Tirar al suelo
Conozco bien esa zona del Alto Ampurdán, entre Figueres y la frontera de La Jonquera, que hace unas semanas devastaron las llamas. He paseado muchas veces por los caminos acogedores, que se dejan andar, de esos paisajes cubiertos de alcornoques y luego, más cerca de los pueblos, ordenados en viñas y olivares. He admirado el mosaico, vivo en cualquier estación del año, que la luz forma sobre aquel relieve contrastado y limpio. Pero la próxima vez que visite esa zona voy a encontrarme con un panorama muy distinto. En lugar de un paisaje, una desolación. En lugar de una efervescencia de luces, una gigantesca y oscura mancha de ceniza. Y todo porque alguien tiró allí una colilla. En Girona acaban de morir cuatro personas, más de veinte han resultado heridas, y 14.000 hectáreas de monte y cultivos han sido arrasadas, porque alguien tiró una colilla y provocó un monumental incendio. Toda esa tragedia, toda esa destrucción, por ese automatismo incívico que consiste en tirar al suelo lo que ya no nos sirve.
Parece que entre esa causa y ese efecto, entre ese gesto inicial de desprenderse sin más de una colilla y sus consecuencias, existe una desproporción monstruosa. Pero creo que es precisamente esa desproporción la que concentra el sentido, la que da la medida justa de lo que de verdad supone el movimiento de partida, o si se prefiere, la que revela la carga de agresiones que ese gesto de tirar al suelo lleva dentro de sí. Esa desproporción nos dice, en definitiva, que no hay que engañarse; que no hay incivismo pequeño, o que el incivismo no es cuestión de tamaño. Que a cualquier escala, en cualquiera de sus manifestaciones —desde la imprudencia o la indiferencia hasta el ataque deliberado— toda conducta incívica tiene consecuencias fatales.
Lo sucedido en Girona expresa, con el valor y la rotundidad de un símbolo, que el incendio está ya en el punto de partida, en el gesto mismo de tirar, aunque luego no pase nada porque la colilla cae en duro o en mojado; o porque lo que se tira no tiene capacidad de prender. En el gesto mismo de tirar al suelo consiste ya el incendio que arrasa el paisaje de la convivencia social civilizada, del respeto por el otro, de la corresponsabilidad por preservar el espacio público, que es lo que de manera más evidente tenemos en común. Tirar al suelo, nos dice ese desolador incendio del Ampurdán, es el principio del fin, aunque lo que se tire no sean colillas inflamables, sino papeles, plásticos, salivazos, orines, las huellas del pasar de un perro, los restos de una fiesta popular, los envoltorios de unos chuches.
Y ahora pienso en el estado en que suelen quedar las calles, las plazas, los parques de nuestras ciudades después de que les pasen por encima lo extraordinario junto con lo corriente: noches de fiesta, conciertos, celebraciones deportivas, y recorridos de siempre, y repetidas tardes de juegos infantiles. Pienso en nuestras calles, y también las veo en llamas.
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