Cascos japonenes y miles de millones de presupuesto: la paradoja de los videojuegos como agente cultural
El peligro de los presupuestos desorbitados no solo pone en peligro obras y estudios, también daña la proyección de los juegos en el ecosistema artístico


El pasado miércoles Ubisoft y la Galería de las Colecciones Reales (dependiente de Patrimonio Nacional) presentaban un interesante proyecto común: con motivo del lanzamiento de Assassin’s Creed Shadows habían reconstruido un casco samurái (un kabuto) que había llegado a España en 1584 y que había perdido su amenazador aspecto original en el incendio de 1884.
Contraintuitivamente, tenemos que afirmar que la industria del videojuego está en crisis. Los despidos se suceden, los estudios cierran, muchas producciones con mucha inversión detrás son canceladas. Esto pasa porque la IA es un problema y porque la desaparición de fondos de inversores es un problema, pero el gran problema que enfrentan muchos de los juegos más famosos son sus desorbitados presupuestos. Unos presupuestos tan inflados en los últimos años que hacen que, si un juego fracasa, todo se vaya al traste.
A finales de 2023 se filtraron unas proyecciones de Insomniac que dan para una reflexión considerable. El futuro Wolverine, con un presupuesto de 305 millones, deberá vender 10 millones (y hacer unos ingresos de 390) para cuadrar un beneficio de 85 millones. Spider-Man 3, con un presupuesto de 385 millones, deberá tener unas ventas de 14,5 millones (y unos ingresos de 555 millones) para dar un beneficio de 170 millones. Las cifras pueden parecer o no escandalosas, pero desde luego son peligrosas: no es fácil vender 10 millones de copias de nada. Y es muy fácil decir que en pocos días el futuro GTA VI amortizará los mareantes 2.000 millones que ha tenido de presupuesto, pero luego tiene que pasar. Y, por lo que sea, últimamente grandes (enormes) proyectos que se las prometían muy felices no han vendido lo que se esperaba.
Todo esto es paradójico por el siguiente motivo: Ubisoft es una de esas compañías aquejadas de presupuestos infladísimos y que ha sufrido varios descalabros seguidos. Avatar, el estupendo Star Wars Outlaws o XDefiant no han rendido como se esperaba. Un informe asegura que su fracasado Skull & Bones habría costado 850 millones de dólares. El valor de mercado de la compañía ha caído un 85% desde 2021. Vamos, que este Assassin’s Creed Shadows es un poco su última bala en la recámara.
Y aquí está la clave: en general, Ubisoft es una compañía cuyos estudios están formados por cientos y cientos de personas cuyo trabajo, muchas veces, no influye directamente en que el producto final sea o no un gran videojuego. Hablamos de gente que diseña decenas de botas distintas para los personajes (algo que muchos considerarán prescindible), pero también de historiadores que hacen sesudos análisis para alimentar esa maravilla que es el Discovery Tour (el modo descubrimiento dentro de los Assassin’s Creed que permite a los jugadores aprender historia con las soberbias recreaciones que hace la franquicia y que cientos de profesores usan con sus alumnos en todo el mundo). De este segundo ejemplo acaban saliendo historias tan curiosas como la del casco Kabuto de Madrid; iniciativas que poco tienen que ver con que la nota final de un juego acabe siendo un 9 en lugar de un 8 pero que enriquecen y ratifican enormemente el ecosistema cultural que rodea a todo este negociado.
Si defendemos, y desde este espacio se defiende con furor, que los videojuegos son cultura, son arte, y son además un vehículo para la preservación de otras manifestaciones culturales, este esfuerzo que hacen compañías como Ubisoft no solo es bienvenido, sino que debe ser celebrado. Pero claro, ¿cómo incentivar este tipo de propuestas y hacer, sin embargo, que los presupuestos no se disparen tanto como para que un posible descalabro aboque al cierre de todo un estudio?
He ahí el quid de la cuestión. De poder responderla depende el prestigio, y la viabilidad, de toda la industria.
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