Volver a la tierra: la revolución de los nuevos chefs de América Latina
Hacer de comer un acto consciente y sostenible con la naturaleza y los productores: esta es la obsesión que guía a cinco cocineros en México, Guatemala, Colombia, Ecuador y Argentina
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La cocina danza a golpe de revoluciones. Tras décadas de vanguardia y fiebre creativa, en la alta cocina emergió una corriente que podría parecer de todo menos innovadora: volver a los orígenes. Sin embargo, cada vez que un chef apuesta por fomentar el consumo responsable, impulsar a los productores locales y aprovechar lo que da la tierra (y no lo que el comensal se acostumbró a pedir) desata una reacción en cadena.
Este movimiento de introspección tiene apenas 15 años. Gastón Acurio, el chef que convirtió la gastronomía peruana en un fenómeno global, fue una de las primeras voces que sacaron pecho de lo autóctono en el continente, lo que permite mirar al entorno con otros ojos. “Si el cocinero no tiene la curiosidad de saber de dónde vienen los productos ni cómo han sido elaborados, no está entendiendo el futuro”, ha dicho en varias entrevistas. La hermandad entre quienes cultivan y quienes cocinan ha sido su bandera y es hoy la de miles de chefs en todo el globo.
Desde el afán por resucitar el recetario manabí de Valentina Álvarez, en Ecuador, hasta la cocina de aprovechamiento de Jennifer Rodríguez, en Colombia; el deseo de recuperar la cercanía a la tierra, conocer los ingredientes y escuchar a los agricultores de Débora Fadul, en Guatemala; o el compromiso con los pescadores de la costa mexicana de Veracruz de Erick Guerrero. Estos giros rompen con la inercia del mercado, resignifican las tradiciones y ponen en valor a los pueblos y sus productores, quienes custodian un tercio de la tierra cultivable y del agua dulce del mundo. La despensa global conoce bien la sostenibilidad.
Para Ignacio Medina, periodista gastronómico y director de la revista 7 caníbales, mirar al campo es, más que una moda o una tendencia al alza, una obligación: “La cocina vive del productor y su misión es protegerlo. A él y a su producto”. El chef es, para el experto, la primera ficha del dominó. “Ellos son quienes crean la tendencia. El consumidor, el mercado y el desarrollo vienen detrás. Son el motor del cambio”.
Jennifer Rodríguez (Colombia):la alquimista de la "comida de pobres"
“Yo, además de mujer, soy de pueblo, y no pertenezco a ninguna élite”
Texto: NOOR MAHTANI | Imagen: GEENA STEFFENS
Cuando Jennifer Rodríguez era una niña pasaba siempre un poquito más lento por delante del vendedor de pasteles de yuca de su municipio, Mesitas del Colegio, a tres horas de Bogotá. Sabía que este la reconocería y le lanzaría la oferta “¿carne o pollo?” antes de regalarle un pedazo. Años más tarde, cuando descubrió que lo que le apasionaba eran los fogones, ni se lo pensó. “Tenía que montar acá el restaurante. ¿Por qué todo tiene que emigrar a las ciudades para ganar reconocimiento?”, se pregunta en el coche rumbo a Mestizo, su proyecto culinario. Irreverente como su dueña, el bistró de alta cocina de la ganadora del reality latinoamericano Cocineros al límite y premio Nacional de Cocinas Tradicionales de Colombia, se encuentra entre tiendas de flotadores y chiringuitos de menús del día. “Donde tiene que estar, cerca de los productores que nos surten”.
Rodríguez, chef autodidacta de 35 años, dice que no inventó nada nuevo. “Simplemente regreso a lo que comían los campesinos; se hacía con lo que se cosechaba. Volví a jugar con lo que la gente mal llama ‘cocina de pobres’”. Además de la frescura y el sabor, hay una fuerte intención política detrás de sus platos. Cada elección de los alimentos, los precios, la localización del local y hasta la formación de su equipo esconde una conciencia profunda de su labor y de quienes llenan la despensa. “Yo, además de mujer, soy de pueblo, y no pertenezco a ninguna élite. Crecer ha sido un ejercicio muy fuerte en un mundillo en el que el posicionamiento masculino es muy fuerte, a una le toca ganárselo a punta de conocimiento”, explica.
Uno de los productores de confianza es don Clemente Fajardo, dueño de una parcela en el Parque Los Tunos, en la que cría cerca de 12.000 truchas al ritmo natural de esta especie. A estas aguas cristalinas que se desvían de la Quebrada Guacamaya, se acercan pescadores amateurs para llevarse su propio ejemplar a casa y otros, como Jennifer, esperan a que la trucha pese al menos 300 gramos.
