Mika, el arte de la canción para sonreír
El artista de ‘Live your life’ pone a bailar a La Riviera con su pop felicísimo
Es probable que Michael Holbrook Penniman pisara anoche La Riviera con la manifiesta intención de sacarse una espinita. En el mismo lugar y a la misma hora, solo que siete meses atrás, Mika había atacado Relax (Take it easy) con gesto descompuesto y la mano aferrada a la garganta. Cualquier otro artista habría optado por suspender, pero el británico de origen libanés tiró de pundonor aquel viernes cenizo para terminar un recital afónico y casi suicida. Ayer se desquitó.
Mika alardeó de cuatro octavas de tesitura, tocó el piano como si fuera igual de sencillo que pasar la mopa, brincó con la gracilidad de un voluntario olímpico y hasta tiró de castellano para advertir: “Estoy caliente esta noche”. Ejerció como hombre espectáculo, sedujo hasta a las palmeras y, de tan envalentonado, se anotó un logro histórico: un concierto a orillas del Manzanares que sonaba bien.
El autor de Grace Kelly hace de la vida una fiesta y se ha propuesto disfrutarla hasta el último sorbo. Es una opción no ya lícita, sino valiente, a la vista de cómo está todo. Él ha conocido la intolerancia, la discriminación y demás inmundicias, pero ha preferido instalarse en una especie de verano perenne, en un solsticio de año completo. Y para conseguirlo se precisa no ya de talante, sino de talento. Sus canciones equivalen a inyectables de energía en vena. Son redondas, pletóricas, vigorizantes y, en su género, impecables. Irreprochables. Perfectas.
Así lo supieron apreciar tirios y troyanos, los invitados de la telefónica patrocinadora y los pobladores de una zona VIP en la que había más famoseo que en una edición especial del Teleprograma (sí, esto último ha sonado viejuno). Es difícil no sucumbir a los encantos de Blue eyes, Billy Brown, Grace Kelly (la apoteosis misma del falsete), Celebrate o Rain (la apoteosis misma del falsete, bis). Y resulta casi imposible no comulgar con The origin of love, uno de los mejores resúmenes del amor como adicción. Una dolencia contra la que no existe pastilla, terapia ni, en palabras de nuestra añorada Amy, rehabilitación factible.
Puede que defender a Mika equivalga a una salida del armario o un placer culpable. No resulta moderno ni sofisticado, ni garantiza una lluvia de seguidores en Twitter. Pero el entusiasmo que transmite ese muchacho larguirucho, pintón desde el bombín a las zapatillas con purpurina, es un tesoro difícil de cuestionar. Y legítimo. Como si fuera incompatible escuchar a Wilco y a la ELO, a The National y a los Bee Gees primigenios, a Rufus Wainwright y Rufus Wainwright (este computa en las dos categorías). Como si no hubiera tiempo para todo. Bueno, claro que no lo hay, pero Mika es de los que se merece un ratito. Igual que George Michael, al que remeda en Popular. O que el Elton John de la primera mitad de los setenta, otro con el que no se gana pedigrí. Pero escuchen Tumbleweed connection y luego hablamos.
La fiesta derivó en la lluvia de globos gigantes de Celebrate: para ponernos trascendentes ya habrá mejores ocasiones. En el brinco colectivo de Love today. En el brindis cervecero de Live your life, enésimo canto a la vida radiante y el buen rollo. Y en la copiosa lluvia de confeti durante We are golden, único bis de la velada. No era para menos, desde luego. Y que no se entere Ana Mato.
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