Una lección magistral de literatura impartida por Virginia Woolf
‘El estrecho puente del arte. Ensayos literarios’ reúne por primera vez en castellano los textos de la escritora sobre el arte de la ficción y de la biografía. ‘Babelia’ adelanta un extracto del libro, que se publica este 20 de septiembre en Páginas de Espuma, sobre la relación de las mujeres y la ficción
Mujeres y ficción
El título de este artículo podría interpretarse de dos maneras: puede aludir a las mujeres y a la ficción que escriben, o a las mujeres y a la ficción que se escribe sobre ellas. La ambigüedad es intencional, pues cuando hablamos de mujeres escritoras, es preferible hacerlo con la mayor flexibilidad posible; es necesario darnos un lugar propio para lidiar con otros asuntos más allá de nuestros quehaceres, que tanto se han entrometido en nuestro trabajo y tan poco se ha relacionado con nuestro arte.
La afirmación más vaga sobre la labor escritora de las mujeres suscita, de manera inmediata, una serie de preguntas. ¿Por qué, nos preguntamos sin pensarlo dos veces, no hubo una escritura regular por parte de las mujeres antes del siglo XVIII? ¿Por qué, desde entonces, escribieron casi tan de seguido como los hombres, y durante tal producción escritora se obraron, una tras otra, algunas de las piezas más celebradas de la ficción inglesa? ¿Y por qué su arte, tanto en antaño como en nuestros días, suele ser la narrativa?
Reflexionar sobre esto nos ayudará a comprender que estamos haciendo preguntas, cuyas respuestas solo nos darán más ficción. Respuestas que yacen actualmente encerradas en viejos diarios, guardadas en viejos cajones, emborronadas en recuerdos de quienes tienen cierta edad. Se encuentran en las vidas de quienes habitan en la oscuridad… en esos pasillos lóbregos donde la historia generacional de la mujer resulta borrosa e intermitente. Pues muy poco se conoce sobre la mujer. La historia de Inglaterra habla de hombres, no de mujeres. De nuestros padres hemos escuchado siempre alguna hazaña, alguna prerrogativa. Eran soldados o eran marineros; ocuparon ese cargo o aprobaron aquella ley. Pero de nuestras madres, de nuestras abuelas, de nuestras bisabuelas, ¿qué ha quedado? Nada más que una tradición. La primera era hermosa; la segunda era pelirroja; la tercera recibió un beso de la reina. No sabemos nada de ellas salvo sus nombres y las fechas de sus matrimonios y la cantidad de hijos que tuvieron.
Así que, cuando queremos saber por qué, en un momento determinado, las mujeres hicieron esto o aquello; por qué, en algunas ocasiones, nada escribieron, y en otras tantas, escribieron obras maestras; resulta extremadamente difícil averiguar las razones de aquello. Cualquiera que hojeara esos desgastados papeles, que replanteara la forma de contar la historia y construyera así una imagen fidedigna de la vida cotidiana de la mujer durante la época de Shakespeare, durante la época de Milton, durante la época de Johnson, no solo acabaría escribiendo un libro de una relevancia asombrosa, sino que armaría al crítico de los recursos que hoy no le acompañan. La mujer extraordinaria depende de la mujer ordinaria. Solo cuando descubramos cuáles eran las condiciones de vida de la mujer promedio –cuántos hijos tenía o de cuánto dinero disponía, si dormía en un cuarto propio o si recibía ayuda para criar a su familia, si tenía sirvientes o si algunas de las tareas del hogar formaban parte de sus quehaceres–, cuando sepamos cuál era la posición social y la calidad de vida de la mujer ordinaria, seremos capaces de medir el éxito o el fracaso de la mujer extraordinaria como escritora.
Extraños intervalos de silencio parecen dividir un período de actividad del siguiente. Que Safo y un pequeño grupo de mujeres escribieran poesía en una isla griega seiscientos años antes del nacimiento de Cristo es algo de lo que solo se calla. Luego, alrededor del siglo XI, encontramos a cierta dama de la corte, la señora Murasaki [1], escribiendo una novela muy larga y muy hermosa en el Japón. Y en la Inglaterra del siglo XVI, cuando dramaturgos y poetas vivían su faceta más productiva, las mujeres guardaban silencio. La literatura isabelina la escribieron, en su mayoría, hombres. Más adelante, a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, encontramos de nuevo mujeres escribiendo –esta vez en Inglaterra– con una frecuencia y un éxito extraordinarios.
