El ministro y la ira: la economía en 2026
Un panorama hipotético de cómo estarían las finanzas colombianas en dos años, si el Gobierno continúa con sus posturas. El pronóstico no es alentador, pero aún hay margen de maniobra
¿Qué tan mal puede estar la situación económica para agosto de 2026? ¿Adónde podemos aterrizar si la economía sigue postrada como está, el Gobierno no cambia de actitud frente al sector privado y se dispara el gasto populista y el descontrol presupuestal?
Tal vez la mejor forma de responder sea mirar la historia de las pasadas debacles económicas, y comparar lo que sucedió entonces con la situación actual.
Las dos mega-crisis económicas de los últimos 50 años tuvieron un origen similar. Un Gobierno sintió que estaba justificado para gastar muy por encima de sus posibilidades. El Banco Central fue alcahuete y emitió. Las familias y las empresas veían que los bancos les prestaban con generosidad para comprar casa, carro y moto a las primeras; y ampliación de planta y contratación laboral a las segundas.
En medio de la euforia compartida por Gobierno, bancos, familias y empresas, llegó de repente una mala noticia proveniente de la economía mundial. La gente hizo cuentas y supuso que entre el Gobierno, el Emisor y los bancos privados habían inundado de gasto y liquidez a la economía, y que esa liquidez tal vez era mejor convertirla en dólares de inmediato, antes de que el precio del dólar se disparara.
Justo eso generó una estampida para deshacerse de los pesos y comprar dólares. La devaluación fue el primer síntoma de que algo grande y perverso se avecinaba. El Emisor y de contera los bancos debieron de un día para otro subir las tasas de interés para intentar que la gente mantuviera su plata en pesos y en depósitos, en lugar de pasarse masivamente a dólares.
Esa subida de tasas de interés reventó la burbuja de euforia y crédito de las empresas y las familias. El crédito se secó drásticamente. Las empresas no pudieron renovar sus líneas para pagar un crédito con el siguiente. Sus ventas cayeron, muchas entraron en problemas y quiebras y despidieron gente.
Las familias se vieron a gatas para cubrir sus deudas hipotecarias y de consumo, cuyos intereses subían de manera súbita. Empezaban a perder sus casas y los bancos a llenarse de créditos en mora. Algunos bancos se quebraban, muchas empresas se quedaban ilíquidas, el desempleo subía, y el Gobierno y el Emisor veían cómo un incendio que ellos habían creado se propagaba. Ambos culpaban a la mala noticia del exterior.
Recordemos las crisis internacionales que sirvieron de disparador. En los años ochenta fue la subida de tasas de interés de la FED del señor Paul Volcker, que desató la crisis de la deuda latinoamericana, cuyo primer descalabro fue México. En la crisis de fin del siglo XX fueron Argentina y Rusia los que prendieron el fuego internacional.
Esta narrativa aplica a lo sucedido en dos crisis inmensas de Colombia, una en 1981-1984, durante los gobiernos de Turbay-Betancur, y otra en 1997-2000, en los gobiernos Samper-Pastrana. La ironía en ambos casos estuvo en que el Gobierno causante terminó su período justo en el momento o poco antes de que estallara la crisis.
Volvamos al presente para señalar las diferencias y qué podría pasar. El Gobierno de Petro tiene las cuentas complicadas para 2024 y 2025, por una inclinación a gastar más de lo que tiene. Las solicitudes desmesuradas a su equipo económico llevaron a la salida del director de Planeación Nacional, Jorge Iván González, y de la directora de Presupuesto del Ministerio de Hacienda, Marcela Numa.
La diferencia crucial es que hoy el Banco Emisor no le puede prestar al Gobierno, salvo en condiciones muy restrictivas, y tiene prohibido el crédito de emisión para los privados. En buena hora la Constitución colombiana dejó limitaciones de hierro en lugar de la blandura de los banqueros centrales que debían sus puestos a los presidentes de turno. Otra diferencia es que las familias y las empresas ya están sufriendo los rigores de la sequía de crédito y la subida de las tasas de interés.
En el presente hay una especie de “explosión económica controlada”, para usar la expresión de uno de sus exministros, Alejandro Gaviria. Es decir, la crisis de 2026 empezó en 2023, dado: 1) la batalla del Emisor contra la inflación; 2) el que la tasa de cambio cumplió un ciclo completo de devaluación acelerada hasta 5.000 pesos por dólar y desinfle a menos de 4.000; 3) la destorcida del boom de crédito familiar, que dio paso al desánimo de las familias para comprar; 4) el desgano de los empresarios para invertir; 5) el cambio de actitud de los bancos para prestar; y 6) la incertidumbre alimentada por un presidente anti-empresa-privada. Esos seis factores trajeron una economía comatosa.
Para gastar Petro ha acudido a tres ideas: cogerse la plata de la salud y las pensiones, pero el debate ha sido feroz. Una nueva tributaria, que hundiría aún más en el fango a la economía. O desfinanciar proyectos que vienen de atrás y coger la plata vía “partidas globales”. Ninguna ha prosperado.
El ministro Ricardo Bonilla conoce el predicamento incómodo en que está, con un presidente al que no se le puede decir que no, a riesgo de ser tachado de neoliberal, uribista, facho o quién sabe qué otras lindezas. La salida de los cargos de las personas con experticia en temas económicos augura que arriesgaría mucho al decirle la verdad al jefe. El margen de maniobra es poco. La furia del presidente no perdona. La de los mercados tampoco.
Hay otra vía, consistente en reactivar la economía privada de manera que llegue reanimada y sólida al 2026. Pero para eso el presidente, su filosofía y sus reformas deben cambiar. El cambio debe cambiar.
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