La historia de América contada en solo dos islas
El ensayo ‘De mucho más honor merecedora’ recrea la vida de Aldonza Manrique, la primera gobernadora criolla del Nuevo Mundo
Toda la historia de América se resume en la de dos islas de la costa venezolana: Cubagua y Margarita. Por ellas pasaron durante siglos lo mejor y lo peor del descubrimiento y colonización del continente. Personajes como el pirata Francis Drake esparciendo dolor y muerte, el criminal Lope de Aguirre asesinando inocentes, gobernadores miserables y cobardes como Cristóbal de Ovalle que se hacían los muertos para no luchar, valientes y generosos como Juan Sarmiento de Villandrado,...
Toda la historia de América se resume en la de dos islas de la costa venezolana: Cubagua y Margarita. Por ellas pasaron durante siglos lo mejor y lo peor del descubrimiento y colonización del continente. Personajes como el pirata Francis Drake esparciendo dolor y muerte, el criminal Lope de Aguirre asesinando inocentes, gobernadores miserables y cobardes como Cristóbal de Ovalle que se hacían los muertos para no luchar, valientes y generosos como Juan Sarmiento de Villandrado, que falleció batallando contra fuerzas muy superiores o frailes, o como Bartolomé de las Casas, que intentaban poner paz sin éxito, pisaron sus playas y bosques y protagonizaron con exactitud milimétrica el devenir que estaba a punto de llegar a las Indias. El ensayo De mucho más honor merecedora. Doña Aldonza Manrique, la gobernadora de la isla de las perlas, del periodista Daniel Arveras (Madrid, 49 años), recrea, a través de una amplia documentación, el relato de estos micromundos insulares.
La historia moderna de Margarita y Cuabagua comienza el 15 de agosto de 1498 cuando Cristóbal Colón toma posesión de ellas. Pero Cuabagua, que en lengua nativa significa el “lugar de los cangrejos”, poseía una característica que desató la codicia de los recién llegados: sus aguas acumulaban un inmenso tesoro de perlas.
La relación entre españoles e indígenas comenzó bien. Los primeros ofrecían a cambio de los preciados aljófares todo tipo de baratijas. Los indios buceaban unos pocos metros, sacaban fácilmente las ostras y recibían a cambio espejuelos, peines, cascabeles o cerámicas. Pero la noticia pronto llegó a Castilla: se habían descubierto grandes ostrales que parecían inagotables y que podían hacer la competencia a los asiáticos. El rey Fernando se consideraba enormemente afortunado: las perlas le servirían para pagar las múltiples deudas del reino.
Una avalancha de castellanos, flamencos y alemanes pidió licencia entonces para explotar las granjerías, como las denominaban. La Corona requería cada vez más aljófares a los agotados indígenas y firmaba sin cesar los permisos de explotación. “La apertura de las pesquerías a quienes obtuvieron la oportuna licencia para ello”, escribe Arveras, “incentivó una mayor e intensiva explotación de los naturales en estas labores. Del intercambio pacífico y voluntario de los primeros tiempos se fue pasando al abuso y a la esclavitud de los indios de diferentes latitudes, especialmente de los lucayos traídos de las Bahamas y de los cunamagotos de la costa próxima”. Estalló la rebelión.
En 1520, el capitán Ocampo organizó una armada “para pacificar la zona y dar un escarmiento a los alzados”. Lo logró. Pero un año después, arribó a la isla fray Bartolomé de las Casas en calidad de protector de los indígenas. Para ello, creó un asentamiento agrícola donde “prometía concordia con los naturales, intercambios pacíficos y evangelizaciones”. Como Ocampo pensaba que todo aquello era un inmenso error, le pidió al fraile que dirimieran sus disputas en la Audiencia de Santo Domingo. Y allí se fueron ambos. Cuando volvieron con la decisión de los magistrados, los indios habían matado a todos los pobladores que había traído el religioso. Más guerra.
