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La vida fuera de vía del maquinista

Francisco José Garzón, imputado por 79 homicidios, dejó de comer tras el accidente de Angrois Se dedica a cuidar de su madre y ya no se esconde

Un policía acompaña al maquinista Francisco José Garzón, poco después del accidente del tren Alvia.
Un policía acompaña al maquinista Francisco José Garzón, poco después del accidente del tren Alvia.Oscar Corral

Todavía hoy aunque cada vez menos, porque la mente humana es olvidadiza, los pasajeros del Alvia Madrid-Ferrol les dejan a los maquinistas dedicatorias escritas en billetes de tren con la encomienda de entregárselas a Garzón la próxima vez que lo vean. Estos mensajes de aliento, multitud en los primeros meses tras el accidente, los compañeros se los dan cuando quedan con él, en especial un grupo de íntimos que lo sacan a comer más o menos cada 15 días. También lo hacen cuando el conductor que, hace ahora un año, quedó de por vida en vía muerta asiste como un ferroviario más a las reuniones del Semaf, su sindicato.

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El espíritu de linchamiento contra el maquinista, que se respiraba al día siguiente de la catástrofe en las salas de espera de la UCI, se aplacó más rápido de lo que cabría esperar; y en esto tuvo mucho que ver el rumbo que imprimió al caso el juez del Alvia, Luis Aláez. Ahora, según sus amigos, que han estado ahí desde el principio sin cansarse, Francisco José Garzón Amo —el hombre menudo que asumió desde el primer instante todo el peso de los cuerpos despedazados y las familias rotas a 179 por hora— solo recibe por la calle “muestras de apoyo, abrazos y besos”. No se esconde. Vive cuidando de su madre enferma (y por la que pidió regresar a Galicia desde Madrid, donde tenía su plaza) en el piso de siempre, en A Coruña. La vivienda está muy cerca de la estación. Sale, camina mucho, hace la compra (porque también cocina) y “se deja ver”: “No se disfrazó jamás, no cambió su imagen para evitar ser reconocido”, comenta uno de los compañeros más próximos. “Otro se hubiera teñido el pelo de negro, o así”.

“Yo fallé”, sigue diciéndoles como siempre dijo desde su primera declaración judicial, en la que reconoció el “despiste” fatal sin buscar excusas ni señalar a ningún otro culpable. A efectos de la justicia, el maquinista fue eximido de ir a firmar desde diciembre, y ya puede conducir trenes desde hace medio año. La retirada del permiso era solo por seis meses. Pero Garzón, de 53 años, no ha vuelto a montar en un vagón y jamás volverá a pilotar. “Podrá volver a trabajar, pero Renfe nunca le va a dejar llevar las máquinas”, augura uno de sus allegados: “Hará trabajo de oficina, conservando la categoría, aunque sin las dietas de los viajes”. “Para él va a ser muy duro”, sigue el amigo, “porque está enamorado del ferrocarril”.

Quien tampoco regresará, porque recientemente se acogió a un ERE para prejubilarse, es Antonio Martín Marugán, el interventor que telefoneó al móvil corporativo de Garzón instantes antes del accidente. Quería preguntarle en qué andén de la estación de Pontedeume pararía y así facilitar la bajada de los viajeros. El objetivo era librarlos de tener que atravesar las vías cargados de maletas al llegar. El resultado, sin embargo, fue la muerte de dos de los cuatro miembros de la familia que se apeaba en la localidad. Además de todas las otras que arrastra para siempre Garzón, imputado por 79 homicidios y multitud de delitos de lesiones, consecuencia de una presunta imprudencia profesional.

No se disfrazó jamás, no cambió su imagen para evitar ser reconocido

Marugán, vecino de A Coruña de 62 años, que reside a kilómetro y medio de la casa de Garzón, no cuenta ahora con demasiados afectos en el sector. Muchos le echan en cara haber participado en algún programa de televisión. Según fuentes del caso, intentó conseguir la grabación de su propia declaración judicial como testigo.

El maquinista Garzón, al que todos sus compañeros, sin excepción, definen como “un hombre muy bueno, amigo de todo el mundo”, sigue yendo al psicólogo. “Tiene sesiones periódicas, y aparte acude cuando le dan bajones”. “Creemos”, comenta un amigo, “que ya no toma toda esa medicación que le recetaron en su día, porque a veces se toma un vino o dos con nosotros. Pero al principio no podía beber nada”, sigue. “Además de las habituales en estos casos, el médico le dio otras pastillas porque no probaba bocado”. Él, que ya era muy delgado, “dejó literalmente de comer y se quedó en los huesos. Debió de bajar de golpe como 20 kilos. No aparentaba pesar más de 40”. Envejeció repentinamente. “Pero ahora ya está mejor de salud”, asegura este otro maquinista del Alvia. “Solo tememos que recaiga con lo del aniversario”.