“Lo verdaderamente interesante es que don Clemente va a los tiempos del pescado y no al revés”, dice de cuclillas frente a un berro de agua que nace al borde del criadero. Un par de horas más tarde estará en una ración de balú con hogao; una legumbre nativa, también conocida como chachafruto, autóctona de la región de los Andes. En esta localidad, los hay por montones porque antiguamente se usaban para cercar fincas. Sin embargo, es un alimento que apenas se cocina. “Acá, como siempre en Colombia, toca rebuscarse”. En Mestizo, es uno de los platos que sorprende de inmediato. “Pero ¿esto se come?”, se preguntan los lugareños. Y termina convirtiéndose en uno de los favoritos del menú. Prácticamente todos los ingredientes que ofrecen, desde los tomates y la mantequilla del sofrito al queso curado o las legumbres, se producen a menos de 20 kilómetros y se sirven en el restaurante a unos 20.000 pesos colombianos (alrededor de 5 dólares). “Más de uno me ha dicho: ‘Anda, pues voy a probar a hacerlos yo, que tengo un árbol cerca. A ver cómo me quedan’”, cuenta.
El restaurante, que surgió de una crisis económica familiar, es hoy un referente de la sustentabilidad y el kilómetro cero, unos términos que a Rodríguez le chirrían: “A veces, me da la sensación de que son palabras muy de moda que se acaban profanando. Sobre todo desde Europa, pero África y Latinoamérica tienen demasiado que aportar al mundo. Lo revolucionario es mirar hacia acá y aprender de lo que hacen quienes conocen la tierra”.
Erick Guerrero (México):el cocinero de la buena pesca
“Todos los restaurantes seguían sirviendo lo mismo: pescado a la veracruzana o carne con papas”
Texto: MARIANA CAMACHO | Imagen: HÉCTOR GUERRERO
En 2015, Erick Guerrero estaba en un punto sólido de su carrera como cocinero. Se había fogueado en las cocinas de restaurantes de altos vuelos en el extranjero y para entonces ocupaba uno de los puestos más cotizados de la industria: era jefe de cocina del restaurante Pujol en Ciudad de México. Hasta que Veracruz —el Estado donde nació— y las prioridades que vienen con la paternidad lo llamaron de vuelta al puerto.
Erick llegó a Veracruz resuelto, con planes para echar a andar un restaurante, socios para financiarlo y, como se dice en México, mucha cancha por delante en un destino donde la oferta gastronómica es más reducida que en la capital. “Todos los restaurantes seguían sirviendo lo mismo: pescado a la veracruzana o carne con papas”, recuerda.
Con ese amplio territorio por minar, hizo lo que cualquier cocinero haría en sus zapatos: empezó a planear menús y a buscar proveedores y a recorrer mercados y pescaderías. “Usaba lo que encontraba”, dice, “y sentía que lo que veía no estaba bueno. Fui a las lanchas, a la playa de Alvarado para comprar directo a un pescador y eso tampoco era garantía de conseguir un buen pescado. Todo llegaba golpeado, maltratado, al sol y sin hielo”.
Entonces, pidió asesoría a Ezequiel Hernández, un biólogo y proveedor de pescado de confianza que le ayudó a establecer buenas prácticas en los campos de pesca locales. Implementaron el uso de anzuelo en lugar de redes, un método para sacrificarlos que evita que los pescados se estresen, además de condiciones óptimas para transportarlos.
Pero en ese encuentro con Ezequiel, el cambio más importante para Erick no se dio en la playa sino en su cabeza, cuando tuvo que lidiar con sus prejuicios de cocinero: esos que le dictaban que había ciertas especies que eran mejores, y por lo tanto más caras, que otras. “Yo llegué a Veracruz conociendo cuatro especies: el huachinango, el robalo y un par más”, admite. “Cuando Ezequiel vino a la pesca y abrió la hielera no reconocí el 80% de los pescados y dije: qué hago con esta madre”.
Además, el chef se propuso conseguir condiciones y precios de compra justos para los pescadores, que suelen perder entre el 18% y 20% de sus ingresos en las cooperativas. Así nació Nuestra Pesca, un emprendimiento que provee de pescado a restaurantes en Veracruz, Ciudad de México y destinos turísticos como Puerto Vallarta y con la que Erick promueve entre sus clientes y colegas la idea radical de que la calidad no depende de la especie sino de la trazabilidad.
