Cristina Campo contra el tiempo
A la manera de Borges, la autora italiana se saltó las reglas de los géneros literarios. Una biografía y una recopilación de ensayos rescatan toda la potencia de su escritura
En la Italia de posguerra, la de las huelgas, extorsiones y atentados, las revueltas estudiantiles y aventuras contraculturales, la figura de Cristina Campo, seudónimo literario de Vittoria Guerrini, vino a ser toda una anomalía, algo de lo que ella fue plenamente consciente. Su escasísimo interés por publicar, tras perder en un bombardeo a la que consideraba su mejor (y única) lectora, quizás explicaría el que su obra haya tardado tanto en llegar a nosotros, aunque ahora lo haga por partida doble con Los imperdonables, una compilación de ensayos oportunamente rescatados por Siruela, y una biografía de Cristina De Stefano publicada por la editorial Trotta.
Se trata de una hermosa coincidencia, pues en este caso se agradece cualquier pista sobre la escasa producción de esta poeta, a quien debemos la originalidad de haber leído (Marcel Proust, T. S. Eliot, Djuna Barnes…) e incluso traducido (Katherine Mansfield, Virginia Woolf) a los grandes autores del modernismo, con una sensibilidad muy próxima a la mística.
Al parecer, su fe en la palabra —y por extensión, en la literatura, que entendía como algo elevado— impactó especialmente al poeta William Carlos Williams, que reconoció en ella a una de sus mejores intérpretes. De hecho, sus pequeños ensayos, de una belleza insólita, se dirían una extensión de su labor como traductora, pues más que explicar descifra lo que otros han dicho en su propia lengua y lo traslada, a su vez, a un idioma único, lleno de imágenes recurrentes y de carga simbólica. En este sentido sus textos no esclarecen nada, juegan con y reclaman nuestra atención, palabra que heredó de Simone Weil y que a su vez nos remite a esa escucha contra el sueño que encarnó el rey de Las mil y una noches. O cualquiera que durante su infancia reclamase un cuento o una fábula, según Campo, el género supremo, ahí donde se concentra lo mejor de cada lengua. Otra de sus pasiones fue el canto gregoriano, algo que nos indica que fue una escritora de oído, como María Zambrano, con quien mantuvo una amplia correspondencia. De hecho, esta afinidad musical es lo que compensa la complejidad de sus textos, que en Los imperdonables aparecen reunidos en cuatro bloques: ‘La flauta y la alfombra’, ‘Fábula y misterio’, ‘El sabor máximo de cada palabra’ y ‘Sentidos sobrenaturales’.
Pese a alimentarse de tradiciones y autores distintos, de Chéjov a Proust, el resultado es muy compacto. Recuerda a las Otras vidas de Marosa di Giorgio, porque el filtro con el que lee es tan acusado y propio que no siempre se reconoce al autor del que habla. Lo hace tan suyo… Dicho filtro está estrechamente ligado a su “imperdonable” búsqueda de perfección y a la sprezzatura, palabra que María Ángeles Cabré ha dejado acertadamente en italiano y que en su biografía aparece traducida como “displicencia”, aunque tal vez sea más exacto hablar de “desenvoltura”. En sus escritos la propia autora destaca su atrevida prudencia, recreando una tensión que le venía de cuna. No en vano la madre la describe como un coche con la mejor carrocería, pero al que olvidaron poner frenos en las ruedas posteriores, declaración que Cristina De Stefano encadenó con un verso donde esta misma idea alcanza otro vuelo: “Yo soy como un ciervo siempre huyendo del bosque. Cuando llega a un estanque donde podría reflejarse, tiene tanta sed que de inmediato lo enturbia”.
Sabemos por la citada biografía que Campo murió pronto, a los 53 años. Su salud fue siempre precaria debido a una malformación congénita en el corazón, así que desde muy joven compaginó estados febriles con largos periodos de reposo. Puede que esa circunstancia influyera en su trayectoria: con el tiempo, su fervor religioso empezó a interferir y a alejarla de la alegría de las primeras lecturas, rodeándose de personajes siniestros. No solo se convirtió al catolicismo, sino que orquestó una campaña por conservar la liturgia original (en latín), mientras se declaraba horrorizada de que en las iglesias se instalasen micrófonos y estufas.
Lo suyo fue una guerra abierta a la cultura de masas, que fue la de su tiempo, cuando se renunció a la analogía y todo se volvió espectáculo, lo que paradójicamente le traería algún consuelo. Así se desprende de esta frase que abre su biografía: “Y sin embargo, me gusta mi tiempo porque es un tiempo en el que todo se desvanece y es quizá, precisamente por esto, el auténtico tiempo de la fábula”. Esto podría emparentarla con lo que dijo Héctor Murena, que además fue amigo suyo. Para él, el escritor debía volverse anacrónico si quería ser libre, es decir, escribir contra el tiempo, como hizo Borges, otro erudito a quien Cristina Campo dedica un texto y en quien debió reconocerse por su forma de dialogar con muchas fuentes, eso sí, poniéndole humor. Tal vez sea esa cualidad la que se echa de menos en los escritos de esta italiana, para quien la palabra fue una cuestión sagrada pero también muy viva. Un misterio que se renueva. Frente a la verborrea actual, presenciar tal compromiso es exponerse a una lengua extranjera, aunque reconozcamos su sonoridad y su alfabeto. Y eso es lo que nos aleja y atrae a un mismo tiempo, lo que la vuelve tan inquietante, tan única.
Los imperdonables
Autor: Cristina Campo. Traducción de Mª Ángeles Cabré.
Editorial: Siruela, 2020.
Formato: 298 páginas. 22, 95 euros.
Vida secreta de Cristina Campo
Autor: Cristina De Stefano. Traducción de Laura Muñoz Villacañas.
Editorial: Trotta, 2020.
Formato: 224 páginas. 20 euros.
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