La ley y la costumbre fueron, claro está, grandes cómplices de esos extraños intervalos de silencio y de escritura. Cuando a una mujer se la golpeaba y se la echaba a patadas del cuarto, como ocurría en el siglo xv, si se negaba a casarse con el hombre escogido por sus padres, los aires no soplaban favorables a la producción de obras de arte. Cuando la esposaban sin su consentimiento con un hombre que se convirtió en su amo y señor, «así como dictan las leyes y las costumbres», como sucedía durante la época de los Estuardo, es probable que la mujer estuviese falta de tiempo para escribir y vacía de todo estímulo. La nefasta influencia del entorno y la sugestión sobre la mente es algo que, en esta era del psicoanálisis, estamos comenzando a comprender. De nuevo, con memorias y con cartas para ayudarnos, comenzamos a comprender qué anómalo se antoja el esfuerzo suficiente para concebir una obra de arte, qué importante es el refugio y el apoyo que demanda la mente del artista. De todo esto estamos seguras por las vidas y por las cartas de hombres como Keats, Carlyle y Flaubert.
Por lo tanto, es claro que el extraordinario estallido de ficción a comienzos del siglo XIX en Inglaterra se haya precedido de innumerables y ligeras modificaciones de la ley, de las modas y los modales. Y de tal manera, las mujeres de entonces, aspiraron, por fin, a tener algo de ocio, algo de educación. Ya no resultaba excepcional que las mujeres de la clase media y alta eligieran a sus propios maridos. Y es significativo que de cuatro grandes novelistas –como lo fueron Jane Austen, Emily Brontë, Charlotte Brontë y George Eliot– ninguna de ellas tuviera un hijo y solo dos estaban casadas.
Sin embargo, a pesar de la clara derogación de la ley que prohibía a la mujer escribir, dicha actividad aún causaba gran aflicción. No han existido cuatro mujeres más diferentes en genio y en carácter que estas cuatro. Jane Austen no pudo haber tenido nada en común con George Eliot; George Eliot era lo opuesto a Emily Brontë. Sin embargo, todas fueron capaces de emprender la misma labor; todas, cuando escribieron, escribieron novelas.
La narrativa era en su día, como sigue siendo en los nuestros, lo más sencillo de escribir para una mujer. Tampoco es que nos sea difícil deducir el porqué. Una novela es la expresión artística que menos concentración demanda de todas las que hay. Puede que una novela sea más fácil de retomar o de abandonar que una obra de teatro o un poema. George Eliot dejó su trabajo para cuidar a su padre. Charlotte Brontë dejó su pluma para ayudar en la cosecha de patatas. Y aun viviendo, como le tocó vivir, en el cuarto de estar, rodeada de gente, aquella mujer instruyó su mente para la observación y para el análisis del carácter. Su entrenamiento fue para ser novelista, no para ser poeta.
Incluso en el siglo XIX, una mujer vivía, a fin de cuentas, en su hogar y en sus emociones. Y esas novelas de entonces, por muy ilustres que fueran, estaban del todo arraigadas en el hecho de que las mujeres que las escribían, se privaban de ciertos aspectos de la vida. Que la vida haya tenido gran influencia sobre la narrativa es algo nadie discute. La mejor parte de las novelas de Conrad, pongamos por caso, no habrían merecido la pena si no hubiera sido marinero. Si quitásemos todo lo que Tolstói sabía, como soldado que era, de la guerra, o lo que sabía de la vida y de la sociedad, por ser un joven rico, cuya educación le abriría paso a toda clase de experiencias, Guerra y paz no nos resultaría muy interesante.
Sin embargo, Orgullo y prejuicio, Cumbres borrascosas, Villette y Middlemarch, fueron escritas por mujeres a las que se les negaba por la fuerza toda vivencia, salvo aquella que se podía encontrar en el cuarto de estar de una familia de clase media. Se les negaba disponer de vivencias de primera mano en relación a la guerra, a la navegación, a la política o a los negocios. Incluso su vida emocional estaba estrictamente regulada por la ley y la costumbre. Cuando George Eliot se aventuró a vivir con Lewes [2] sin ser ella su esposa, la opinión pública no tardó en escandalizarse. Bajo tal presión social, se recluyó en los suburbios; aquello repercutió, inevitablemente, en las peores consecuencias imaginables para su obra literaria. Solía escribir que, a menos que la gente demostrase sus deseos de visitarla, ella jamás solía invitar a nadie sin previo aviso. Mientras tanto, al otro lado de Europa, Tolstói era libre de convivir con hombres y mujeres de toda clase, pues nadie lo censuraba y de sus novelas solo podemos dilucidar su enorme talento y vitalidad.