Su proyecto trabaja con una red de pescadores en playas como Antón Lizardo, Chacalacas y Alvarado, una extensión de litoral de Veracruz donde, según la temporada, hay al menos unas 120 especies, la mayoría de “bajo consumo” o incluso consideradas popularmente como “corrientes” o “pesca basura”. La lista abarca nombres que se escuchan poco en las pescaderías o restaurantes: el cochino, la villajaiba, la cojinuda, el peto, el medregal o el tolete. Ejemplares que a la vista pueden parecer feos o poco apetecibles.
Para Erick, cada uno de estos pescados tiene características, delicadezas, texturas y sabores que enriquecen la experiencia. En su restaurante, Namik, hay ejemplos a la brasa, en crudos y ceviches, en collares y cabezas, aderezados con salsas o apenas con un toque de sal; hay también más comensales ‘evangelizados’, que salen de ahí convencidos de que un consumo diverso no solo es más rico, sino responsable.
Debora Fadul (Guatemala):la chef que habla con los ingredientes
“La cocina, así como repara, puede arruinar mucho si no la usas conscientemente”
Texto: LORENA ARROYO | Imagen: NAYELI CRUZ
Entrar al restaurante de Debora Fadul en Ciudad de Guatemala es meterse en una especie de templo donde los alimentos ocupan los altares, y el maíz es la deidad principal. Allí, además de degustar un menú de entre seis y ocho tiempos en el que nada es lo que parece —por un costo de entre 54 y 64 dólares—, al comensal se le invita a reflexionar sobre lo que come, de dónde viene y qué impacto tiene en su entorno. Situado en la azotea de un antiguo edificio industrial en la zona 4 de la capital, un área emergente con bares y negocios hipster, el culto empieza desde el nombre: Diacá. “De acá —Guatemala— y de acá”, explican la chef o los miembros de su cocina, llevándose una mano al corazón, cuando se les pregunta por su significado.
Al frente del negocio está una mujer de 36 años con más de 15 de experiencia en la gastronomía que cree firmemente en el poder restaurador de la cocina en uno de los países con los mayores índices de desnutrición de América Latina. “La cocina, así como repara, puede arruinar mucho si no la usas conscientemente”, asegura la chef de Diacá. El restaurante busca conectar a los comensales con los productores y poner sobre la mesa la riqueza gastronómica de Guatemala y el valor del campo. Por eso, sus clientes no reciben una carta, sino un agricultorio: una lista de los productos estacionales con los que renueva el menú cada dos meses, donde se informa de qué parte del país vienen y quién los produce.
Fadul cuenta que desde pequeña es capaz de ver aromas y sabores y que cada vez que prueba un alimento se le disparan decenas de notas de sabor, de matices. “El problema es que nos han educado de forma programada”, explica. Un tomate, para ella, puede saber a whiskey, a tomillo y a romero. El proceso que la llevó a sistematizar esa sensibilidad tuvo como aliado clave a su esposo, un empresario gastronómico con quien incursionó en el mundo del café. Entonces se dio cuenta de que, como en las catas, los sabores de los alimentos también se podían categorizar, y creó lo que llama “el ecosistema sensorial” de los productos que estudia con su equipo.
“El ingrediente te habla y te cuenta a qué sabe y en base a eso tú creas”, explica, mientras recoge hierbas aromáticas en su finca de San Jerónimo Miramar, cerca del lago Atitlán, de donde viene parte de lo que sirve en su restaurante. El resto llega de productores de todo el país, con quienes dialoga para adaptar sus ingredientes al menú. La sustentabilidad es un concepto clave en Diacá, que usa vasos, servilletas, delantales y bolsas hechos con materiales reciclados. “Pero la sostenibilidad no funciona si no es bueno para toda la cadena: desde la naturaleza, la comunidad, el productor, la cocina y el consumidor”, dice Fadul.
Para ella, los cocineros son “como los baristas”, el último eslabón de esa cadena, un mensaje en el que cree firmemente su equipo, seis veinteañeros que se van intercambiando los roles en el restaurante y que explican a los clientes los procesos de cultivo y producción de la comida. “Cuando hablas con ellos, te das cuenta cómo la gente se transforma. Aprenden, por ejemplo, cuánto se tarda en procesar para hacer una tortilla, de dos a tres días”, reflexiona José Alberto Cal Morales, subchef de Diacá, de 26 años. En los menús de esta temporada, la de inicio del invierno, uno de los platos lleva un mumus, un humus de maíz blanco hecho con una bebida de ajonjolí, semillas de papaya deshidratadas y un aceite de amaranto, que puede tardar en macerarse entre cinco y siete meses.
