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Las huellas de la represión franquista

Conocer, comprender, compartir a través de la lectura hechos tan terribles de nuestro pasado, ha mantenido viva la función curativa, narrativa, de la historia. La aparición de una serie de estudios e investigaciones recientes sobre el fenómeno de la represión da buena fe de ello

Detalle del lápiz encontrado junto a los restos de un niño en la fosa CE016 del Barranco de Víznar, Granada
Detalle del lápiz encontrado junto a los restos de un niño en la fosa CE016 del Barranco de Víznar, Granada.Fermin Rodriguez

La arqueología, la antropología y la investigación en archivos han cambiado nuestra forma de comprender la represión franquista. Un conocimiento esclarecedor con el que vamos dejando atrás un interminable reguero de sombras, acusaciones y culpas. Oculta entre el fin de la guerra y sus consecuencias, fue silenciada por el miedo, la pobreza y la versión oficial. Quedó fuera de los 25 años de paz y del modelo de reconciliación de la Transición. Nada, ni una sola mención en los libros de texto sobre aquella extraña epidemia de muerte repentina que segó nuestra infancia colectiva. El olvido, el paso del tiempo y la necesidad de saber. Conocer, comprender, compartir a través de la lectura hechos tan terribles de nuestro pasado, ha mantenido viva la función curativa, narrativa, de la historia. La aparición de una serie de estudios e investigaciones recientes sobre el fenómeno de la represión da buena fe de ello.

El hallazgo de un cadáver de entre 10 y 14 años en el barranco de Víznar (Granada) demuestra que los niños fueron también objetivos de una violencia masiva. Una goma de borrar y un lapicero; dos orificios de bala en un pequeño cráneo, aún por formar, aún por identificar. Al menos el 30% de las víctimas de la represión franquista durante la guerra sigue sin registrar o en paradero desconocido. Ya no son simplemente “desaparecidos”. La mayoría fueron maniatados y ejecutados por la espalda, sin ver nunca el frente, con un tiro en la nuca. Nada que ver con esa idea de un pelotón de fusilamiento, tras un simulacro de juicio o consejo de guerra, que ha llegado a nosotros minuciosamente. Los cadáveres, al principio, se dejaban como estaban, rematados en el suelo, en las cunetas o a la entrada de los pueblos. Para dar ejemplo. La mala imagen internacional forzó a enterrarlos, a ocultarlos en cientos de fosas comunes.

La violencia evolucionó, pronto se combinó con otros medios, desde la planificación del golpe de Estado de 1936 a las distintas fases de la Guerra Civil. A fin de asegurar el control de la retaguardia, las autoridades militares sublevadas acordaron no hacer prisioneros entre sus líneas, tampoco entre sus colaboradores. Daba comienzo un conflicto irregular, con la Guardia Civil como actor principal, que se extendió hasta 1952. Arnau Fernández Pasalodos documenta y conecta hábilmente este episodio con la historia europea y la Segunda Guerra Mundial en Hasta su total exterminio. La guerra antipartisana en España (Galaxia Gutenberg, 2024). El Cuartel General de Franco comenzó este tipo de guerra, que fue asegurada, en la larga posguerra, por el general Alonso Vega. Sin embargo, la dirección y el motor de la represión política fueron siempre de naturaleza urbana. La Brigada Político-Social fue el aparato preventivo fundamental de la dictadura contra cualquier forma de oposición. En los últimos años del régimen fue ampliando su radio de acción hacia todo tipo de protesta. Las detenciones se multiplicaron, sin importar la procedencia vecinal o estudiantil, sin distinción alguna entre las clases trabajadoras o medias. Su impacto aumentó y diversificó el antifranquismo. Durante décadas, la madrileña sede de la Dirección General de Seguridad en la Puerta del Sol centralizó esta labor, esencial en el mantenimiento y en la propia cohesión interna de la dictadura.

El hallazgo de un cadáver de entre 10 y 14 años en el barranco de Víznar (Granada) demuestra que los niños fueron también objetivos de una violencia masiva

Hoy sigue siendo misión imposible consultar su archivo, aunque se van abriendo grietas. Pablo Alcántara, en La DGS. El palacio del terror franquista (Espasa, 2024), analiza su alcance y largo recorrido en la destrucción de toda disidencia, especialmente en su etapa final. Sus procedimientos de información e infiltración, documentados por Fernando Hernández Sánchez en Falsos camaradas (Crítica, 2024), fueron letales en las sucesivas caídas y desarticulaciones de todas las ramas y organizaciones clandestinas. Una labor a la que se consagraron, desde antes del final de la guerra, hombres como Roberto Conesa, maestro de Billy el Niño, o como los agentes Pavón y Gracián con los que Jorge Marco compone El abecedario rojo (La Tormenta, 2024). Un recorrido por la formación y especialización de la policía política en los bajos fondos desde otra dictadura, la de Primo de Rivera.

El coste material de la prolongación de esta guerra por todos los medios amplió aún más la división entre vencedores y vencidos. Una enorme fractura social, de alcance masivo y generalizado, en la que las mujeres apenas figuraban como acompañantes. Con participación política, sindical y cultural mucho antes de la guerra, sufrieron procedimientos particularmente humillantes como sujetos que había que marcar, doblegar y convertir. Una realidad muy alejada de la propaganda del régimen, que también fue variando en su versión falangista, tradicionalista o nacionalcatólica. En Las rapadas. Memoria de la represión franquista contra las mujeres (Vizca, 2024), María Rosón, Lucas Platero, Ana Pol, Rocío Lanchares y Maite Garbayo muestran las marcas que dejaron esas políticas sobre los cuerpos y las mentes de unas mujeres que sufrieron el más duro de los castigos colectivos. Esther López Barceló reivindica su legado en El arte de invocar la memoria (Barlin Libros, 2024) abriendo portales en el tiempo que nos devuelven allí, al instante en el que fueron creados sus objetos más preciados. Como los cuadernos con los que Manolita del Arco comunicaba en clave con sus compañeras de prisión. Un recuerdo que guardó y transmitió su hijo Miguel Martínez del Arco en Memoria del frío.

España fue el país europeo que acogió más criminales de guerra desde 1945. Así lo demuestra José Luis Rodríguez Jiménez, en Bajo el manto del Caudillo (Alianza, 2024), un ensayo con la figura de León Degrelle como hilo conductor. Protegido durante toda la dictadura, murió bien entrada ya la democracia. Un tiempo en el que se sucedieron varios intentos por llevar los crímenes franquistas ante una Corte Penal. A finales de los años sesenta se intentó con un nuevo tipo de tribunal internacional establecido para juzgar los crímenes de guerra cometidos en Vietnam. En Juger Franco? (La Decouverte, 2024), Sophie Baby aborda la crisis del final del franquismo y la suspensión de sus responsabilidades penales. El debate sobre sus consecuencias llega hasta la actualidad y empaña la visión de nuestro pasado reciente. Vivimos un momento espectacular en la investigación histórica que contrasta con la reproducción, mayor si cabe, de la misión que fijara en su día José María Pemán para la intelectualidad española: situar, frente a frente, el Bien contra el Mal.

Gutmaro Gómez Bravo es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid.

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