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En colaboración conCAF

La huerta del mundo muere de hambre: ¿cómo llegó América Latina hasta aquí?

Colombia depende de Canadá para poder producir pan y Chile para tener lentejas. Sudamérica, una de las regiones que más alimentos exporta, tiene 34 millones de personas que no pueden hacer tres comidas al día

Compradores en un mercado de alimentos en Riohacha, Colombia
Compradores en un mercado de alimentos en Riohacha (Colombia), en agosto de 2022.Nicolo Filippo Rosso

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Si mañana un conflicto internacional cerrara de tajo el comercio con Canadá, como ocurrió con Ucrania en marzo de 2022 en los inicios de la guerra con Rusia, América Latina se vería, en palabras de los expertos, “muy estresada”, por la falta de alimentos esenciales.

Colombia, por ejemplo, se quedaría sin sus amasijos, ya que más del 67% del trigo que se consume en este país se importa de ese país del norte. A Chile, esa contingencia hipotética le daría un golpe certero en el abastecimientos de legumbres como las lentejas, alimento esencial para suplir la falta de proteína animal en muchas dietas de los hogares más empobrecidos y que provienen casi en su totalidad de Canadá. Se estima que en este país solo se cultivan el 25% de las legumbres que consumen.

El ejercicio se puede repetir con muchos otros países productores, o como los ha bautizado el periodista Martín Caparrós en su libro El Hambre, “exportadores de alimentos”. Y la amenaza de turno puede cambiarse por una catástrofe ambiental o, para no ser tan pesimista, por el atasco de un barco en un canal marítimo estratégico para el comercio como también sucedió en 2021. Al final, el resultado es el mismo: “Asistimos a un sistema alimentario global extremadamente frágil”, explica Felipe Roa-Clavijo, doctor en Desarrollo Internacional de la universidad de Oxford y autor del libro The politics of food provisioning in Colombia, quien añade tajantemente: “Este sistema, además, está produciendo hambre, desigualdad e insostenibilidad ambiental en el sur global”.

Con la pandemia y con la invasión de Rusia a Ucrania quedó como nunca antes expuesta la vulnerabilidad del sistema alimentario. El cierre de los puertos de Ucrania inhabilitó las exportaciones de este país y países lejanos se quedaron sin alimentos básicos. El norte de África, Oriente Medio y África subsahariana fueron especialmente impactados por la falta de granos.

Pero no hay que recurrir a casos hipotéticos y extrapolar lo que ha ocurrido con Ucrania para evidenciar los estragos para América Latina de un sistema que ha minado la soberanía alimentaria y ha hecho que territorios enteros dependan de otros a kilómetros de distancia, casi en su totalidad, para poder abastecer las comidas necesarias para su población.

Según el más reciente informe de la Agencia de Naciones Unidas para la Alimentación (FAO) con cifras de 2021, 34 millones de sudamericanos tienen hambre. “Dentro de Sudamérica, en Perú, alrededor de la mitad de la población experimenta inseguridad alimentaria moderada o grave. En Argentina, Ecuador y Suriname, afecta a casi el 37% de la población”, asegura el documento. Pero ¿cómo en la despensa del mundo, una de las regiones que más comida exporta, muchas personas se acuestan con el estómago vacío?

Una agricultora en los alrededores de Puno (Perú).
Una agricultora en los alrededores de Puno (Perú).

“Latinoamérica es una superpotencia exportadora de alimentos, esto mediado, en parte, por la alta producción de soja y cereales producidos en Brasil y Argentina para que las vacas chinas tengan comida. Pero a su vez, es una región sumida en una profunda inseguridad alimentaria y de unos preocupantes niveles de malnutrición, como lo ha advertido recientemente la FAO”, enfatiza Roa-Clavijo.

Menos campesinos y más monocultivos

La investigadora Daniella Paola Gac, del Departamento de Gestión e Innovación Rural de la Facultad de Ciencias Agronómicas, de la Universidad de Chile, detalla el caso de su país para dar luces ante esta preocupante paradoja: “Nuestra producción de alimentos para consumo interno en Chile está casi enteramente en manos de los pequeños productores, pero tenemos un tejido social muy deprimido en los espacios agrícolas, no tenemos un campesinado activo, sino más bien uno que ya no quiere trabajar en el campo y que, además, no puede acceder al agua, que es un bien privado. Si cada vez existen menos campesinos, entonces nuestra seguridad alimentaria está cada vez más vulnerable”.

Al complejo panorama, según la académica, hay que sumarle millones de hectáreas de territorio dedicados a los monocultivos forestales, frutícolas, cultivos de uva y berries, de la mano de una agroindustria que ha buscado una vocación productiva para cada territorio y lo ha monopolizado, sin permitir que se diversifiquen los alimentos que se cultivan, ni haya espacios para los pequeños productores.

