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Afectados por los incendios forestales de 1994 cuentan cómo han rehecho sus vidas

Las heridas del fuego que causó cuatro muertos y calcinó 36.000 hectáreas en el Berguedà y en el Bages aún perduran

Àngels Piñol
Dolors Badia de 72 años junto con su marido, en la finca ya restaurada que fue destruida hace 20 años .
Dolors Badia de 72 años junto con su marido, en la finca ya restaurada que fue destruida hace 20 años . carles ribas

Dolors Badia no habló. No dijo ni una palabra. Moviéndose como una autómata de allá para aquí, de aquí para allá, trajinando escombros, trajinando la nada. Los curiosos se hicieron invisibles a sus ojos mientras su marido, Joan Vilanova, que le dirigía miradas huidizas, se disponía a cavar una enorme fosa en la que enterrar a una veintena de vacas. Un incendio salvaje, un diablo rojo que engulló majestuosos bosques en minutos, animales y lo que se topó a su paso, arrasó su mundo y a la Serra de Cap de Costa, en un cima de Puig-reig. El furioso fuego de 1994 causó cuatro muertes y calcinó 35.000 hectáreas en el Berguedà y en el Bages. Ahora, 20 años después de aquella pesadilla, las heridas aún perduran.

Aún me duele hablar del incendio", explica Dolors Badia al verse en las fotografías 20 años después de la tragedia

Hay cosas que el tiempo no borra: el terrible hedor del humo y a animales muertos. O cómo las espléndidas vistas que debía tener Cap de Costa pasaron de un verde intenso a negro. “Aún me duele hablar de aquello”, reconoce Dolors, ahora con 72 años, emocionándose al verse en las fotos tomadas tras la tragedia. En una intenta retirar escombros de un corral, coronado con arcos, con los corderos y terneros. 20 años después, el 4 de julio de 2014, vuelve a estar ahí en un espacio ocupado por una mesa de ping pong para turistas.

Dolors Badia, entonces con 52 años, en uno de los cobertizos arrasados por las llamas. El fuego calcinó todas las vigas de madera y arrasó los tejados.
Dolors Badia, entonces con 52 años, en uno de los cobertizos arrasados por las llamas. El fuego calcinó todas las vigas de madera y arrasó los tejados.carles ribas

Fue visto y no visto. Tan rápido que no vieron a un bombero, enfrascados entonces en sofocar otro incendio en Montserrat. El fuego, originado por el mal estado del tendido eléctrico de FECSA-Endesa, se propagó como una mecha vertiginosa. Una maldita conjunción astral hizo lo peor: temperaturas de 40 grados, rachas de viento y una humedad del 10%. El padre y el hijo, Joan Ramon, fueron a rescatar una cosechadora y cuando se dieron cuenta las llamas envolvían las 270 hectáreas de Cap de Costa. El hijo, de entonces 22 años, se libró por los pelos.

La finca Cap de Costa, en Puig-Reig, ha apostado ahora también por el turismo rural

Las llamas arrasaron los tejados de la ermita, los cobertizos, los pajares, los corrales, asfixiaron a los corderos, las ovejas, las vacas —las pocas que se salvaron, que Dolors identificaba por su nombre, quedaron ciegas— y chamuscaron los campos de trigo y cebada. El fuego solo respetó cuatro pinos. La pareja y el hijo se jugaron la vida para salvar con cubas de agua la casa pairal, documentada en el siglo XIII. El fuego no pudo con las paredes de la casa, recia como un castillo. Sólo se quemó una habitación.

“¿Volver a empezar así? Es muy, muy difícil. Lo he pasado muy mal”, cuenta Dolors, que admite con pudor que sufrió una depresión y que aún se sobresalta cuando en televisión ve imágenes de incendios. Imaginaba fuego hasta en el congelador. Con créditos blandos y mucho dolor a cuestas, reconstruyeron lo perdido apostando por el cultivo de la tierra, una granja de cerdos y el turismo.

