El rédito de la arrogancia
Lo peor de este panorama ha sido la quiebra social e institucional que ha evidenciado el silencio, la cobardía cívica, que ha estado abonando esta dilatada desdicha
Cuando en el País Valenciano se escriba la crónica de estos años —tres largos lustros— teñidos por los Gobiernos del PP se pormenorizará la desoladora nómina de delitos y delincuentes que ahora todavía se escaquean tras la cautelosa presunción de inocencia, lo que no deja de sonar a cachondeo vistos los contundentes indicios que inculpan a los empapelados. Es el capítulo más escandaloso y mediático, pero no el más decisivo para comprender el tsunami que ha convertido esta comunidad en el hazmerreír del concierto autonómico al tiempo que ha contribuido notoriamente a la miseria material que nos aflige y a la degradación democrática en que estamos sumidos. En realidad, esta mortificante delincuencia y decadencia ha sido una consecuencia de los hechos y actitudes que la fomentaron.
A nuestro entender, y a efectos didácticos, todo empezó cuando a partir de 1995 una panda de paletos y presuntuosos, algunos de los cuales se postulaban como jóvenes liberales, se enfeudaron —legítimamente, todo hay que decirlo— de la Generalitat y orientaron sumariamente su gestión hacia dos objetivos capitales: uno, poner Valencia en el mapa, según decían con temeraria ignorancia. En realidad, lo que se pretendía era desacreditar la etapa de gobierno socialista, que fue modesta, si se quiere, pero honrada y hasta ejemplar a la luz de la que siguió.
El otro objetivo consistió en asfixiar a la entonces feble oposición, reduciéndola a una mera formalidad, a fin de que en modo alguno pudiera cuestionar que el PP se erigía como la voz, el santo y las señas únicas de este país. Quedaba así establecido desde el primer momento el clima de impunidad que ha amparado las sucesivas legislaturas conservadoras. Sin fiscalización parlamentaria, sin el menor atisbo de transparencia administrativa, con una justicia aparentemente lejana y ajena, con un populismo desmadrado y con casi todos los medios de comunicación neutralizados, cualquier disparate, gran evento o delirio tenían acomodo. Si los nazis propagaron la nefasta consigna Arbeit macht frei (El trabajo nos hace libres), los populares bien pudieron exhibir La complicidad nos hace ricos. Y a ello se pusieron con aplicación y descaro. Ha sido el imperio de la arrogancia, que ahora se traduce en descrédito, ruina e inminentes condenas.
Pero, con ser políticamente desolador lo dicho, lo peor de este panorama ha sido la quiebra social e institucional que ha evidenciado el silencio, la cobardía cívica, que ha estado abonando esta dilatada desdicha. Los más viejos del lugar recodarán que en las aciagas postrimerías franquistas la derecha valenciana se redimía en la voz y discurso de unas docenas de liberales y cristianos proféticos que no tragaban aldabas y asumían riesgos. Ya, ni eso. Son historia. Así, hueros de personalidades, el entramado institucional está en la nómina clientelar, o ha callado más de la cuenta, como el empresariado, que solo ha cacareado cuando al PP valenciano está inerme, enervado y medio muerto.
Y una pequeña glosa a la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, que amenaza con su candidatura para 2015. Ha sido un brindis al sol. No se presentará. El Ángel Exterminador de El Cabanyal ha perdido su baraka y el saqueo de Emarsa le pisa los talones. No se arriesgará a una derrota que enlute su currículo. Se admiten apuestas.
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