“A veces veo reflejado lo que mi abuelita me decía cuando sembraba la milpa. Me mostraba una mazorca y me decía: ‘Mirá las maravillas que nos da la tierra’. Por eso tenemos que cuidar a los productores y transmitirles a las personas la importancia que tienen ellos y la tierra”, dice Sindy López, la jefa de cocina de Diacá, una joven de 27 años originaria de Amatitlán. “Es lindo ver las reacciones de las personas y lo llenos que se sienten y hacer conciencia de lo que tenemos”
Valentina Álvarez (Ecuador):la cocinera que resucita los platos de su infancia y de su comunidad
“La prueba de que lo que hacemos tiene sentido es cuando algún vecino lo prueba y recuerda el horno de su mamá”
Texto: NOOR MAHTANI | Imagen: ANA MARÍA BUITRON
Una cucharada de la pesca encocada del Restaurante Iche, en el pueblo ecuatoriano de San Vicente, es un viaje a las redes de don Luis y don Elister, al ají de doña Chachi, a los plátanos de la federación de campesinos, al prensado de coco artesanal de Sebastián Revelli, al achote de doña Fátima y a la sal que colecta una veintena de mujeres a 27 kilómetros de allí. Además de mar, este plato sabe al trabajo de toda una comunidad. Y también es una inmersión a los recuerdos de infancia de Valentina Álvarez, la jefa de cocina que aprendió a hacer magia entre los fogones con sus abuelas, y el motor de una región que está reencontrándose con una tradición culinaria ancestral desde el orgullo y la coherencia. “Nosotros innovamos con técnicas más sofisticadas, pero la prueba de que lo que hacemos tiene sentido es cuando algún vecino lo prueba y recuerda el horno de su mamá”, cuenta emocionada esta chef de 40 años.
Todos la conocen. Es raro el vecino que no haya visto a esta enérgica cocinera que se ríe a carcajada limpia y cata con los ojos cerrados como si nunca antes hubiera probado el producto. “Nos enseña a comer monte”, cuenta entre risas Reinaldo, un taxista de esta localidad: “Si la Valentina preparara cerámica, hasta cerámica comeríamos. Tiene una mano…”. Pero la revolución va un paso más allá de su sazón.
A siete horas en carro de la capital y escondido entre las palmeras de un pueblo pesquero, su proyecto está rescatando un recetario al borde del olvido. “Me di cuenta de que los jóvenes no sabían lo que era un jerén de maíz [sopa tradicional con base de maní]; que no comían con salprieta [sazonador manaba] ni con pechiche [una fruta similar a la cerza]. Y lo peor: que los platos de esta cultura milenaria eran despreciados; decían que era comida de chancho. Hasta en las escuelas de cocina se enseñaba a hacer cordon bleu. Nada de lo nuestro”, cuenta Álvarez indignada. De ese sueño de hacer de esta comida un atractivo turístico internacional y una posibilidad económica en la región surgió la Escuela Fuegos, una de las tres patas del proyecto Iche. Además del restaurante —en el que los platos rondan los 12 dólares—, cuentan con un laboratorio de innovación que transforma en alta cocina los trucos de la abuela Carmen.
Ya van tres promociones de graduados. En total, 22 alumnos —una gran parte becados— que pasaron por la escuela, de la que también forman parte Ana Lobato, Angel Sousa y Francisco Rojas. El orgullo de estos maestros es que la mayoría ya tiene en marcha un proyecto vinculado a la cocina o ha mejorado el que tenía. “El desarrollo sostenible y lo autóctono puede convertirse en un referente”, explica Álvarez.
Para Leidi Valencia, graduada de la primera promoción, cursar siete meses en Fuegos fue un punto de inflexión en su vida. “Aprendí a valorar los productos de nuestra zona, a ser recursiva y a innovar”, dice la ganadora del Reto Gastronómico Diners desde su restaurante El Complejo, a orillas de la playa en la que pescan su padre y hermano.
En la finca de don Bolívar Vásquez, quien se encarga de la siembra de maíz amarillo, los ojos de la cocinera no se despegan del suelo. “Mira, esto es verdolaga francesa”, exclama mientras se acuclilla y arranca una hoja. “Esta es la fuente más alta de ácidos grasos omega 3 de todas las plantas. Y la gente no lo sabe. Pruebe, don Bolívar, pruebe”. Seleny Bermúdez, también exalumna de la escuela, sonríe con complicidad. Ya conoce las mañas de su profesora. “Sí, ya le dije. La hemos usado alguna vez. Y estos bledos también. ¿Sí las vio?”. Álvarez, con un brillo en los ojos que no disimula, asiente y susurra: “El trabajo ya está hecho. La semilla del cambio está sembrada”.
