Martín Caparrós ante la vida y la muerte
El escritor de la desmesura, considerado el mejor cronista actual de América Latina, se propone contar su vida y entender cómo se muere en ‘Antes que nada’ tras revelar que sufre ELA
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“Me dijeron que me voy a morir” es la primera frase del nuevo libro de Martín Caparrós. Antes que nada es su título. Una forma, como otra, de empezar a hablar. Una forma, como ninguna otra, de ser preciso ante lo que viene: la nada.
“Me dijeron que me voy a morir” suena a parteaguas de una existencia. Pocos días antes de la llegada de la obra a las librerías, Caparrós y su pareja, Marta Nebot, desvelan lo que el libro protegía al final: la enfermedad. ELA. Este 24 de octubre se publica su testamento vital y vitalista, Antes que nada (Random House).
Antes que nada es un pentasílabo —una métrica idónea para asuntos ligeros— que condensa la muerte y la vida en tono menor.
Un día, Martín Caparrós, el cronista que ha escrito del hambre en Níger, de los niños prostituidos en Sri Lanka y de las miserias en América, el escritor que se ha asomado a tanta desgracia y horror, me dijo:
—A veces me da culpa pensar: qué historia espantosa, qué bien va a quedar. Sucede, y me da vergüenza que me suceda.
Ahora lo entendí.
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Ahí están su bigote revolucionario, sus cejas en parábola esdrújula, sus ojos acuosos sumergidos en la adrenalina del cazador de historias. Ahí, con 67 años, está Martín Caparrós, el escritor de la desmesura que tantas veces ha perseguido el absoluto.
En El hambre radiografió el drama de que casi 1.000 millones de personas no coman lo suficiente. Un viaje al corazón del fenómeno que a más gente ha matado en la historia de la humanidad.
En El interior narró las tierras olvidadas y despobladas de la vasta Argentina; un road trip en la mejor tradición viajera: salir, mirar, oír, pensar, contar.
En La Historia dedicó 1,000 páginas a reconstruir, con detalle obsesivo y novelesco, el pasado de una civilización imaginaria que él mismo se inventó. Es la obra digna de un discípulo de Borges. Dijo Juan Goytisolo que era una empresa arriesgada que debía ser conocida. Ahora, una frase de su arranque suena distinta: “Nosotros podemos elegir nuestra muerte: solamente nosotros”.
En Lacrónica sentó las bases de ese periodismo narrativo que cuenta y embelesa; que se erige en alta literatura sin complejos y de la que Caparrós es un referente mundial. Una antología con reportajes atemporales y cómo se escribieron. Un canon del periodismo contemporáneo.
En Ñamérica dibujó el rico mosaico de todo un continente eclipsado por su estereotipo de droga, violencia y corrupción. Porque se hartó de que América Latina solo suene a ello. Porque quería que también sonara a su lengua, su fútbol, sus migrantes, sus libros o su reguetón.
En Sinfín exploró la obsesión humana por la inmortalidad con una distopía trenzada a partir de una nueva forma de vida eterna hallada en 2070.
En El mundo entonces cartografió nuestro presente desde el siglo XXII con una mirada analítica de cómo vivimos en este punto de inflexión para la historia.
Todo —siempre— grande, complejo, holístico. Ambicioso.
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Ahora, más de 30 libros después, en Antes que nada se asoma a otra desmesura: contar su vida y entender cómo se muere. Y eso no lo hace Martín Caparrós. O no solo. Esta vez ha necesitado a Mopi. Así lo llamaban de niño su familia y sus amigos: Morocho —moreno—, morochito, mopochito, mopito: finalmente Mopi. Esa es la voz que arrullan estas seiscientas y tantas páginas de memorias y reflexiones. No es la voz del hombre del bigote de puntas enhiestas y apellido venerado. No es tanto martíncaparrós, cronista global en español, tal vez el periodista que mejor escribe en nuestra lengua. Aunque aquí vibre su estilo, sus estructuras matemáticas, su fraseo musical, sus dices y sus yoes, Antes que nada suena más bien a la voz menor y tan sincera de aquel Mopi que sigue agazapado tras el bigote-estandarte.
—Si debo confesarlo, creo que cuando me llaman Martín llaman a un señor que conozco de cerca, con el que he hecho muchas cosas en mi vida, que me resulta íntimo. En cambio cuando, los de antes, me llaman Mopi, me llaman a mí.
Y es Mopi el que cuenta esta vida. La de aquel hijo de una pareja de psicoanalistas comunistas argentinos, triple salto mortal. El niño que necesitaba una lamparita en el pasillo para no sucumbir al miedo a la oscuridad. Que leía las aventuras de Sandokán y se subía a sus veleros para pelear contra maharajás y comer perro en fondas de Malaca. Que pronto abrazó con toda su alma, y es tanta, la fe futbolística del “vamos Boca, carajo”. Que sintió rabia y tristeza al ver cómo sus amigos de la infancia le gritaban “cabezón cabezón”, y se burlaban y se reían y bailaban a su alrededor. Que oía a su padre, hijo de exiliado español, cantar canciones de la Guerra Civil mientras se afeitaba. Que un día veía a su madre llorar porque había muerto el Che y otro día, por la radio argentina, sonaba una marcha militar, al habla el general Onganía. Que logró acceder al Colegio Nacional de Buenos Aires (zapatos abotinados, pantalones grises, camisa celeste, corbatín azul, saco azul, “buenos días, profesor”) y penetrar en una élite de esfuerzo, de compromiso y de inteligencia; también de orgullo, de corporativismo y de suficiencia. Esa fue la puerta de entrada a todos los principios que después vinieron.