En 1529, la Corona intervino. Prohibió taxativamente la esclavitud de los indios, “como súbditos de Castilla que eran”, y, mediante una cédula real, estableció “las temporadas en las que se podía pescar, las horas máximas de trabajo, el descanso, la comida y el buen tratamiento que debían recibir los naturales empleados en dicha actividad”. “La prohibición de la Corona de que no se esclavizara o abusara de los indios iba aplicándose paulatinamente, así que se precisaban otros miles de brazos que, como fuerza de trabajo, los sustituyeran”. Se esclavizó entonces a africanos para hacer el mismo trabajo, ya que estos no estaban protegidos por el rey.
Los indios, conocedores de su nueva situación, reclamaron al monarca, “como hombres libres y súbditos de la Corona”, recoger las perlas libremente “pagando el quinto como los demás señores de las canoas”. El monarca accedió y “mandó que no se les impidiera pescar ni hacerles agravio alguno”. Al final, explica Arveras, “el indio mejoraba su situación con el transcurso de las décadas, mientras el esclavo negro se convertía en pieza clave y casi exclusiva para la continuidad del negocio perlífero”.
“Para entonces, sobre todo en Cubagua, el mestizaje era ya una realidad y las parejas mixtas se multiplicaban. Como ocurrió siempre y desde el principio en las Indias, los españoles no tuvieron reparo alguno ni prejuicios raciales de ningún tipo a la hora de juntarse con las mujeres que habitaban los territorios que iban descubriendo y poblando. Los casos de amancebamiento y bigamia se produjeron en abundancia en aquellos primeros años, pese a los intentos de los religiosos y de las autoridades civiles de frenarlos”, se lee en el ensayo.
Pero la extracción sin límites de las ostras, entre europeos e indios, puso fin al negocio. Cabagua ya no ofrecía nada, ni tampoco la cercana y más grande Margarita, “que había quedado en una especie de letargo, alejada de aquella fiebre de las perlas sin ser lugar de residencia o asentamiento habitual de españoles”.
El 18 de marzo de 1525, el emperador Carlos concedió licencia al magistrado Marcelo de Villalobos para poblar Margarita con siete de condiciones. Entre ellas, que fundase un pueblo con “veinte vecinos casados y que tengan consigo a sus mujeres”, que llevase dos clérigos, que construyera una fortaleza y que le pagase el quinto real de todas las perlas que obtuviese “sin maltratar ni esclavizar a los indios”. Y entonces sucedió el milagro: se hallaron nuevos y abundantes ostrales en las aguas de la isla.
Pero la muerte repentina un año después de Villalobos, cambió todos los planes. “Es entonces cuando entra en escena con mucho mayor protagonismo su esposa, doña Isabel Manrique, la primera mujer fundamental en esta historia”, escribe Arveras. “Con dos hijas pequeñas, Aldonza, de apenas seis años, y Marcela, de tres, a Isabel le tocaba tomar las riendas de su casa, familia y hacienda en solitario, apretar los dientes y apelar al rey”.
Comienza así una historia familiar que continúa con el nombramiento de Aldonza como gobernadora de Margarita con solo siete años ―la primera mujer criolla gobernadora―, el paso de soldados solitarios por la isla buscando fortuna, la arribada de náufragos, ataques inhumanos del corsario John Hawkins, defensas heroicas de los poblados, prosperidad, hambre, muerte, vida… Y hasta el primer Bolívar que llegó a la actual Venezuela, Simón Bolívar, el Viejo, que en 1584 financió un invento subacuático francés, La tartana, que permitía extraer ostras a mayor velocidad. “Todos estos antepasados [del héroe nacional Simón Bolívar] ocuparon altos cargos en la administración colonial, en las milicias reales, y no descuidaron ampliar sus posesiones en tierras, minas y plantaciones, con abundante mano de obra esclava”, escribió el historiador uruguayo Nelson Martínez, según recoge el ensayo.
El féretro del libertador, nacido en Caracas el 24 de julio de 1783, descansa desde 2013 en un mausoleo junto al Panteón Nacional. “Su féretro está elaborado con madera de caoba y adornado por las célebres perlas de las costas e islas del Caribe venezolano. Las perlas de los Bolívar”, escribe Arveras. Es la historia de América encerrada en dos microcosmos insulares y un ataúd.
De mucho más honor merecedora. Doña Aldonza Manrique, la gobernadora de la isla de las perlas
Autor: Daniel Arveras.
Editorial: SND Editores.
Formato: 256 páginas. 22 euros.
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