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Letras catalanas, gallegas y vascas: audacia literaria en las lenguas minoritarias

La relación de los lectores en lengua castellana con las otras literaturas españolas ha estado cortocircuitada por motivos ideológicos, pero la dinámica está cambiando: nuevos autores (especialmente autoras) han encontrado un público cómplice

Eva Baltasar, Brais Lamela y Katixa Agirre.
Eva Baltasar, Brais Lamela y Katixa Agirre.M. MINOCRI / KALANDRAKA / Z. FUE

Como ya saben, España es la invitada de honor en la Feria Internacional de Guadalajara. Y el año que viene será la ciudad de Barcelona. Una excelente noticia que permitirá al público conocer la cuarta o quinta mejor literatura en lengua castellana del mundo, y la octava o quizás novena en un hipotético ranquin europeo. Bien. El caso es que el mapa literario de nuestro país queda muy incompleto si no hacemos referencia a los otros idiomas que lo habitan, cuyas particularidades tienen que ver tanto con sus potencias expresivas como con las condiciones de producción y las estructuras que los rodean. El programa del Ministerio incluye una representación (equilibrada o no, siempre cabe discutirlo) de voces en catalán, vasco, gallego o asturiano, pero merece la pena insistir en su relevancia, que va mucho más allá de ser graciosos complementos a una lengua importante o de enriquecer nuestro patrimonio, signifique lo que signifique semejante cliché.

No son palabras vanas. Empezando por lo obvio, ya sabemos que toda lengua alumbra una literatura de características propias y condiciona la tarea de quienes la cantan o la escriben. Pero, además, cuando establecemos comparaciones entre una lengua poderosa como el castellano y otras en situación más precaria y menor, como por ejemplo el asturiano, las circunstancias sociopolíticas también cuentan. Sobre esto último, se ha escrito mucho y muy bien desde hace décadas, y más allá del contexto español. Pero, en fin, tampoco se trata de sacar a pasear bibliografía deleuziana por aquí. En vez de ponerme tan estupendos, déjenme hablar primero de la literatura catalana, que es tan mía como lo es la castellana y la que conozco bien.

Hace poco, Quadern de EL PAÍS acogía un cruce de artículos entre el profesor Jordi Llovet (padre y maestro mágico) y Jordi Gracia a propósito de la salud del paciente en cuestión. Llovet lamentaba el supuesto momento pésimo que atraviesa, mientras que Gracia defendía su vitalidad. A mí me sorprendió el simple hecho que se plantease el debate, porque yo daba por muy evidente que los autores nacidos entre los años setenta y los noventa (mi generación, la anterior y la posterior) están protagonizando un estallido directamente espléndido. La lista que ofrezco a continuación no es exhaustiva ni mucho menos, solo son algunos nombres que me vienen a la cabeza de golpe: Max Besora, Borja Bagunyà, Lucia Pietrelli, Llucia Ramis, Adrià Pujol, Andrea Genovart, Pol Guasch, Irene Solà, Raül Garrigasait, Albert Pijoan, Alicia Kopf… Juzgo bastante complicado exigirle mayor variedad o exigencia a una literatura demográficamente pequeña y sin estado propio (aunque sí, eso es cierto, con políticas públicas de respaldo intensivo).

Pero lo que me interesa no es publicitar cuán estupendos son los autores en catalán, sino señalar cómo se relacionan con la lengua. La suya una relación más conflictiva, inquisitiva y autorreflexiva que la que suelo advertir entre los autores españoles en castellano. Y es que, en cualquier lengua, toda decisión de estilo cuenta como gesto sociopolítico, pero en algunas se nota más que en otras. El debate literario catalán gira a menudo en torno al modelo de lengua que cada autor escoge, más académico o impuro, más canónico o periférico, más o menos protegido o expuesto a la calle, a la influencia española, a la retórica… Es verdad que en ocasiones estas discusiones públicas pueden alcanzar cotas neurotizantes, pero en general revelan un compromiso y una autoconsciencia acerca de lo que es el trabajo literario que deberían ser constantes en cualquier lengua, pero demasiadas veces se echan de menos en contextos más hegemónicos.

En cuanto a las otras lenguas, me encantaría ofrecer un diagnóstico detalladísimo sobre cada una de ellas. De hecho, estuve a punto de consultar a algunos amigos vascos, gallegos y asturianos, informantes de lujo que me habrían facilitado datos e impresiones de sobra con los que improvisarlos. Sin embargo, pienso que lo más honesto y revelador que puedo hacer es confesar las limitaciones de mi conocimiento. Aun con toda la curiosidad que siento por esas escenas literarias, mis lagunas abundan y me cuesta encontrar caminos para acortarlas. Al menos, esto me sirve de ejemplo práctico para introducir un asunto que siempre me ha interesado: la relación irregular que los lectores españoles en lengua castellana han mantenido con las otras literaturas de su país. No hace falta derrochar lucidez para intuir que esa relación cortocircuitada y en general precaria se explica desde claves ideológicas e identitarias, a pesar de que siempre hayan existido excepciones puntuales y sin olvidar que hubo épocas en las que las literaturas gallega y catalana fueron fundamentales para los escritores españoles. Pero cualquier editor que apostase por traducciones de esos mismos idiomas durante las dos últimas décadas certificará, cifras de ventas en mano, la dificultad del intercambio.

Ahora bien, los últimos años registran síntomas que nos permiten fantasear con un cambio de tendencia. De pronto, hay autoras (sí, sobre todo, autoras) cuyas traducciones encuentran un público cómplice, y públicos (sobre todo, femeninos) que se dejan influir decisivamente por ellas: si hablamos del catalán, Eva Baltasar, Pol Guasch e Irene Solà están teniendo un impacto que pinta perdurable en toda una generación de lectoras literarias españolas. Si acudimos al euskera, Eider Rodríguez, Katixa Agiirre y Uxue Alberdi (ojo a la editorial Consonni) calan hondo más allá de las fronteras de su lengua. En gallego, Brais Lamela ganó el premio Ojo Crítico 2023 con su fenomenal No queda nadie, y en un mundo justo la recién traducida Futuro imperfecto, de Xulia Alonso, también resonará lejos. La lengua asturiana es la que lo tiene más difícil en todos los sentidos y, aun así, Xaime Martínez ya es una referencia para muchos de nosotros. Todo esto, sin olvidar algo que sin duda será más fundamental para ellos, las traducciones internacionales también están llegando, y con buenas acogidas.

Por supuesto, este breve repaso de nombres no vale como cartografía; al contrario, la información más valiosa que ofrece es la dimensión de las ausencias. Con todo, les aseguro que leerlos les permitirá entrever la clase de complicidades que alimentan los nuevos vínculos entre obras y lectores; descubrir múltiples coincidencias con indagaciones estilísticas y temáticas recurrentes en corrientes literarias globales; o indagar en los condicionantes y también los estímulos que se derivan de escribir en lenguas cuya fragilidad estructural estimula paradójicamente la audacia.

Miren por dónde: vista así, al completo, de pronto pienso que la literatura producida en este país sí que podría alcanzar un puesto más alto que el noveno entre las europeas… Solo que la independencia de las distintas lenguas permanece, y especular con jerarquías no es más que un juego.


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