¿Mercadeo o matoneo?
Las entidades públicas reclutan escuderos digitales cuya tarea se hace con livianos argumentos y mucha cachiporra
¿Puede el Gobierno contratar influencers para promover y defender sus políticas y ejecuciones? Puede. Los funcionarios y entidades tienen el derecho de poner en práctica una de las palabras más horrendas del español: socializar. Contar lo que se hace, e invertir recursos en ello, es lícito. No hay prohibición alguna de que se adelante por caminos diferentes a los tradicionales, por ejemplo, a través de influencers.
La Real Academia Española insiste en aconsejar que evitemos el anglicismo y llamemos a este tipo de personas con palabras castizas (influyentes, influidores, influenciadores), pero esa guerra está perdida. Un influencer es alguien que influye en los demás por sus ideas, gustos, costumbres o forma de vida. Más allá de moralismos de ocasión, un sujeto de mermadas calidades éticas puede ser un influencer exitoso. De hecho, la escasa formación, la ausencia de maneras, la ramplonería y la disposición para calumniar están hoy lejos de ser defectos. Quienes los contratan, con la idea de que defiendan al Gobierno, parecieran entender este catálogo de desastres como una lista de atributos. Es comprensible: si uno compra un perro de presa, ¡quiere que ladre y muerda!
Es una cuestión de estilo y cada Gobierno tiene el suyo. No es nuevo esto de pagar a personajes que promocionen logros oficiales (sean ciertos o no), pero pocas veces la condición humana de quienes aceptaban los contratos había sido tan deleznable. Imposible no pensar que el defensor refleja el espíritu del defendido.
Un tipo específico de mal ser humano se siente cómodo rodeándose de matoneadores. Y costea a un ejército de gánsters digitales que muelen a quienes osan cuestionar las reformas estatales, o la desconexión con la realidad del presidente, o el empantanamiento ideológico en que se hunde la Administración, o la debacle de la seguridad, o la floreciente corrupción o la escasa efectividad en la ejecución de lo público.
El pago de zalameros es una vieja costumbre del poder. Quienes leen la Biblia, alentados o no por la fe, saben que el libro de libros rebosa de antiguas referencias a la adulación y sus peligros. “El hombre que lisonjea a su prójimo”, según Proverbios 29:5, “red tiende delante de sus pasos”. Tratando de interpretar a Dios: el exceso de abanico puede producir pulmonía.
Apalancándose en la deformación de informaciones ajenas, amamantando infundios, regurgitando odios y flotando sobre el estiércol de los rumores, estos influencers oficiales bordean los terrenos del código penal. Véalos usted acusando a quienes informan de cobrar por trabajos periodísticos sin prueba alguna o apuñalando a aquellos que no comulgan con las cacareadas bondades del progresismo. Una catarata de atropellos que el Gobierno no solo aplaude: ¡Paga!
Algunas entidades del Estado los han acogido abiertamente, como es el caso de RTVC, y otras dependencias anuncian lo propio. Gustavo Bolívar, director de Prosperidad Social, ha dicho en redes que busca influencers “para desmentir calumnias de la oposición, hacer pedagogía en temas que un sector de la prensa tergiversa, comunicar los logros del Gobierno y de la entidad que dirijo e informar sobre las convocatorias que hacemos para ayudar a la población más vulnerable”. Muy encomiable esto de socorrer a los desposeídos contratando voceadores. Hay gente que tiene el corazón enorme, del tamaño de una bodega.
Tanto Bolívar como Hollman Morris, gerente de RTVC (sistema de medios públicos), se sintonizan en patrocinar sangrientas labores de mercadeo. Triste que gasten dineros de los colombianos en hostigamientos. Comprar baratijas siempre termina generando profundas decepciones. A veces, sanciones.
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