No todo monumento es una obra de arte
Las estatuas de emperadores y reyes, madonninas, obeliscos y fuentes pobladas de mitos de piedra que ocupan el espacio público suelen provocar indiferencia… hasta que un día ya no

Robert Musil decía que no hay nada en el mundo más invisible que un monumento, feliz apotegma para quien dejó inacabada una novela —El hombre sin atributos—, sino monumental, elefantiásica. Las estatuas de emperadores y reyes, madonninas, obeliscos y fuentes pobladas de mitos de piedra que ocupan el espacio público suelen provocar indiferencia… hasta que un día ya no. Ocurre cuando el monumento es “activado” por una reacción, entonces ya es imposible no fijarse en ellos, hasta el punto de que la ausencia de aquel elemento simbólico, por traslado o destrucción, provoca un impacto social aún mayor.
No todo monumento es una obra de arte, más raro aún una obra maestra, como el ‘David’ de Miguel Ángel. Sobre su pedestal, suelen ser una expresión de autoridad, sitúan lo que la sociedad piensa (o se quiere que piense). Todo monumento nos habla de un conflicto, una guerra; glorifica a los que la ganan y excluye a los vencidos. Al no haber sido erigidos por consenso, permanecen, de alguna manera, inacabados.
El espacio público ha sido extremadamente programado por la intención humana. Un ejemplo son los Médici, que utilizaron las obras públicas y los monumentos como propaganda. La historia de cómo se construye la memoria colectiva es una, la del contra-monumento y la destrucción de imágenes, que en muchos casos ha llevado a la caída de regímenes, es otro relato que empieza a ser contado con más vehemencia desde la oleada iconoclasta de 2017 en Estados Unidos y Europa. Si la eternidad que sugiere un monumento se parece mucho al tedio (y ahí están las cabezas de Plensa), quizá sea la perspectiva de su aborrecimiento lo que podría despertar la historia de su fin.
Para comprender el sentido del monumento debemos considerar su invención (la idolatría) y lo que ha representado en las diferentes culturas. Sobre el pedestal, de Cipriano García-Hidalgo, cumple el propósito. Se trata de un ensayo sobre la invención de la escultura y su función en la “esfera pública” (Habermas) en Occidente, aunque también aborda contextos, asiáticos y latinoamericanos. Pensar tanto la iconofilia como la iconoclastia implica conocer la historia, el origen mismo —¡desde Prometeo!— de dólmenes, pirámides, obeliscos, estatuas, sepulcros; cómo se han interpretado los hechos, la función del pedestal —como parte o no de la escultura—, la ausencia de mujeres (artífices y representadas) o los momentos en que se evapora la voluble Fama, esa diosa con alas que primero elevó y después condenó al olvido a personajes como Nerón, y así ocurrirá con sus émulos contemporáneos.
El libro es un diagnóstico aplicado a la mirada en el espacio público, honesto y convenientemente apoyado en los grandes tratados de escultura españoles y anglosajones, que no son pocos. De lectura amena, procura un conocimiento más profundo no solo de la historia, también de su ciencia, su teoría (la historiografía), mermada de los actuales planes de estudio de la forma más esotérica. Invisible, como el monumento.
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