Igualdad de oportunidades
Seamos claros: nunca habrá, realmente, igualdad de oportunidades. A nadie se le escapa que la gente de “buena” posición, de “buena” familia tendrá siempre muchas más oportunidades para casi todo. (Entrecomillo ese “buena” para que no olvidemos que no hace referencia a una familia amorosa o equilibrada, a una familia que sea modelo de comportamiento bondadoso, justo y compasivo, sino simplemente a un entorno familiar con pasta, contactos, eso que hasta hace nada se llamaba “clase”). Aunque sean unos zopencos, podrán ir a los mejores colegios o universidades de pago, contarán con lecciones particulares de apoyo y veranos para practicar inglés, con amigos y conocidos influyentes, con una dentadura excelente y una eficaz confianza en sí mismos —aunque se equivoquen y la pifien, es tan amplia su red de seguridad…—
Y, sin embargo, la igualdad de oportunidades es uno de nuestros ideales más queridos y reivindicados. Sin él no se entendería el Estado social, el Estado de bienestar, el intento de materializar los derechos sociales y económicos de los ciudadanos. Es claro que tal Estado no pretende rebajar drásticamente los privilegios de los ricos, sino redistribuir los bienes básicos para que todos puedan tener acceso a lo fundamental: seguridad social, sanidad y educación de calidad. Lo básico para poder desarrollar una vida digna y para poder competir en el mercado laboral. A diferencia del ideario comunista, no se aboga por una igualdad de resultados, sino de oportunidades, una aproximación que haría posible una —sin duda, más que imperfecta— meritocracia. Si uno tiene una mínima perspectiva histórica, no deja de sorprenderle lo novedoso de tal ideal. Miles de años sin soñarlo siquiera. Apenas doscientos años desde que se empezó a formular; no mucho más de cincuenta desde que se pudo concretar, mejor o peor, en los países europeos.
Este martes, 22 de mayo, ha sido la primera vez que ha habido una huelga conjunta de toda la educación pública española, desde la primaria hasta la universitaria, apoyada por todos los sindicatos mayoritarios y por casi toda la comunidad educativa. Euskadi —junto a otras dos comunidades— ha sido la excepción: al fin y al cabo, aquí somos afortunados y todavía podemos hacer de dique de contención a muchos de esos tijeretazos (que no a todos). Pero la situación general es dramática: en los últimos dos años, 6.300 millones de euros menos invertidos en educación, del 4,9% del PIB al 3,9%, con todo lo que ello supone. Para empezar, más alumnos por clase, menos profesores y menos recursos para los alumnos que necesiten ayudas extra (inmigrantes, jóvenes con deficiencias de atención...), menos becas en general y matriculas universitarias más caras. El progreso (y ser “progresista”) parecía centrarse en gran parte en ir aumentando y mejorando esa soñada “igualdad de oportunidades”. ¿Qué queda, qué quedará ahora de todo ello?
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