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Tribuna Libre
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¿Mató mi abuelo al tuyo?

La condena al historiador Juan Antonio Ríos Carratalá por intromisión ilegítima parcial en el derecho al honor de Antonio Luis Baena Tocón, secretario del juzgado de instrucción que procesó a Miguel Hernández en 1939, zanja de un mazazo una discusión sutil

Retrato del poeta Miguel Hernandez pintado por Buero Vallejo en 1940.
Sergio del Molino

Mi abuelo contaba siempre un chiste que le hacía mucha gracia: un violinista pasea por la selva y se encuentra con un tigre. El músico saca su instrumento y empieza a tocar, amansando a la fiera. Poco a poco, convoca a todos los animales, hasta que se forma un auditorio de serpientes, gorilas y demás fauna encandilada. Al final, aparece un león. Avanza hasta la primera fila y se zampa al violinista. Los animales protestan: “Maldita sea, llegó el sordo y se jodió el concierto”.

La magistrada del juzgado de primera instancia número 5 de Cádiz, Ana María Chocarro López, podría interpretar el papel de león en este cuento que no tiene ninguna gracia. Al condenar al historiador Juan Antonio Ríos Carratalá por intromisión ilegítima parcial en el derecho al honor de Antonio Luis Baena Tocón, secretario del juzgado de instrucción que procesó a Miguel Hernández en 1939, zanja de un mazazo una discusión sutil, larga, tentacular y en buena medida inefable sobre la responsabilidad y la culpa (colectiva e individual) de las sociedades sometidas a la violencia y la dictadura. Es una discusión sobre cómo funciona la represión, quién la ejerce y qué supone mirar hacia otro lado o cumplir las órdenes. Filósofos, historiadores, escritores, juristas fuera de servicio y ciudadanos de toda condición participan en un ágora necesariamente abierta cuyo valor no son las conclusiones, sino las modulaciones de la conversación misma, cuya persistencia mide la densidad democrática de un país.

La mención inicial a mi abuelo es oportuna. Hace una década escribí un libro titulado Lo que a nadie le importa sobre él, soldado raso del ejército franquista durante toda la guerra, reclutado a la fuerza, y vigilante de un campo de prisioneros al terminarla. En aquella novela me preguntaba sobre su responsabilidad y su culpa, si la sintió. ¿Nos arrastra la historia o podemos oponernos a ella? ¿Somos cómplices o marionetas? Millones de españoles con abuelos como el mío podían compartir mis dudas, y la literatura ofrece un marco para el matiz. Salvo en los casos flagrantes de gente poderosa con culpas clarísimas, la mayoría vive en un claroscuro donde no se puede separar lo blanco de lo negro.

Eso es lo que aduce el hijo de Baena Tocón en su demencial demanda contra todos los medios de comunicación de España (desestimada en su casi totalidad, salvo en unos aspectos referidos a Ríos Carratalá): que su padre era un joven que hacía el servicio militar y recaló en aquel juzgado como podría haber caído en cualquier otra covacha de la administración franquista. Considera —y la jueza le ha dado parcialmente la razón— que echarle encima la condena del poeta es un exceso y una infamia, y si no hubiera llevado la discusión por la vía judicial, su punto de vista sería un reto que enriquecería muchísimo este debate. La sentencia, en cambio, lo empobrece.

Cuando Ríos Carratalá, en su libro Nos vemos en Chicote y en otros estudios sobre la represión del primer franquismo sobre escritores y periodistas, estudia el papel de figuras como Baena Tocón, no busca una revancha judicial, sino alumbrar los rincones más oscuros de la sociedad franquista. ¿Hasta dónde llega la responsabilidad ética de la represión? ¿Es pasivo un funcionario que estampa una firma? ¿O su cumplimiento acrítico del deber pone en marcha el aparato? Más allá de los errores factuales que cualquier investigador puede cometer, la cuestión es muy especulativa y necesita grandes dosis de opinión. La sentencia toma el rábano por las hojas y aprovecha unas minucias ya corregidas e incorporadas a la discusión para recortar la libertad de expresión. Con este precedente, elaborar juicios de valor y argumentos sobre los actores de la represión va a ser muy costoso.

Desde Hannah Arendt y la banalidad del mal de su Eichmann en Jerusalén hasta la hipocresía de los Mitläufer retratados por Géraldine Schwarz en Los amnésicos (aquellos alemanes que no militaron ni colaboraron con el nazismo, pero se beneficiaron pasivamente de su silencio), estas cuestiones atormentan y entretienen a los intelectuales europeos desde la primera vez que un joven de los años cincuenta preguntó en la cena: “Papá, ¿dónde estabas tú cuando pasó aquello?”. Muchos respondieron como el personaje de Billy Wilder en Uno, dos, tres: no se enteraron de nada, trabajaban en el metro. Desde entonces, unos se han dedicado a señalar, y otros, a negar. En el caso español, la pregunta es más dura: ¿mató o encarceló tu padre al mío? Y afinando más, para centrarnos en este caso: ¿firmó la sentencia o solo la tramitó?

En cuanto las investigaciones trascienden los libros académicos (700 ejemplares en dos ediciones vendió Nos vemos en Chicote: el secreto de Baena Tocón estaba bien guardado hasta que su hijo decidió exponerlo a los tribunales), es natural que despierten duelos y quebrantos, pues hablamos de historia aún viva. Al hijo de Baena Tocón le habrán escocido más los tuits y comentarios a las noticias que cualquier licencia literaria de Ríos Carratalá, pero es al historiador a quien le ha caído encima el león sordo. No le ha devorado como al músico del chiste, pero le ha dado un buen mordisco que disuadirá al resto de violinistas de adentrarse por esa selva.


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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).
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