María Larrea, autora: “En Francia, los inmigrantes españoles viven en guetos invisibles”
La escritora publica ‘Los de Bilbao nacen donde quieren’, en el que relata cómo descubrió que fue adoptada ilegalmente en la España de la Transición, antes de emigrar a París con sus padres. Su debut es también un retrato de la miseria moral de la dictadura
María Larrea (Bilbao, 1979) se enteró a los 27 años de que era “la hija de nadie”, como un buen día le confesó, sin anestesia, su madre adoptiva. En otras palabras, que fue abandonada y luego adoptada ilegalmente en el País Vasco de la Transición, antes de emigrar con sus nuevos padres a Francia, donde trabajaron como mujer de la limpieza y conserje de un conocido teatro del centro de París.
Su debut literario, Los de Bilbao nacen donde quieren (Alianza), es una novela autobiográfica, escrita en francés y recién traducida al español (al hablar, ella mezcla indistintamente las dos lenguas), en la que relata la indigencia moral del franquismo, el clasismo que sufrieron sus padres (y ella misma) al llegar a Francia —”María, qué risa, te llamas como nuestra asistenta”—, la crisis de identidad que ese secreto familiar desencadenó y la búsqueda de su familia biológica en el norte peninsular. Aunque, a diferencia de otros libros inscritos en la autoficción, el suyo no prescinde de un humor cínico y de tintes absurdos. Después de todo, su historia empieza, como recuerda durante un encuentro en su casa en París, con una sesión de tarot.
Pregunta. Lo primero que impacta en su historia, más allá del drama personal y familiar que esa revelación provoca, es el año de su adopción ilegal, 1979.
Respuesta. Sucedió muy tarde, diría que fui una de las últimas. No soy un bebé robado, y mi historia no tiene directamente que ver con lo sucedido durante el franquismo, aunque sí haya en ella un eco, una relación muy clara con el contexto histórico de esa época.
P. Es decir, con la miseria moral y el oscurantismo de la dictadura.
R. Exacto. Para mí, lo más importante era comprender de dónde salieron mis padres. Quería entender cómo tres huérfanos procedentes de la misma nación, porque mis padres también fueron niños abandonados —mi madre fue acogida por monjas gallegas; mi padre era hijo de una prostituta de Bilbao—, acababan formando una familia en la Francia de los ochenta. El problema fue que casi no tenía información. Si pude empezar a escribir el libro, fue gracias a los registros civiles. Reconstruí el entorno sociológico de la época —el Bilbao de los setenta, el barrio de La Palanca— y usé la imaginación para el resto. Para mi sorpresa, lo escribí con una gran sensación de felicidad. Las frases salían de las entrañas, pero era como si las estuviera cantando. Marguerite Yourcenar decía que uno debe tener 40 años para hacer algo así. En la veintena, no hubiera sido capaz.
“Crecí en un entorno marginal y violento, con un padre alcohólico que pegaba a su mujer, pero también hubo mucho amor”
P. El libro es, ante todo, un homenaje a sus padres adoptivos.
R. Sí, es una declaración de amor, a pesar de todo. Crecí con un entorno marginal y violento, con un padre alcohólico que pegaba a su mujer, en una situación de pobreza, poca cultura y muy escasa educación, y con una mentira enorme, un secreto violento, en el núcleo familiar. Pero también hubo mucho amor. Quise encontrar el amor entre toda la hojarasca. Fue como un proceso de disección.
P. Llama “el consulado” al modesto piso donde creció. Estaba en el centro de París, pero olía a cebolla frita y carne guisada, mientras que la mesa del comedor estaba cubierta por “un hojaldre de hules”.
R. Las casas de los emigrantes españoles en Francia son guetos invisibles, de puertas adentro, muchas veces en la planta baja, que era donde vivían las porteras. Se relacionaban solo con otros españoles o, como mucho, con portugueses o yugoslavos, y casi nunca ocupaban el espacio público. Mis padres no se sentían legítimos en Francia. El libro es un intento de darles una legitimidad.
P. Describe el racismo cotidiano al que se enfrentaron al llegar a Francia, que no estaba socialmente condenado como el que sufrían magrebíes o subsaharianos.
R. La diferencia es que los españoles eran blancos. Se consideraba que tenían el suficiente privilegio para que no fuera problemático que les lanzaran esos insultos. Por otra parte, mis padres crecieron en dictadura: era una generación acostumbrada a callar, a no quejarse. Formaban parte de una inmigración económica que había cambiado de país para trabajar y que aguantaba ese desprecio sin rechistar. Cuando denuncias esa xenofobia, los franceses lo encuentran exagerado. A mí me han llamado exagerada toda mi vida. “Hija de inmigrantes, ¡ya será menos!”. Pero es que, en realidad, lo era… Hoy sigo sin tener la nacionalidad francesa. Me planteé pedirla, pero ya no la quiero. Me siento española, bilbaína y parisiense, más que francesa. Crecí y estudié en Francia y me casé con un francés, pero sigo teniendo un problema con la burguesía de este país. Me incomoda igual que de pequeña, cuando sufrí mucho por la humillación a la que nos sometieron. Sufrí, sobre todo, por mis padres.
