‘Los divagantes’: una ceguera voluntaria
Como una constante dentro de la obra de Guadalupe Nettel, los protagonistas de los ocho relatos de este libro insisten en ese campo de operaciones de los afectos que llamamos familia
Desde La huésped (2002), su primera novela, hasta La hija única (2020), la última, Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973) viene insistiendo en ese campo de operaciones de los afectos (a veces también arma de destrucción masiva) que llamamos familia: sus claroscuros, dobleces y proyecciones. Y lejos de repetirse en un tema que empezamos a creer universal, y que literariamente tiene apenas dos siglos de universalidad, en cada libro Nettel demuestra su potencial de originalidad. Pienso en El cuerpo en que nací (2011), gozoso examen autobiográfico, o en los relatos con animales (y familias, claro) de El matrimonio de los peces rojos (2013).
Los narradores, siempre en primera persona, quieren saber un poco menos de lo que los lectores vamos entendiendo
Los protagonistas de estos ocho relatos son los puntos ciegos de cada familia. Ocupan un lugar excéntrico o vagante, sin plenitud ni equilibrio. Y sin embargo, estas miradas periféricas se convierten en los puntos de apoyo de sus respectivas estructuras familiares: la joven estudiante que decide acompañar a su tío, “pariente proscrito”, durante su enfermedad; la madre que vela en casa mientras su marido y sus hijos viven una existencia “onírica”, durmiendo todo el día como consecuencia de la “nueva normalidad” pandémica.
Nettel sabe muy bien que este punto a la vez ciego y de apoyo es, de alguna manera, la constante extrañeza de lo familiar cuando lo vivimos en primera persona: nos percibimos con un desarraigo de fábrica, como si el resto constituyera una unidad cerrada sin esfuerzo ni laboriosidad. Y quizá incluso mejor que hablar de familia en estos relatos deberíamos hacerlo de deseo. Una carencia original que los personajes creen superar con la intuición de aquel elemento o gesto que cambiaría el insatisfactorio orden de las cosas. A veces por un hastío de la propia vida, incluso por la nostalgia de algo que no existió: un abuelo proyectado sobre un árbol centenario en ‘Un bosque bajo la tierra’. El deseo es, por ejemplo, la nostalgia imposible del joven amigo de la narradora en el relato que da título al conjunto, hijo de exiliados políticos, comparado a un albatros, esa ave tan literaria, que “fuera de su rango geográfico” no sabe cruzar de nuevo el ecuador para regresar a su lugar de origen. Pero también es la torpeza, un poco más prosaica, del protagonista de ‘La cofradía de los huérfanos’: el huérfano sublima a la madre ausente y delata a un joven huido de su casa.
El deseo también es el motor de dos relatos especialmente logrados, e inquietantes. En ‘La vida en otro lugar’, un frustrado actor coquetea con la posibilidad de reemplazar la vida de su envidiado compañero de estudios de arte dramático: desea en tanto que usurpa, y su deseo se extingue con la posibilidad de cumplirlo. Y ‘La puerta rosada’, que se permite un juego con lo fantástico (como en ‘El sopor’): la oportunidad de reversión de la propia vida, si bien algo azarosa e involuntariamente humorística, eliminando alguno de sus elementos.
Es interesante entender cómo funciona este plano fantástico en la escritura de Nettel. Sigue operando ese plano de verosimilitud que le damos a una voz no demasiado lúcida. Porque sus narradores, siempre en primera persona, quieren saber un poco menos de lo que nosotros como lectores vamos entendiendo. Quizá también es este su divagar, los circunloquios que yerran el tiro. No son exactamente narradores engañosos, sino de una ceguera voluntaria, incluso cuando escudriñan los signos, como la supersticiosa madre de ‘Jugar con fuego’. Ésta es otra de las cualidades de estos relatos: su ironía estructural. Incluso el leve humor de fondo en los terrenos más penosos. Encontrar esa pieza de nosotros mismos que nos falta: una promesa de plenitud que nos mantiene no necesariamente lúcidos, pero vivos.
Los divagantes
Anagrama
168 páginas. 17,9 euros.
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