Katherine Jaramillo, la maestra que combate la explotación sexual de niñas: “El primer paso es dejar de normalizarla”
La cofundadora de la oenegé ‘Valientes’ advierte que, desde la pandemia, ha sido más visible este delito en ciudades como Cartagena, Medellín y Bogotá, y se han agudizado las amenazas digitales


Katherine Jaramillo (Bogotá, 33 años) ha pasado la última década en distintos frentes de lucha contra la explotación sexual de niños, niñas y adolescentes en Colombia. Primero conoció el trauma que produce este delito cuando las estudiantes a las que daba clases de español, en un refugio para víctimas de Bogotá, le mostraban tatuajes que se habían hecho tras un abuso sexual o para aferrarse a momentos que consideraban felices. Luego cofundó la oenegé Valientes, y allí buscó los datos cuantitativos que permitieran idear campañas de prevención de este delito. Ahora, trabaja en una organización internacional que ayuda a la Policía a capturar a los criminales y liberar a las víctimas. Cuenta, desde su casa en la capital, que en los últimos años se ha visibilizado más este crimen en ciudades como Medellín y Cartagena, pero el trabajo para detenerlo se siente aún como buscar una aguja en un pajar. “Uno de mis logros es haber mejorado la tolerancia a la frustración”, comenta.
Llegó por casualidad a un refugio municipal para víctimas. Había estudiado pedagogía en Humanidades, una carrera que le era accesible en términos económicos, y luego postuló a una convocatoria de la Alcaldía para docentes jóvenes. Comprendió, ya en el refugio, que no tenía sentido seguir el currículo tradicional para enseñar a leer y escribir porque sus alumnos solo querían desahogarse sobre las violencias que habían vivido en sus familias y en las calles. Jaramillo les propuso que escribieran sus relatos, un camino para enseñarles gramática y un espacio para hablar del dolor.
Escuchó y leyó todo tipo de historias. Una alumna le dijo, contrariada, que no entendía por qué la consideraban víctima. “Si mi abuelo me abusó, ¿por qué no voy a hacerlo con alguien que me da 20.000 pesos [5 dólares]?”, recuerda Jaramillo. Entendió que el proceso de combatir este delito empieza por lo más básico, como dejar en claro que la responsabilidad es de los explotadores, y que el camino de reconocerse como víctima es largo pero fundamental. Recordó, escuchando a las menores, cómo ella misma había estado expuesta a la explotación en su adolescencia. “Cuando tenía 15 años, una amiguita llegó al colegio y nos dijo que por qué no vendíamos la virginidad, que un comerciante de la zona pagaba 200.000 pesos [unos 50 dólares]”, relata. Concluyó que “el primer paso para combatir la explotación es dejar de normalizarla”.
Al cabo de un año, quedó a cargo del refugio. Llevó voluntarios para que enseñaran artesanías, danza y educación sexual; organizó salidas a museos, parques de atracciones y restaurantes de comida rápida. “Dejaron de volarse [fugarse], pasamos de 7 a 37 adolescentes, y tuvimos que pedir nuevas camas”, afirma.
Años después, cuando cofundó Valientes con la antropóloga Danitza Marentes y consiguió apoyos de políticos y empresarios para crear un observatorio de la explotación sexual de menores, adquirió una perspectiva más amplia sobre el delito. Por ahora se documentan unos 2.500 casos cada año y la mayoría de quienes lo sufren (el 78%) son niñas. Pero reconoce que existe un subregistro y explica que hay muchas víctimas que no se identifican como tal: no quieren denunciar a los familiares o redes de trata que las someten e incluso muchos adultos las consideran trabajadoras sexuales adultas.
Según explica, pese a que se tiene la percepción de que la mayor cantidad de víctimas está en Medellín y Cartagena, en realidad Bogotá encabeza los listados. “Hay una explotación más oculta y distribuida en diferentes zonas, y es menos mediática”, remarca. Jaramillo trabajó en el Ministerio de Comercio y Turismo, y vio desde allí cómo la llegada de explotadores extranjeros se dispararon tras la pandemia. “Cuando se pudo volver a viajar, vino un montón de gente que había contactado a niños cuando estaban pegados al computador”, explica. Aunque hay un sinnúmero de explotadores nacionales que se mueven por el país, asegura que la llegada de extranjeros no es residual.
Jaramillo ve un problema estructural y cultural detrás de este crimen. Considera que la narcocultura ha fomentado la sexualización de las mujeres colombianas y que los extranjeros las vean como una mercancía. “¿Por qué seguimos creando películas que dicen que somos fáciles o cariñosas? ¿Por qué nos ven así y por qué nosotros mismos nos vemos así?”, cuestiona. Para ella, no alcanza con concientizar al personal de los hoteles si la Policía nunca llega cuando hacen una denuncia. Asimismo, duda de la efectividad de medidas como un toque de queda en las áreas más afectadas. “Si restrinjo en una zona turística, se trasladan a otra, a apartamentos de Airbnb que no van a salir en televisión”, comenta.
La activista ahora trabaja en Our Rescue, una organización internacional enfocada en trata de personas, tanto de adultos como de menores de edad. Se encarga de coordinar la asistencia a las víctimas tras la liberación, pero ha podido aprender de cómo trabajan los investigadores para identificar a los explotadores y cómo se articulan con la justicia. Le preocupan especialmente los desafíos que ha sumado la tecnología: antes, el proxenetismo y la demanda de explotación sexual eran los delitos más denunciados, mientras que ahora lo es la pornografía infantil —tres veces más que el siguiente—. En su trabajo actual, ha visto cada vez más casos. “Tuvimos la historia de una niña de seis años que estaba patinando en un parque, le tomaron una foto y la vendieron en la web negra: ‘Mire cómo se ve de rica, cómo se le talla el vestido. Imagínesela sin ese traje”, cuenta.
Jaramillo no tiene soluciones rápidas. Pide por ahora medir mejor las estrategias que se intentan en una u otra ciudad para acabar la explotación, y advierte sobre los peligros de poner fotos de hijos e hijas en redes sociales. Pero sobre todo, si le pide algo al 8 de Marzo, es pensar cómo se creó un modelo cultural que convirtió a las niñas en una mercancía y cómo repensar un futuro mejor para ellas.
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