros”, rememora Valentina. Se trepaban por árboles caídos y pasaban por debajo de otros. Tenían que crear su propio camino entre las ramas. Finalmente, a las 4.30, encontraron el río, pero cortaba el paso para llegar a la vía. Decidieron cruzarlo. El agua era helada y el cauce profundo, les llegaba hasta el pecho, relatan. No volvieron a estar secos en toda la travesía.
Valentina se estresó mucho y se puso a llorar. Su mamá debía estar muy asustada, pensaba. Además, se estaba haciendo de noche y el cielo no pintaba bien. “Uno conoce el clima. Tenía cara de llover”, cuenta Santiago. Solo les quedaba batería en dos celulares, que usaban para alumbrar el camino. “Los árboles cogían toda la luz”, recuerda Johan Sebastián. Tendrían que parar.
Lograron subir un poco la montaña y encontraron el sitio plano donde pasar la noche. El espacio era pequeño; apenas cabían los diez. Sentados ahí, a su izquierda veían la ciudad y en frente suyo estaba Monserrate, donde había empezado todo. En un golpe de suerte, por fin les entró señal al teléfono. No tenían datos, pero pudieron llamar al 123.
Tuvieron que hacer varias llamadas porque los operadores no les creían. “Nos dijeron que llamáramos cuando necesitáramos ayuda de verdad. Que no hiciéramos bromas”, recuerda Santiago. En la cuarta llamada, el hermano mayor por fin pudo relatarles su mensaje: estaban perdidos en Monserrate y necesitaban ayuda. El operador lo tomó en serio y le avisó que había puesto a los bomberos al tanto. Comenzaba la búsqueda, pero los chicos no pudieron mandar su ubicación porque no tenían datos. Santiago colgó la llamada y, casi al instante, se apagó el celular. Eran las ocho de la noche.
Sin agua, comida ni luz, los chicos estaban desesperados. A Valentina se le ocurrió una idea para levantar los ánimos: “Como estábamos en los días de novenas, les dije que rezáramos juntos. Yo sabía que Dios nos iba a escuchar”. Lo hicieron. Luego, pasaron un rato cantando villancicos y se acostaron, los diez acurrucados, temblando, intentando aguantar el frío y no perder la fe.
Esa noche hubo una tormenta poderosa. Los hermanos recuerdan que los truenos y rayos los despertaron. En algún momento, escucharon caer un árbol en la distancia. Se construyeron un techo de hojas y se cubrieron las caras con sus toallas para salvarse de los bichos. “Había muchos mosquitos”, lamentan.
Cuando finalmente dejó de llover y salió el sol, todos se despertaron. Estaban mojados, cubiertos de barro y tenían mucho frío. Decidieron dejar el plan de llegar a la vía a Choachí y, en su lugar, bajar siguiendo el río. Estaban cansadísimos, pero no les quedaba otra opción. Se pusieron a caminar.
Esta vez tuvieron más suerte. Tras unas horas de bajada escucharon un grito. Era la tía de uno de ellos, que hacía parte de un grupo de familiares que había salido a buscarlos. Los jóvenes le respondieron. “¡Estamos acá!”, gritaron. Pero nunca más volvieron a oír esa voz. Continuaron su descenso, ya un poco más animados; la ayuda estaba llegando.
El camino seguía muy difícil. No había sendero y el barro llegaba a las rodillas. De repente, escucharon el sonido de propulsores en el cielo. Un helicóptero de la Policía volaba por encima de ellos. Emocionados, decidieron subir un poco para que los pudieran ver. Ya no tenían fuerzas. A Valentina le dolían mucho las piernas. “Estábamos mal, mal, mal. Pero no me iba a rendir. Decía ‘tengo que seguir por mi mamá. Para que ella sepa que estamos bien”, rememora.
Entonces escucharon un silbido. Se callaron y esperaron. Sonó otro, muy cerca. Empezaron a gritar con todas sus fuerzas: “¡Ayuda! ¡Ayuda!”. De golpe, Santiago vio la cabeza de un hombre. “Por aquí”, gritó de nuevo. El señor volteó y los miró, recuerdan. Era un militar. Se acercó y los chicos vieron que su apellido era Espejo. Les dio unos dulces. Por fin estaban a salvo. Celebraron con un selfie.
Media hora más tarde, los diez habían bajado la montaña con la ayuda de los bomberos y la Fuerza Pública. Algunos llegaron caminando, otros cargados. Mientras descendían les dieron comida. “Coca Cola, banano, queso, bocadillo, suero, pan, liberales, un Chocorramo”, recuerdan los hermanos. Todo un banquete. Una vez abajo, les hicieron exámenes médicos y los llevaron al Hospital San Ignacio. Eran las cuatro de la tarde del lunes, casi 30 horas después de que se metieran por debajo de las rejas.
El martes, luego de una estancia en el hospital, los tres hermanos por fin estaban juntos en casa. “Fue una tranquilidad increíble después de toda esa tragedia”, recuerda Santiago. “Yo miré la casa y dije ‘¡Dios mío, gracias!”, agrega Valentina. Ese día, Santiago y Johan Sebastián salieron a comprar a una tienda del barrio. Sueltan una carcajada al recordar lo que les pasó allí. Cuando entraron, los trabajadores los miraron y dijeron: “Ay, mira, los que se perdieron”. Les había llegado la fama.
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