“No quiero la nacionalidad francesa, no me gusta la burguesía de ese país. Sufrí mucho por la humillación a la que nos sometieron. Sobre todo, por mis padres”
P. ¿Escribe por venganza social?
R. No es premeditado, pero admito que soy rencorosa.
P. Usa lo burlesco y lo paródico para describir situaciones bastante dramáticas. Por ejemplo, el concurso en su colegio de clase alta para decidir quién era la niña más pobre. Ganó usted porque sus padres “no tenían Canal Plus”.
R. Eso es algo muy español, ¿no? El uso del humor para quitar hierro a las cosas… Por lo menos, mi familia siempre usó el humor en cualquier circunstancia, incluso en la violencia. Cuando insultaba, mi padre era extremadamente creativo con la lengua. Creo que ha influido en mi forma de escribir. Sin humor, el resultado habría sido insoportable, porque hablo de incesto, abandono, prostitución, violencia conyugal, adicciones varias… Sin humor, hubiera sido una mala novela. Era necesario utilizarlo.
P. El clímax del libro llega cuando su madre le revela la verdad con una frialdad sorprendente. ¿Cómo explica su reacción?
R. En ese momento me dejó perpleja, pero ahora creo que fue como la maniobra de Heimlich: un movimiento brusco que logra que expulses de tu cuerpo lo que te estaba atragantando. Después de 27 años de mentiras, vio un portal, como en Star Trek, que le permitía confesar la verdad. Tenía razón: para ella, yo era “la hija de nadie”. Mi madre no sabía nada de mi historia, ni quería saber nada. Todavía hoy sigue sin querer saber nada sobre mi familia biológica. Para ella, me abandonaron, y ese es el final de la historia.
P. ¿No ha leído el libro?
R. Quería hacerlo, pero en francés era demasiado difícil. A lo mejor lo hará ahora que se ha traducido al castellano, pero tendré que llamar a un cardiólogo… [risas]. Hay que recorrer todo un camino mental antes de entender que este libro es una declaración de amor. Lo primero que se percibe es la violencia. Me da miedo que a mi madre le incomode…
P. ¿Se planteó escribirlo en castellano?
R. No, hubiera sido imposible. No tengo un español literario, no lo domino como el francés. He crecido con una educación muy francesa, leyendo a Balzac y Zola más que a Cervantes o a Manuel Vilas. Ordesa, por cierto, me apasionó.
P. Descubrió que su madre biológica era de una clase social distinta, que procedía de la burguesía de Santander. ¿Le generó cierto trastorno de la personalidad?
R. Absolutamente. No es que fuera un poco distinta, es que era una clase social opuesta. Yo hice unos estudios determinados, me casé y tuve dos hijos y me acomodé. Al enterarme de que mi madre biológica no era obrera, lo interpreté como si me hubiera aburguesado por atavismo, como si estuviera destinada a cerrar el círculo y volver al origen. En realidad, no fue así, porque al descubrirlo me volví todavía más rebelde. Desde que sé que vengo de ahí, me opongo aún más a la clase dirigente. Es como si tuviera que defender todavía más a mis padres adoptivos.
P. Descubrió sus orígenes gracias a una sesión de tarot. Muchos ridiculizan esa práctica, pero usted la presenta como una forma alternativa, pero perfectamente válida, de acceder a la verdad.
R. Sin el tarot nunca hubiera sabido de dónde venía porque mi madre no tenía intención de decirme nada. En el fondo, el tarot es una hermenéutica. Lees una serie de signos y es tu inconsciente el que habla. Una sesión de tarot es el encuentro entre dos subconscientes: el tuyo y el del tarotista. Sigo recurriendo a esta práctica, aunque mi tarotista se acaba de jubilar. Es una pena, porque desde que se publicó el libro todo el mundo me pide su teléfono. Se podría haber hecho rica…
“Si no usara el humor, mi libro sería insoportable: hablo de incesto, abandono, prostitución y adicciones varias”
