Érase una vez la Gloria
‘Narrar la gloria’, un relato museográfico que se exhibe en la Sala de Arte Bancolombia, en el centro de Bogotá, ofrece una mirada a la historia no solo desde la narración oficial, sino frente a aspectos más olvidados
Si en Colombia la palabra ”independencia” tuviera rostro, sería el de Simón Bolívar. La gesta libertadora que enarboló el caraqueño marcó gran parte del continente americano, y desde entonces el término ‘bolivariano’ acabó sumándose al de ‘independencia’ en los países en los que dejó su legado emancipatorio. Así, su rostro, pintado y esculpido hasta la saciedad, es la materialización de esa sublevación hacia la Corona española: de un ideal de Naci...
Si en Colombia la palabra ”independencia” tuviera rostro, sería el de Simón Bolívar. La gesta libertadora que enarboló el caraqueño marcó gran parte del continente americano, y desde entonces el término ‘bolivariano’ acabó sumándose al de ‘independencia’ en los países en los que dejó su legado emancipatorio. Así, su rostro, pintado y esculpido hasta la saciedad, es la materialización de esa sublevación hacia la Corona española: de un ideal de Nación; de un sueño continental que, aunque fracasado, nos recuerda hoy la cuestión fundamental de “ver formar en América la más grande nación del mundo”.
Revivir esa memoria precursora en el presente es posible de muchas formas, pero la más probable e irrebatible puede que viva en la materialidad de la plástica, en las pinturas y esculturas regadas a lo largo de América –y de todo el mundo– que reflejan el rostro de Bolívar. De Pietro Tenerani (Italia, 1789 – 1869) se dice que fue el primero en esculpir al Libertador, y el resultado es la estatua que se alza en la plaza bautizada con su nombre, en Bogotá. Una de las copias del boceto, elaborada en bronce, permanece en el Museo Nacional.
Pero otra, que conserva la apariencia de Bolívar como militar y civil, más mestizo y terrenal, menos encumbrado, se exhibe en la Sala de Arte Bancolombia, en Bogotá. Allí se exhibe en ‘Narrar la gloria’, un relato museográfico que ofrece una mirada a la historia de Colombia no solo desde la narración oficial, sino también frente a otros aspectos más olvidados.
Más mulato, Bolívar vuelve a aparecer en el óleo que José María Espinosa le pintó por encargo, luego de abandonar su carrera militar en 1819 para convertirse en retratista. “Faltaba poco para la conspiración del 25 de septiembre de 1828, cuando fue a casa mi tío José I. París y me dijo: El libertador te manda llamar para que vayas a retratarlo… Se presentó ante mí con los brazos cruzados … luego estiró los brazos y dijo: puede usted venir cuantas veces quiera, a las once, antes que se reúna el Consejo…”, recordó Espinosa después de terminar la obra.
Con esos brazos cruzados, con rostro adusto, Espinosa creó un ícono que dista de retratos anteriores del Libertador, y que será enormemente difundido, con pocas variaciones sobre la imagen original, para crear un ideal de personaje que permanece hasta hoy.
El Bolívar de 26 centímetros de Tenerani y el mulato de Espinosa se ‘enfrentan’ con un clásico cóndor-toro del artista Alejandro Obregón. Esta metamorfosis animal, tomada de la Yawar Fiesta (fiesta de la sangre), celebrada por los indígenas peruanos para representar la ambivalencia entre la cultura española (el toro) y la aborigen (el cóndor), se convirtió en un elemento representativo de la obra de Obregón. Con su paleta oscura, con grises, marrones y negros, característica del período temprano del artista, él tiñó sus torocóndores hacia el final de la dictadura militar en Colombia, del general Gustavo Rojas Pinilla, como parte de una serie de obras críticas de esta realidad sombría.
La fuerza e imponencia del paisaje andino, personificada en un ser imposible, mira al Bolívar mestizo en un encuentro de símbolos de identidad y nación, una impronta firmada por elementos que refuerzan la grandeza que soñamos, y una inevitable dicotomía entre lo precolombino y aquello que legó el yugo español. ¿Somos lo que queremos o lo que nos obligaron –el tiempo, la historia– a ser?
Resuena así la prosa del líder indígena Manuel Quintín Lame, vertida en el paisaje sonoro que la artista Bárbara Santos ha creado para casi arrullar esta Gloria: “Encuentra la mujer el nido del cóndor tan bien preparado, encuentra la casuchita de varias aves tan bien construidas, encuentra una colmena de abejas con un centinela en la puerta, y así armónicamente se ve arreglado todo, pues la naturaleza tiene sus armoniosos cantos, enseñados a los que vienen educados por generaciones, y no por maestros, como ha aprendido a leer y a escribir el blanco, enemigo de la india”. Esta parábola vertebral para entender ese cruce de los mundos que nos ha forjado; este colofón teatral para narrar una épica venida de diferentes orígenes, que ha de marcarnos y susurrarnos al oído, para nunca olvidarlos.
Érase una vez la gloria, que en tantos momentos ha significado desconocernos. Lo demuestra la Colombia-Coca Cola, no solo la obra más representativa del artista Antonio Caro, sino elevada a pieza icónica y referente del arte latinoamericano. En esta pintura, en la que el artista bogotano escribe el nombre del país con la caligrafía del logotipo de Coca-Cola, la crítica al capitalismo norteamericano de los años setenta y su influencia en la cultura colombiana casi se puede tocar.
Lo dice todo Caro, que no se guarda nada, y nos invita a repensarnos y a revisar qué olvidamos, en qué fallamos, qué decidimos borrar. Debe resonar de nuevo Quintín Lame y Los pensamientos del indio que se educó en las selvas colombianas, la pregunta anticipatoria que todo un continente debe contestar para no acabar con lo oculto, lo soterrado de sus antepasados: ¿Por qué la naturaleza me ha educado como educó a las aves del bosque solitario, que allí entonan sus melodiosos cantos y se preparan para construir sabiamente sus casuchitas?
Habría que mirar con otros ojos la Gloria, su devenir oxidado, sus significados más profundos, su anatomía más allá de la encumbrada idea del desarrollo occidental, del Nuevo Mundo y sus promesas de prosperidad infinita. Habría que mirarla como se mira las Flores del mal, de Bernardo Salcedo, capaces de revelar la belleza en el lugar menos esperado. Habría que apreciar su idea de ascensión; sus líneas que, cuando se iluminan, proyectan sombras que le confieren una cierta naturalidad en el espacio.
Érase una vez la Gloria, que desde la Independencia hasta nuestros días nos invita a mirar lo que nos antecede y nos supera, los relatos que hemos elegido para contarnos y, sobre todo, el ideal de Nación que soñamos para subrayar nuestra identidad: lo que nos define.
Andrea Jiménez es periodista y asesora las comunicaciones de la Sala de Arte Bancolombia.
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