“Por ejemplo, la producción de cerezas es tan importante y ha aumentado a un grado tal el valor de la tierra, que es poco rentable para los pequeños productores insistir en cultivar, por eso optan por vender sus parcelas para producir berries para el mercado chino. Conozco lugares rurales en donde no tienen producción de alimentos frescos para su consumo, la mayoría de lo que producimos se va a la exportación y tenemos que importar lo que necesitamos comer a precios del mercado internacional”, explica Gac.

En Colombia, la dependencia del trigo y del maíz que proviene de Canadá y Estados Unidos y que hoy encarece en cifras históricas productos de la canasta básica local, se cocinó bajo factores parecidos. “Durante la Segunda Guerra Mundial, con el plan Marshall, Estados Unidos empieza a mandar trigo y cereales para la reconstrucción de Europa. Ante esa contingencia, Colombia se queda sin trigo y sin cereales, y se vio obligada a volverse autosuficiente en granos. Veías en la sabana cultivos de todos los colores. Pero eso duró muy poco. Cuando este plan termina, todos los excedentes de cereales de Estados Unidos vuelven a venir en forma de caridad a nuestros países y eso socavó la economía del grano”, explica Felipe Roa-Clavijo.

Con la apertura económica en los años 90, resultado del Consenso de Washington, se extrema esta situación y, al no tener una buena oferta nacional, se termina por favorecer a Estados Unidos. En 2021, a cifras de julio, se habían importado más de cinco millones de toneladas de maíz a Colombia, mientras que la producción local apenas superaba 1,5 millones de toneladas.

Un hombre acomoda cajas de aguacate para su exportación, en una distribuidora en Peribán, Estado de Michoacán, el pasado 28 de abril.
Un hombre acomoda cajas de aguacate para su exportación, en una distribuidora en Peribán, Estado de Michoacán, el pasado 28 de abril.Juan José Estrada Serafín (Cuartoscuro)

La paradoja latinoamericana

Las promesas de la llamada “revolución verde”, modelo implantado entre los años 40 y los 70 con la intención de satisfacer la demanda de alimentos a nivel mundial, no calculó los estragos sociales y medioambientales que acarrearía (los sistemas alimentarios producen hoy un tercio de los gases de efecto invernadero) y dejó en evidencia que un aumento en la productividad agrícola no significaba, necesariamente, mayor acceso a la alimentación. Por su parte, las fantasías creadas extendidamente en la región con la firma de los tratados de libre comercio pondrían en evidencia los estragos de un modelo que cambió su foco de eliminar el hambre de muchos, para pensar en aumentar los ingresos de unos pocos.

“Llegamos aquí por un sistema desregulado, con reglas del juego muy poco claras, muy permisivo en temas álgidos como los agrotóxicos, semillas transgénicas, desregulación de los contratos de trabajo, la entrada de los migrantes sin los mínimos básicos, y cuando este modelo se extrema, llegamos a un límite. Tenemos hambre. Veo localidades en Chile en donde no hay acceso a alimentos frescos, no hay agua, y prefieren alimentos procesados o subsidios que generan más malnutrición y pobreza”, sentencia Gac, autora del estudio Soberanía alimentaria en América Latina: miradas cruzadas sobre un concepto en acción y en disputa.

Desde varios sectores, ante la preocupante paradoja que vive Latinoamérica se invoca un modelo de gobernanza regional que busque poner en la mesa varios sectores y movimientos sociales para poner un límite claro de cuánto exportar y cuánto guardar para la alimentación de la población local. “Ya lo hizo India que es un gran exportador de trigo, que ante la evidencia decidió disminuir sus exportaciones del cereal para estar mejor abastecidos”, asegura Roa-Clavijo.

Otra de las rutas que se analizan desde la academia es trabajar en la planificación territorial, para que así los países puedan decidir qué vocación le dan a ciertos territorios y se aminoren así las tensiones entre la agroindustria de exportación, los pequeños cultivadores y, por ejemplo, un nuevo jugador que ha entrado a la ecuación: los proyectos energéticos que se están asentado en territorios rurales y potencialmente cultivables.

“Es urgente que el tema de la alimentación sea tomado como parte de la seguridad social, así como se ha incluido el acceso al agua, a la educación y a la salud. La seguridad social tiene que ver con la seguridad alimentaria. El Estado tiene que velar por el acceso a los alimentos”, sentencia Gac.

“La voluntad política va a ser fundamental si queremos cambiar estas cifras. Algunas apuestas de políticas públicas nos muestran caminos posibles. En Colombia, por ejemplo, existe una ley que me parece revolucionaria, por decir lo menos, que es la Ley de Compras Públicas, que obliga a todas las entidades públicas que trabajan o contratan con el Estado, y que distribuyen alimentos en bases militares, colegios, etc., a comprar mínimo el 30% de sus alimentos a pequeños productores creando circuitos cortos de comercialización”, comenta el profesor Roa-Clavijo, quien concluye: ”Así estamos asegurando que esos pequeños productores van a tener a quién venderle sus productos y que las decisiones de lo que se produce en un país no quede solo en manos de las demandas externas”.

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