P. Estudió cine y, en un principio, quiso convertir su historia en una película. ¿Por qué no lo hizo?
R. Cuando me enteré de que era adoptada, empecé un guion de inmediato. Necesitaba escribirlo porque no lo entendía. Estuve a punto de rodarlo con Antonio de la Torre y Carmen Machi interpretando a mis padres. Ambos dieron su acuerdo, pero al final no salió. Lo intenté durante muchos años y no hubo manera. Entonces lo acabé convirtiendo en serial radiofónico y fue ahí cuando una amiga, al escucharlo, me llamó y me dijo: “Lo que tienes entre manos es una novela. Ponte a escribir”. Le hice caso. En cuanto terminé el manuscrito se me abrieron muchas puertas. Varias editoriales lo quisieron de inmediato. Lo irónico es que ahora hay productoras que quieren comprarme los derechos del libro para convertirlo en película…
P. En el libro, insiste mucho en el hecho de sentirse vasca. Para usted, ¿qué significa ser vasca?
R. Mi padre llegó a París con todo el merchandising necesario: las ikurriñas, la afición a los sanfermines, la txalaparta, los carteles de Indurain… Hasta ETA le gustaba. Creo que era su manera de expresar la violencia con la que él había vivido. No creo que hubiera sido capaz de matar a nadie a punta de pistola, pero era su manera de canalizar esa violencia. Yo no lo entendía, pero eso formó parte de mi día a día durante mi infancia.
P. Reivindica la palabra “bastarda”. ¿Qué le gusta de ese término?
R. “Nací a la sombra de una mujer. Podrán decir de mí que soy bastarda”, escribo hacia el final. Además de aplicarlo a los humanos como insulto, la palabra bâtard se usa en francés para referirse a los perros que no son de raza. Yo me siento como una perra bastarda con orígenes cruzados. Y la verdad es que me gusta serlo: no querría ser de pura raza, no me interesa el pedigrí. Los perros con pedigrí enferman. Yo soy una perra callejera. Es algo que me ha ayudado mucho en la vida…
“Me siento como una perra bastarda con orígenes cruzados, y la verdad es que me gusta serlo. No querría ser de pura raza. Los perros con pedigrí enferman”
P. ¿En qué sentido?
R. Hay algo muy camaleónico en los adoptados y en los inmigrantes. Dispones de una gran capacidad de adaptación que te permite moverte en cualquier entorno social, en cualquier círculo, en cualquier país. De pequeña, las madres de mis amigas burguesas me adoraban. Les parecía que era una niña modelo, era perfecta. “Qué formal para ser hija de pobres”, pensaban. Es algo que me sigue acompañando. Cuando me presenté al concurso para La Fémis [prestigiosa escuela de París, de la que salen las élites del cine francés] y les dije que era hija de una mujer de la limpieza y que, a la vez, me encantaban las películas de Maurice Pialat, me abrieron las puertas de par en par. “Adelante, mademoiselle, por favor, après vous”. Que tenga orígenes modestos es algo que excita a los burgueses. Un ejemplo: la alcaldesa del distrito más rico de París es Rachida Dati [exministra de Justicia de Nicolas Sarkozy, hija de marroquí y argelina]. No es casualidad que mis lectores en Francia sean, en su mayoría, mujeres de la clase acomodada y de provincias…
P. ¿Cómo se lo explica?
R. En francés se las llama dames patronesses, señoras que se dedican a las obras de beneficencia. Les interesa el final feliz de mi relato, la integración sin asperezas en la sociedad francesa, la idea de que sea hija de aquella mujer de la limpieza a la que daban una propina o ropa vieja de sus hijos. Soy el fruto de su caridad, o eso creen ellas. Opinan que mi caso individual demuestra que, cuando uno quiere, puede. Se nota que no han leído a Bourdieu…
P. ¿Ha descartado la idea de hacer cine?
R. Estoy pensando en el segundo libro, pero no avanzaré nada: como decía Barthes, un escritor debe escribir en la clandestinidad. Mi novela llega después de 15 años de fracaso profesional intentando rodar una película. Ahora ya no sé si quiero, la verdad. El cine es un mundo muy cruel. Me jode que una película cueste tanto dinero. El precio de un rodaje es superior a lo que ganará mi madre durante toda su vida. Por otra parte, en los aspectos creativos, hay tanta gente que opina sobre tu guion que acaba siendo un monstruo de Frankenstein. Yo era una escritora frágil y hacía caso a todo lo que me decían. Menos mal que no lo filmé, porque eso me permitió firmar la novela. La escribí sin tener que buscar las soluciones intermedias a las que me obligaba el cine. Y eso es lo que más feliz me hace: haber hecho algo, por primera vez en mi vida, sin hacer ni una sola concesión.
‘Los de Bilbao nacen donde quieren’. María Larrea. Traducción de Alicia Martorell. Alianza, 2023. 200 páginas. 18,95 euros.
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