Pero las novelas de mujeres no se vieron afectadas únicamente por el limitado espacio de vivencias de la escritora. Mostraban, al menos en lo que respecta al siglo xix, otra característica que puede atribuirse al género de quien escribe. En Middlemarch y en Jane Eyre no solo somos conscientes del carácter de la escritora, como lo somos cuando leemos a Dickens, sino también notamos la presencia de una mujer… de una persona molesta por el trato que se ha dado a su género, que aboga por sus derechos fundamentales. Esto dota a la pluma de una mujer de un fundamento del que carece todo hombre, a no ser que sea, en realidad, de clase trabajadora, de raza negra o bien sea consciente de su posición privilegiada. Cuando las leemos, somos conscientes de ese ruido y de lo que provoca su debilidad. Pues el deseo de defender alguna causa social o de convertir un personaje en portavoz de alguna aflicción, de algún agravio personal, despierta siempre nuestro interés. Como si la narrativa que escribieran, nos llamase la atención por algo que va más allá del propio libro.
El talento de Jane Austen y Emily Brontë estuvo siempre por encima de todo reclamo y súplica; jamás se ha visto interrumpido por el desprecio ni por la censura. Pues hacía falta una mente muy serena o muy preclara para no entrar en cólera por semejantes actos. Reacciones tales como el ridículo, la censura, la acusación de inferioridad, eran habituales hacia esas mujeres que practicaban un arte. Podemos ver lo que supuso la indignación en Charlotte Brontë, la renuncia en George Eliot. Todo el rato lo vemos en la obra de escritoras menores… en aquello de lo que escriben, en su asertividad tan poco natural, en su docilidad fuera de lo común. Por no mencionar su falta de sinceridad en su escritura. Adoptan una actitud de deferencia a la autoridad. Escriben, a ratos, de manera muy masculina o muy femenina; consiguiendo, de tal manera, que sus novelas pierdan su entereza y, por tanto, su característica fundamental que las define como obras de arte.
Un gran cambio de actitud es lo que ha prosperado de a poco en la literatura de la mujer. Pues esta ya no expresa nada de amargura. Ni tampoco enfado. Ya no suplica ni protesta cuando escribe. Nos aproximamos, si es que no hemos llegado aún, al momento en que la literatura de la mujer tendrá poca o ninguna influencia externa que la perturbe. Podrá madurar sus opiniones sin que nadie la distraiga. El aislamiento de quienes pecaban de talento e ingenio, ahora está al alcance de las mujeres comunes. Por lo tanto, la novela promedio de una mujer es mucho más genuina y mucho más interesante hoy que hace unos cien o incluso cincuenta años.
Pero no ha dejado de ser cierto que antes de que una mujer pueda escribir exactamente como desea, tiene que enfrentarse a muchas dificultades. Para empezar, está la dificultad técnica –que tan simple parece y tan desconcertante resulta– en la propia forma de la oración, la cual no acaba de convencerla. Una oración construida por hombres resulta insípida, tan tosca y tan pomposa, para la pluma de una mujer. Sin embargo, en una novela, que cubre una extensión tan amplia del terreno, se ha de buscar una clase de oración común y corriente que lleve al lector con facilidad y naturalidad de un extremo al otro del libro. Y es esto lo que ha de hacer una mujer por sí misma, alterando y adaptando la oración que corresponda, hasta que escriba una que tome la forma natural de su pensamiento sin aplastarlo ni deformarlo.
[1]. Murasaki Shikibu (c. ¿978? - c. ¿1014?) fue una escritora, poeta y cortesana japonesa. Se la considera toda una pionera por crear la primera novela moderna del mundo, la cual se titula Genji Monogatari («La novela de Genji» en castellano).
[2]. George Henry Lewes (1817-1878) fue un filósofo y crítico literario. A pesar de estar casado con Agnes Jervis, su esposa, vivió muchos años con George Eliot en Weimar y en Berlín, cuando ambos estudiaban a Goethe. Ella incluso se refería a él como su esposo.
‘El estrecho puente del arte. Ensayos literarios’. Virginia Woolf. Traducción de Rafael Accorinti. Páginas de Espuma, 2023. 696 páginas, 36 euros.
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