Leo Chajud (Argentina)el anarquismo de una papaya a las brasas en el reino de la ternera
“Una bolsa de verduras frente a una parrilla es una posibilidad infinita”
Texto: JOSÉ PABLO CRIALES | Imagen: MAGALÍ DRUSCOVICH
No es ninguna osadía abrir una parrilla en Buenos Aires, ciudad donde ni la lluvia todo el año, ni el verano abrasador, ni la crisis perpetua de la economía impiden que cualquier calle huela a carbón ardiendo. En Argentina, donde se come un promedio de 48 kilos de carne vacuna al año por persona, la verdadera audacia es encender una brasa y no cocinar un animal al fuego.
A Leo Chajud (Buenos Aires, 43 años) no le parece que sea para tanto. Cocinero con 12 años de experiencia, hace tres abrió una parrilla donde la especialidad no es el bife de chorizo, el matambre a la pizza o la tira de asado… es el portobello relleno con queso. Sampa, el restaurante que fundó con dos socios en octubre de 2019 en el barrio de Villa Crespo, parece una parrilla de barrio cualquiera, en la que el asador se para en el medio y se pasa la noche repartiendo entre mesas llenas, pero acá lo único que sale de las brasas son peras, papayas, plátano y setas variadas. “El desafío no es llenar un restaurante con vegetarianos”, cuenta Chajud. “El desafío es gustarle al carnívoro que acompaña, al que llega acá como quien va a un show musical de un género que odia por acompañar a alguien a quien quiere”.
Ese odio corre peligro de extinguirse apenas se prueba el champiñón de ostra que Chajud asa a la parrilla y sazona con salsa criolla. Sus gírgolas acompañadas con puré de alubias no le envidian nada a un asado tradicional. “En Argentina siempre se comió un poco mal”, cuenta el cocinero. “Es un país acostumbrado a comer solo carne con papas. Por eso me mueve que venga alguien que llega y dice ‘no me gusta nada’ y ponerle un plato enfrente y decirle: ‘Probá esto, te va a gustar”.
En Sampa, el vegetarianismo no es una bandera política. Es, en palabras de su cocinero, una decisión estética. “No me parece que comer animales esté mal. Es algo natural en el ser humano”, admite Chajud. “Sí tengo una postura política de cómo pararnos frente al comercio de la carne, a lo que implica la ganadería en este país. Ante eso, elegimos un límite: trabajar con fuego y verduras. Una vez que acotas tus opciones, las posibilidades son infinitas”.
Buenos Aires, una ciudad construida de espaldas al río y que se extendió hacia sus pampas, creció atada al mito de su inmigración europea y la fortaleza de su industria cárnica. Pero la imagen poco a poco empieza a cambiar. Buenos Aires también es casa de grandes comunidades judías y árabes, bolivianas, peruanas y venezolanas. “A mí me llama esa transgresión: el ají picante, el agridulce, la mandioca, la fruta ahumada. Integrar eso a la manera en la que se cocina tradicionalmente acá”, cuenta el cocinero frente al fogón. En esa integración, en los sabores que convergen en sus viajes, en su curiosidad y en la de sus compañeros, está la excusa para jugar frente a la parrilla.
En el país que alaba el talento frente a las brasas, Chajud no se asume un buen parrillero. “Nunca tuve una propia, no era el que les hacía el asado a mis amigos”, cuenta. Diseñador de profesión, la cocina fue una curiosidad que fue creciendo con el tiempo a la que prefiere quitarle la pretensión. “En Argentina los primeros panaderos eran anarquistas italianos, sindicalistas, ahora son estrellas de rock”, cuenta. Su barrio, en el corazón de la capital argentina, lucha desde hace años contra la gentrificación, con los restaurantes cada vez más caros, con los vecinos temporales y grandes proyectos inmobiliarios.
La irrupción de una moda vegetariana no es excepción. “Creo que la Argentina está cambiando, este local no es un oasis, no nos creemos únicos”, dice el cocinero. “Somos parte de una corriente, pero nos preocupamos por entender y honrar el oficio de la cocina, ser originales. Queremos estar más cerca de los anarquistas italianos que de las estrellas de rock”.