Gustavo Castro, ambientalista: “El Gobierno de Honduras quiso culparme por el asesinato de Berta Cáceres”
El único testigo del crimen de la conocida ecologista hondureña relata a EL PAÍS la intimidación que sufrió de parte de las autoridades del país centroamericano y cómo México se involucró para evitar su arresto
El ambientalista mexicano Gustavo Castro recuerda el día de 2016 cuando las autoridades de Honduras trataron de impedir que dejara el país centroamericano. Estaba en el aeropuerto de Tegucigalpa, acompañado de la embajadora y el cónsul de México, y cuando se disponía a abordar el vuelo de regreso a su país un grupo de agentes de la fiscalía intentaron retenerlo. Le dijeron que no podía viajar. Los diplomáticos pidieron explicaciones y hubo tensión y forcejeo. La embajadora y el cónsul rodearon a Castro, se tomaron de las manos y gritaron: “¡Protección consular!” Los hondureños, atónitos, no sabían cómo reaccionar. El ambientalista, único testigo del crimen de la conocida ecologista hondureña Berta Cáceres, asegura que era un intento de incriminarlo por el asesinato que conmocionó a Centroamérica y levantó alarmas en el mundo.
Castro había participado en todas las diligencias y exigencias de las autoridades hondureñas tras el crimen. Él estaba aquella noche en casa de Cáceres, en la comunidad de La Esperanza, tras un largo día de trabajo impartiendo talleres junto a la ecologista, a quien no veía desde hacía cinco años. Fueron a cenar y luego condujeron en un Volkswagen gris al hogar de Cáceres, solitario esa noche. Conversaron un rato en el porche y, sobre las once, decidieron irse a dormir. Unos minutos después escucharon un estruendo y Berta Cáceres grito: “¡Quién anda ahí!”. Castro narra que los asesinos habían entrado por la cocina. Después de años de investigación se ha determinado que tenían bien estudiada la casa. Uno de los matones entró al cuarto de la ambientalista, mientras otro se dirigió al del mexicano, sorprendido de que hubiera otra persona en aquella casa insegura, a pesar de que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ordenó al Gobierno hondureño garantizar protección a Cáceres. El sicario le apuntó con el arma y disparó a matar. Castro sobrevivió al atentado con una herida leve en la oreja, pero se hizo el muerto. Después, escuchó varias detonaciones en la otra habitación. Cuando los asesinos se marcharon, él corrió junto a su amiga, que le pidió que llamara a su exmarido. No hubo tiempo. La vida de Cáceres se apagó en sus brazos.
El ambientalista mexicano creyó que había concluido su tiempo tras ayudar con sus declaraciones a la Policía de Honduras, pero aquella mañana cuando iba a dejar el país, las autoridades de la fiscalía querían detenerlo. Él lo llama un secuestro. Rodeado de la embajadora y el cónsul, los desconcertados funcionarios le informaron que tenía que quedarse supuestamente para colaborar con otras “diligencias” del caso, según un documento que leyó apresurado un fiscal y del que la embajadora pidió una copia, que no le fue entregada. “Me subieron rapidísimo a una camioneta y salimos volando a la embajada”, relata Castro en entrevista telefónica desde San Cristóbal de las Casas, en Chiapas, donde vive y trabaja. Al día siguiente, continúa, un grupo de oficiales y militares lo escoltaron hasta La Esperanza para hacer “un careo con otras personas” dentro de las investigaciones del crimen. “Lo que querían, en realidad, era decirme que tenía prohibido salir del país por 30 días. Mis abogados preguntaron por qué, pero estaba claro que la estrategia era, al no poder imputar a nadie más, que Gustavo Castro era la opción. Por supuesto que el Gobierno me quería culpar por el crimen. Esos 30 días que me dejaron eran para buscar la forma de involucrarme y justificar el asesinato de Berta”, afirma el activista.
La decisión movilizó a las organizaciones ambientalistas y de derechos humanos de Honduras y comenzó una campaña para exigir su liberación y que le permitieran salir a México. “Lo que hice fue quedarme en la embajada, porque sabía que me andaban buscando, me habían dicho que había sicarios que tenían que cumplir con su trabajo o los eliminaban a ellos”, relata. Su hermano, que viajó a ayudarlo, se hospedó en una habitación de hotel rentada por la embajada mexicana. “Allí le hicieron un atentado, porque le pusieron agua envenenada en el cuarto. Acabó en el hospital para limpiarle el estómago. El Gobierno mexicano no quiso que se supiera porque iba a implicar muchos problemas diplomáticos con Honduras”, afirma.