La finca tiene ahora un aspecto espléndido: los tejados se han reforzado con cemento para obstaculizar el paso de las llamas y la masovería, la ilusión de Dolors, es ahora una próspera casa rural con piscina. El paisaje ya no es negro: está espolvoreado en verde pero quienes lo conocieron dicen que no es lo que era ni de lejos. No están los frondosos pinos centenarios y ahora se reproducen los robles y las encinas, los árboles autóctonos de la tierra. “Muchos turistas no saben lo que pasó. Solo alguno pregunta”, explica Joan Vilanova a quien le ha quedado el miedo metido en el cuerpo. En verano, no van ni a las fiestas mayores de los pueblos. “Piensas: ¿Y si vuelve a pasar?”, confiesa. Sabe de que habla: aún tiran de la leña del incendio.

Martí Coromines, uno de los afectados por el siniestro sin derecho a indemnización.
Martí Coromines, uno de los afectados por el siniestro sin derecho a indemnización.CARLES RIBES

Ese 4 de julio cambió la vida de Joan Ramón, del hijo, quien tiene aún grabado el “'Uuuuuu” con que rugía el fuego. Le quedaban dos asignaturas para ser ingeniero agrónomo y colgó los estudios. No solo él tuvo que volver a empezar: Martí Coromines, de 47 años, de Olvan, vio que su mundo se hundía: la bola de fuego pasó sobre su finca y la dejó en cenizas: se salvaron 7 de 207 hectáreas. Ha plantado pinos en laderas y la impresión es buena. “Antes había un árbol a cada metro y ahora están a cinco. Medían 20 metros y tardarán 100 en estar igual si es que no pasa nada”, avisa. La naturaleza es sabia y ya campan otra vez ardillas, conejos, algún cervatillo y salen setas. Si, a Coromines le cambió tanto la vida que se casó poco después con Queralt, la que es hoy su mujer, que circulaba siempre por la zona en bicicleta enamorada de aquéllos bosques de cuento -“¡Baff! Nada que ver con lo que era”-, se metió en política y fue siete años alcalde. “Al menos”, dice, “para que ver que no podíamos vivir como hace 100 años, que debía haber caminos rurales y casas con suministros”.

La juez condenó a Fecsa-Endesa a indemnizar a parte de los afectados con 37 millones de euros

No es agradable para él este aniversario porque teme tener que vivir ahora otro drama. “Esto es como un segundo fuego”, lamenta. En 2012, la juez dictó una sentencia en la que consideró probado que el incendio se generó en Gargallà por culpa del mal estado del tendido eléctrico y condenó a Endesa a pagar 37 millones de euros y a indemnizar a 117 propietarios. El fallo, sin embargo, sostiene que no se puede establecer que el fuego de Casserres, que afectó a Olvan, fuera uno secundario del de Gargallà con lo que ha excluido de cualquier indemnización a unas decenas de afectados. No es el caso de los Vilanova pero si el de Coromines que se arriesga a pagar miles de euros en costas. El fallo está recurrido tanto por la eléctrica como por los payeses, que han contratado a una empresa capaz de proyectar cómo podía avanzar el fuego en aquéllas condiciones metereológicas. Y les cuadra. “No es un invento. Los bomberos de los Graf y la NASA pueden proyectar como se puede comportar un incendio bajo unas condiciones determinadas”, afirma Jordi Rovira, portavoz del colectivo.

Sin recibir dinero en compensación es  como sufrir un segundo fuego”, dicen las víctimas del siniestro

El fallo, dicen, ha trazado una frontera en la que una parte del territorio es indemnizable y la otra no. Esa línea cruza incluso la misma finca de Rovira, que no recibirá compensación . Y pasa justo al lado del linde de la de Marcel·li Ferrer, que aún se derrumba cuando relata cómo tuvo que conducir a una veintena de vecinos, perseguidos por las llamas, para escapar de aquél horror. Y están en esa lucha. En una historia que sienten de nunca acabar. Dolors muestra mientras orgullosa el aceite de sus olivares y revela sus mejores recuerdos. Como el de un inmigrante negro al que le daba leche para sus hijos que se presentó en la finca arrasada y le ofreció su libreta de ahorros. “Me dijo: 'Coja lo que quiera’”, cuenta ella aún conmovida. O como por casualidad se apuntó a un curso de turismo rural en Gironella que le abrió el futuro: “Es bien cierto que se te cierra una puerta pero se te abre otra”.

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