Su primer contacto con la literatura: a los 12 o 13, cuando la profesora les hizo leer La señorita Cora, de Cortázar, y Mopi quedó deslumbrado por aquella música invisible.
Sus primeros poemas adolescentes, anegados de sombras, muertes, oscuros abismos y toda clase de agonías.
Su primera nota periodística, que empezaba así: “Doce años estuvo helado el pie de un montañista que la expedición de los austríacos encontró, hace pocos días, casi en la cima del Aconcagua”. Un pie, no más. Así empezó en el periodismo: por el discreto margen de la realidad.
Su primer libro impreso, al fin, después de tantas negativas y decepciones. El libro iba enfundado en un sobre de papel madera. Lo extrajo, eucarísticamente, en el banco de una plaza porteña entre Recoleta y Balvanera con fondo arquitectónico art déco. Y al fin esas dos palabras en la tapa: Martín Caparrós. Al fin, escritor.
Hubo muchos más principios. La primera militancia revolucionaria entre nombres de guerra clandestinos y pintadas nocturnas con aerosol rojo contra la dictadura argentina. El primer beso, en el baño de una casa ajena y ella se llamaba Marta y era flaca y pelirroja y pecosa y llevaba zuecos y era novia de su amigo.
Hay muchos principios en esta vida llena de reinicios.
Sin embargo, lo que impacta de este libro es el tratamiento del final. También ahí hay un principio. El principio del final.
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También ese principio fue un pie. Incluso más marginal: el dedo gordo de su pie derecho. Martín Caparrós sufrió una caída tonta en bicicleta, París, agosto de 2021. Desde ese golpe, el dedo gordo de su pie no obedecía a sus órdenes. Han pasado tres años, tantas visitas a médicos, la degeneración paulatina.
—Ya me cuesta lavarme la cara o llevarme a la boca la comida, subir a la cama es un deporte olímpico, darme media vuelta en ella un buen recuerdo, pero sigo pudiendo escribir. Y cuando todo se derrumba —cuando ya ni intento caminar, cuando no puedo hacer casi nada de lo que solía— escribir es el penúltimo refugio: aquí todavía puedo, aquí todavía soy, de algún modo, el que era; aquí todavía consigo, algunas frases, quererme o aliviarme o admirarme —con perdón.
Todo eso, el desmoronamiento súbito, lo va narrando Caparrós en breves capítulos alternos a los de sus memorias, proyectadas desde esa sombra que todo lo impregna. El hormigueo, el nudo en la garganta, el peso en el cerebro. La sombra de una enfermedad sin cura. La sombra que concede una sola aspiración: malmorir. Tres años, cuatro, quién sabe. Ahí emerge otro de los atractivos de estas memorias ensayadas: las reflexiones acerca de esa sombra. Reflexiones tan personales y a la vez transferibles.
“Casi que me sorprende que la muerte no me ocupe todo el tiempo”, dice.
“Trato tanto de ignorar: intento con mis fuerzas menguadas ignorar”, dice.
“Me he vuelto un artesano aventajado de esperanzas falsas”, dice.
“Debe ser eso la melancolía: no poder pensar en futuro”, dice.
“Este será mi libro Scheherezade: mientras pueda seguir contando cuentos, será que sigo vivo”, dice.
Pero también dice: “Los miedos siempre son peores que lo temido, porque al vivir lo temido lo limitás —mientras que, al temerlo, lo ampliás incesante”.
Y sobre todo dice: “No me tengan lástima”.
—No quiero ser la víctima, despertar compasión, “pobre Caparrós, viste lo que le pasó, qué desastre, debe estar hecho mierda”. No quiero ser, para los demás, un moribundo. Por lo menos mientras no me sienta uno. No quiero esa piedad, ese disimulado espanto, esa tristeza que —imagino— recogeré cuando cuente que ya estoy condenado. Y además decirlo —imagino— lo hará tanto más real, tanto más cierto.
Este libro rompe ese silencio. Y crea arte a partir de lo real. De lo más humanamente real. Su vida, la muerte.
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Por Antes que nada, como relámpagos, a veces como truenos, restallan frases. Frases camufladas entre otras frases pero que desbordan la mera frase. Que se acercan al aforismo. Que son una mezcla de verso, titular y proverbio. Por ejemplo estas 11, puro combinado en la Bombonera de su cerebro.