Tras la noche en la que el tren dejó escrito un capítulo del fin del mundo en la curva de Angrois, los amigos y familiares de Garzón Amo tejieron una red para protegerlo. Y funcionó. Cuando fue liberado, lo escondieron de las cámaras donde nadie acertó a buscarlo. Ni en el piso de su madre ni en su casa natal de Monforte de Lemos. Permaneció recluido, sin teléfonos, televisión ni prensa, y siempre, día y noche, vigilado, en la casa de unos primos, en un pueblo próximo a Ponferrada. Más adelante, solo una vez un periodista logró arrancarle un par de frases en el portal de su domicilio de A Coruña, aprovechando el momento en que bajó a fumar.

En estos meses, tanto los amigos como la novia, que no vive en A Coruña, han conseguido llevarlo a hacer algún viaje. Además, aparte de ese grupo próximo que lo saca a comer, ha recibido visitas de varios jefes de Renfe y de sus antiguos compañeros de las líneas de Madrid y Barcelona. “Se juntan cuatro o cinco que están de descanso y vienen en tren a pasar el día con él”, explican los amigos gallegos.

“Lo tenemos muy arropado. Su madre lo apoya muchísimo. Y él la corresponde con una vida ejemplar”, aseguran estos compañeros de la vía. “A veces ve con nosotros algún partido de fútbol, pero a las nueve de la tarde se recoge”, cuentan para dar fe de sus “horarios británicos”. “Come pasada la una, así que cuando queremos llevárnoslo a algún restaurante a las afueras de la ciudad lo recogemos a las 12.30 sin falta. Hay veces que solo nos acompaña a tomar algo y luego se excusa porque no quiere fallarle a su madre”, que cuenta con él al mediodía. “Me va a reñir', nos dice”, comenta uno de estos próximos. Garzón es hijo único desde que perdió a su hermano en accidente de tráfico. Fue precisamente a la madre, María del Carmen, a quien hizo la segunda llamada tras el desastre, después de alertar al centro de control. Todos se ven “en su lugar” y, a veces, a los demás maquinistas de la línea aún se les “caen las lágrimas”.

Todos los maquinistas nos hemos concienciado de la importancia del factor humano, que es el eslabón más débil

“Están la época del vapor, la del diésel, la de la alta velocidad y la de Garzón”, sentencia sin pestañear un miembro del sindicato, “en la que todos los maquinistas nos hemos concienciado de la importancia del factor humano, que es el eslabón más débil”. “En Angrois”, este continúa siendo “tan importante como hace 40 años”, defiende. “Hoy, en la era Garzón, nadie excede la jornada, se descansa el tiempo máximo y a la más mínima avería plantamos el tren. Nos negamos en redondo a exponer a los pasajeros”.

Las víctimas, al principio, centraban todas sus iras en el conductor. Pero a medida que avanzó la instrucción de Aláez, se destaparon las carencias de la vía y empezaron a caer imputaciones en la cúpula del sistema, el sentir general fue mudando. Los accidentados y sus familias piden responsabilidades mucho más arriba. A veces, cuando Garzón Amo sale a comer con estos amigos, “la gente lo reconoce y se hace un silencio” en el local. Un día la pausa “fue tan descarada” que el dueño del restaurante optó por romper el hielo de forma magistral: se acercó a la mesa y le dio un beso al maquinista. “Entonces todo volvió a ser normal”.

*Con información de David Reinero.

De vuelta a la cabina

S. R. P.

Después de pasar casi un año derrumbándose cada vez que montaba en un tren, Javier Illanes, el otro maquinista que viajaba en el Alvia, entre el pasaje, tiene autorización de Renfe para volver a conducir. “El daño psicológico era enorme”, explica un compañero, “a diferencia de Garzón, que no vio casi nada porque la policía se lo llevó enseguida, Illanes, con un golpe en la cabeza y una costilla rota, ayudó en el rescate y presenció las escenas más terribles”.

Después del 24 de julio “se tuvo que ir de su casa de Betanzos durante un tiempo. Las teles no lo dejaban en paz. Se refugió en Pontedeume, con unos familiares”. Sentía que lo de Garzón podía haberle pasado a él. “Estuvo muy jodido”, asegura el amigo, “empezamos poco a poco a montarlo en la cabina como terapia, pero él no podía. No lo soportaba”. Si todos los maquinistas de la línea se echaban a llorar al principio cuando pisaban la estación, “él se desmoronaba”, y así estuvo hasta hace poco. Ahora, informan sus compañeros, a este maquinista de 47 años, tras una larga baja psicológica, “le han dado el alta” y “en breve volverá” a la vía.

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