“La embajadora ciertamente me protegió y es algo que le agradezco, porque si no hubiera quedado en manos del Gobierno hondureño. Viéndolo en retrospectiva y viendo dónde está el anterior presidente [Juan Orlando Hernández], pues uno se puede imaginar el medio en el que estaba metido, donde militares, exmilitares, empresas, gobiernos, fiscales y jueces estaban involucrados y, obviamente, para ellos era más fácil imputar a un extranjero”, cuenta. “No pudieron inventar ninguna prueba, aunque me hicieron muchas trampas”. Entre ellas, agrega, le enseñaron un dibujo con el rostro de un activista del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH), organización a la que pertenecía Castro. “Lo tenían preso por sospechoso, para inculparlo. Era obvio que querían tener un culpable y que el crimen quedara impune. Querían culpar a la gente del COPINH y me querían usar para inculparlo, pero no pudieron. Era muy evidente que querían buscar un culpable para evitar llegar al fondo del crimen”, asegura Castro.
El ambientalista señala directamente a la familia Atala, accionistas mayoritarios de la empresa Desarrollos Energéticos S.A. (DESA), que construiría la presa hidroeléctrica a la que se oponía la ecologista Cáceres, un enorme proyecto, con capital internacional, que afectaba al río Gualcarque, sagrado para los indígenas. La Corte Suprema de Honduras decidió el pasado martes confirmar la sentencia contra siete de las personas condenadas por el asesinato y el intento de asesinato contra Castro. La condena ha sido ratificada contra David Castillo, señalado de ser uno de los autores intelectuales del asesinato; los exmilitares Henry Hernández y Douglas Bustillo, el mayor del Ejército de Honduras Mariano Díaz y otros tres involucrados en el hecho. Castillo fue condenado en 2021 tras ser señalado como uno de los autores intelectuales. La Fiscalía afirmó en su acusación que el entonces presidente ejecutivo de DESA pidió al jefe de seguridad de la empresa, el militar retirado Douglas Bustillo, que organizara el homicidio. Bustillo acudió a un viejo amigo del Ejército, el mayor Mariano Díaz Chávez, instructor de la Policía Militar y miembro de las Fuerzas Especiales, para que contratara a unos sicarios. Se les pagó hasta 2.200 dólares para cometer el crimen.
“Es un paso importante, pero a medias”, dice Castro sobre la decisión de la Corte. Hace referencia a la modificación de las agravantes contra Castillo ordenada por el máximo tribunal, que puede reducir la condena en su contra, y el hecho de haber enviado el caso de Sergio Rodríguez, otro de los implicados del crimen, al pleno de la Corte Suprema debido a una supuesta falta de unanimidad entre los jueces sobre la ratificación de su condena. Rodríguez, gerente de comunicaciones de DESA, confesó durante el juicio que el “problema Berta Cáceres” era discutido a nivel de la junta directiva de la empresa. “El Gobierno de Honduras se tardó muchísimo tiempo en ratificar esta sentencia. Este es un caso político y yo creo que siempre, como todos estos casos, pues implican negociaciones y una de ellas lo que ocurre con Rodríguez”, explica Castro. El ambientalista afirma que esto es producto de presiones de la poderosa familia Atala sobre el sistema de justicia hondureño.
Castro cuenta que casi una década después del crimen debe vivir con el trauma ocurrido el 2 de marzo de 2016, que casi acaba con su vida. “Ese momento nunca se me va a borrar de la mente, como tampoco los gritos de Berta”, dice. El ambientalista ha regresado recientemente a Honduras —no sin miedo, acota— para continuar trabajando en temas ambientales con las organizaciones del país. En Chiapas, un Estado carcomido por la violencia, mantiene también su activismo, lamentando que haya tanto encono contra quienes defienden la tierra y los derechos de los pueblos indígenas. Él afirma que el legado de Cáceres sigue vivo y que su asesinato no ha sido en vano. “La lucha contra la impunidad es importante, porque si el caso de Berta queda impune todos los demás nos preguntamos ‘¿y a nosotros qué nos espera?’ La lucha se ha mantenido con una tenacidad impresionante para que haya justicia y para que los perpetradores de estas violencias se la piensen dos veces antes de cometer estos crímenes”, dice Castro.
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