1. Nada une tanto como llorar juntos.
2. La patria, ay, si la hay, es un helado de dulce de leche.
3. Hay, es obvio, dos formas básicas del amor: la que se asienta en la incertidumbre, la que se asienta en la certeza.
4. Somos, en general, un desperdicio de memoria, una historia esperando su olvido.
5. Lo mejor de un viaje es su capacidad para alargar el tiempo.
6. Escribir es romper lo que está dado.
7. El horror es esa pequeña distancia entre las palabras y los hechos.
8. Ser viejo es entender cuando entender es la condena: cuando entender la condena es la condena.
9. ¿Por qué coño la felicidad se empeña en ser tan retroactiva?
10. Estúpida sensación de que la vida debe estar en otra parte.
11. Estoy a favor de lo impensable porque se ha realizado tantas veces.
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Hubo amores. A Fernanda nunca supo recordarla sin sonrisa. Patricia era un París de cartas manuscritas y misterios. Débora le dio a Juan, su único hijo. Margarita fue un azaroso camino de serenidad. Marta —la periodista Marta Nebot— es desde hace 10 años su cariño, sus caricias, sus cuidados: ya sus besos póstumos, escribe Caparrós. “Solo queríamos y queremos seguir haciendo lo que hacemos entre los vivos”, escribió Nebot este sábado en Público.
Hubo, también, cientos de viajes para mirar y escuchar el mundo con esa actitud del cazador que define al cronista Caparrós, más interesado en darle sentido a lo ya conocido que en destapar lo desconocido. Por ejemplo en Sri Lanka, entre aquellos pobres niños explotados sexualmente por pederastas como Bert, alemán, y ese arranque memorable:
—¿Así que todavía no conocés a Yohan? Ah, pero es maravilloso. Maravilloso. Tal vez, si me da un ataque de bondad, mañana te lo paso, y vas a ver.
Hubo las ganas de revolución —todavía las tiene, y por eso reclama que se arme un nuevo paradigma de futuro alternativo al capitalismo— y hubo también una gran decepción: dedicarle buena parte de su vida adulta a un libro, un proyecto ambicioso (La Historia) que nadie apreció lo que él sigue creyendo que merece.
Porque lo que hubo, por encima de todo, son dos cosas que Caparrós condensa dejando entrever cierto rubor.
Una: Es probable que nada haya hecho, en mi vida, tanto como leer.
Y dos: Que lo que me importó de mi vida fueron mis libros mucho más que todo lo demás —y que, salvo unos amores y mi hijo—, eso es lo que hice.
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¿Qué somos? Quizá lo que recordamos que somos.
Hay en este libro mucha reflexión diseminada sobre la memoria y las memorias. Algunas de ellas, compactadas y sin permiso del autor, sonarían así:
Cada cual se arma los recuerdos que quiere. Pero si los recuerdos necesitan las palabras para ser, no deben ser fiables. Si precisan relato, ¿cómo pensar que son más que relatos? En ese caso, la memoria es el espacio donde se almacena lo que supuestamente fue; y unas memorias son el recurso para montar con todo eso —y mucho más o, habitualmente, mucho menos— un personaje interesante. Son la pugna constante entre esas cosas que queremos recordar y esas cosas que recordamos sin querer. Historias armadas. Imágenes compuestas. Ser verdadero sin ser realista.
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Algunos escritores tienen alma de arquitecto. En este caso, su tarjeta de visita pondría: “Estructuras Caparrós”.
De este libro asombra la complejidad del andamiaje. La secuencia, más o menos, es la siguiente: Primero, un introito a tumba abierta. Luego un capítulo sobre su vida, precedido siempre por una fotografía y subdividido en breves bloques. Cada bloque, a su vez, deja líneas en blanco y abre la ventana a textos en verso o a párrafos-paréntesis, donde caben excursos sobre sus libros, sus canciones, sus películas, sus muchas cosas. Después va un capítulo intenso sobre La Enfermedad —hay 14 de estos—. Y entre unos y otros hay siete fragmentos titulados ‘Mis Muertes’, donde el autor rememora en verso las otras veces que hubiera podido morir y se salvó.
En el reverso de Estructuras Caparrós pondría: Líneas sin linealidad.
Artificio. Del latín artificium: Hecho de acuerdo con el arte.
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Escribe —en verso— Mopi:
—Me pregunto qué más podría no poder. No puedo caminar, no puedo levantarme, no puedo ducharme, no puedo comer cómodo, no puedo darme vuelta en la cama, no puedo cagar fácil, ni mear de parado, no puedo abrazar con los brazos, no puedo inventarme futuros muy futuros, no puedo, no puedo, no puedo, no puedo, no consigo alejarme de dos palabras, una de ellas tan corta, que se quedaron con mi vida.
Pero también escribe Martín:
—Siempre me gustaron los principios, por supuesto, pero también me gustan los finales: son la oportunidad de convertir lo que se acaba en un recuerdo, en un relato.
Cómo tenerle lástima a Caparrós: vive para escribir y ha escrito la obra de su vida. Antes que nada, después de todo.
Antes que nada
Random House, 2024
664 páginas. 24,90 euros
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