Invierno en verano
Los cuadros de Carlos García-Alix en el Círculo de Bellas Artes de Madrid ofrecen un respiro de aire helado y quietud, una huida invernal
Con más frecuencia de la que parece, el refugio que deparan las artes adquiere una consistencia literal. En el verano tórrido, en el calor seco y extremo de Madrid, animado con eficacia aterradora por la costumbre municipal de las obras superfluas, los cuadros de Carlos García-Alix en el Círculo de Bellas Artes ofrecen un respiro de aire helado y quietud, una huida invernal. En París, en una visita a casa de un coleccionista, Gian Lorenzo Bernini se quedó mirando unos paisajes tardíos de Poussin y, descolgando uno para acercarlo a una ventana y verlo con mejor luz, hizo un elogio extraordinario: “¡Qué silencio!”. Vengo del calor, del ruido del tráfico, del aire enturbiado de dióxido de carbono y polvo del desierto, de las zanjas municipales como trincheras, del tableteo bélico de las taladradoras. En esta sala grande y de bien calculada penumbra del Círculo hay un silencio fragante como de iglesia a media mañana, y en él los cuadros se vuelven más visibles e irradian su propio silencio hacia el espectador solitario, el fugitivo del verano y del fragor de la ciudad, que siente el deseo de internarse en esos caminos como entre desfiladeros de árboles desnudos, en las espesuras de verde casi negro de los bosques de coníferas, en esos paisajes de una pálida luz boreal en los que el aire tiene un filo helado de cuchillo y las hojas y las ramas tiesas por el frío crujen bajo las pisadas, en el suelo endurecido.
Carlos García-Alix ha sido siempre un pintor de lejanías. Hasta ahora había pintado sobre todo las lejanías de la historia del siglo XX, utilizando la documentación visual escrita como los materiales de una memoria imaginada, con un empeño imposible de máquina del tiempo, de cámara oscura en cuyo interior se proyectaban los personajes y los lugares del pasado, fotografías de fantasmas en tamaño natural, en escenarios de cafés y de cines art déco. García-Alix, que es un excelente retratista, pintaba primeros planos de escritores marcados a fuego por las tragedias del siglo, Pasternak, Baroja, Mandelstam, Simone Weil, en tonos sombríos y terrosos, y esos retratos poseían una terrible inmediatez de fichas policiales y a la vez expresaban la lejanía de lo sucedido hace muchos años, lo congelado y vuelto irreversible por la muerte.
Ahora García-Alix ha elegido pintar la lejanía no del tiempo, sino la del espacio. Es una lejanía más remota aún porque en ella hay muy pocos marcadores geográficos. Reconocemos aquí y allá nombres nórdicos, pero hay detalles de arquitecturas y paisajes urbanos —una cúpula bulbosa, un tranvía de amarillo apagado— que señalan hacia el este y no el norte de Europa, y otros de una extraterritorialidad absoluta, marcada por lo uniforme y lo desnudo de los paisajes nevados, y por la silueta entrevista de un camión de larga distancia que circula hacia o desde Berlín por una autopista.
Este Viaje de invierno tiene algo de un cuaderno de apuntes y de un diario personal, y también es la aventura del viajero solitario del Winterreise de Schubert, en esa secuencia de poemas en los que la confesión del desgarro íntimo se ilustra como con estampas de cuento, de ilustración de fábula antigua: el camino, el bosque, el viajero perdido, la casa aislada entre los árboles, la luz de una ventana vista desde lejos como una salvación cuando ya se cierra la noche. El invierno es una escuela de despojamiento para un pintor porque desnuda las formas y reduce la gama de colores. Por eso es una estación tan adecuada para Carlos García-Alix, que ejerce una sobriedad de tonalidades terrosas muchas veces cercana a la fotografía en blanco y negro, una austeridad en el uso de la materia que deja al descubierto la trama del lienzo y las líneas de los dibujos preparatorios: en los extremos de las ramas de un árbol, en los cables de un tendido eléctrico. Rojos que nos hacen acordarnos de los horizontes nórdicos de Munch aparecen en los fulgores de un atardecer en un fiordo. En el contraluz de los bosques ya es noche cerrada. La nieve y el cielo nublado se vuelven azules a una cierta hora de la tarde. En el agua de un arroyo a punto de congelarse se refleja un cielo limpio de mañana de helada. Hay blancos de cortezas de abedules, amarillos de hierba seca, ocres de tierra y de liquen. En esos momentos me acuerdo de otros paisajes invernales, los de Andrew Wyeth. Una mañana muy fría de enero iba por Central Park y me di cuenta de que percibía con mucha más precisión los colores del invierno porque me había adiestrado mirándolos en los cuadros y en las acuarelas de Wyeth.
A una cierta distancia, cada paisaje adquiere una nitidez de realismo fotográfico, una poesía de fotogramas intermitentes de una película
Uno mira los cuadros en un doble movimiento de proximidad y cercanía, de secuencia ordenada y regreso voluble. En este silencio tengo todo el tiempo del mundo: como si me apropiara en esta visita de todo el tiempo de los viajes boreales de Carlos García-Alix, del otro tiempo sedentario en el taller donde cobraban una forma más segura los bocetos. A una cierta distancia, cada paisaje adquiere una nitidez de realismo fotográfico, una poesía de fotogramas intermitentes de una película, la película del viajero que se adentra por esos caminos, que llega a una de esas casas solitarias, que contempla inmóvil el paso del tren, o que va en ese tren y contempla el paisaje desde una ventanilla, y ve una silueta de alguien anónimo recortada en la nieve. A una cierta distancia, la mirada se rinde al ilusionismo de la pintura, a su capacidad extraordinaria de crear espejismos del mundo real. Es de cerca cuando se advierte el oficio que sostiene ese engaño gozoso, cuando se ve el esfuerzo, la técnica, la destreza del dibujo y de la pincelada, la economía expresiva, la trama rugosa del lienzo, los espacios dejados en blanco, lo en apariencia apresurado, o inacabado.
Carlos García-Alix es un pintor culto, en el sentido íntegro de la palabra; un pintor con toda la experiencia artesanal del taller y todo el bagaje de la historia de la pintura, y de la historia del último siglo, y la literatura, y la música. Todo está tan mezclado en su arte igual que los pigmentos cuando los colores se molían en un mortero. La figura solitaria que aparece de costado o de espaldas en alguno de sus paisajes invernales es el viajero de Schubert y el de Friedrich, y es sobre todo el pintor enfrentándose atónito a la tarea de representar el espectáculo del mundo visible y el secreto de su propia conciencia.
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