La carpa fue el cielo
El Barcelona Beach Festival triunfó con su formato de festival discotequero para multitudes
Como un Sónar sin gafas, abandonado por completo a la zapatilla. Eso fue el Barcelona Beach Festival, mucho más cercano al festival de los Monegros por la desinhibición de un público sin sentido del ridículo, participativo y franco, sin manual de posturas ni sofisticación estética que fuese más allá de las gafas de espejo, las camisetas de despedidas de solteros, los flotadores con forma de cocodrilo y las muñecas hinchables. Reino del tatuaje cañí, de los nombres femeninos con dos eses y de un aparatoso botellón consumado ante las puertas del recinto, donde la asistencia era cacheada como en un vuelo de El-Al israelí, la descomunal celebración playera servida por la electrónica laica de los sumos sacerdotes de la fiesta fue un éxito clamoroso, un espacio abierto a la sonrisa y al baile bajo una noche que sólo hurtó la participación de la luna, ausente y quizás intimidada por la descarga de luz que el enorme escenario repartió frente a una audiencia tan numerosa como los granos de arena que su danza pisaba. La llamada electrónica del festival fue como el grito de Tarzán: la selva se estremeció.
Y lo hizo movilizando a toda la variedad de especies posibles, superando de largo los 20.000 individuos. Por una vez la presencia de extranjeros se escribió en castellano, pues los latinoamericanos fueron más que los extranjeros que hablan en guirigay, que haberlos, con su olor a paella nocturna, los había. Así pues variedad local sin apenas presencia de makineros de mirada violenta, escupitajo al suelo y cerebro escuchimizado. Fiesta limpia y sana dentro de los márgenes naturales en un caso así. Incluso algunos miembros de la seguridad llevaban gafas fiesteras como diciendo que de buena gana estarían también allí, mirando aún más a las chicas y no preocupándose por evitar que los varones, todos con el gatillo fácil, convirtiesen la playa en un enorme mingitorio pese a disponer de muchos puntos donde orinar era un acto privado. Eso sí, para encontrar el ambiente sofis que se suponía en el trasfondo de la convocatoria, sepultado por el no particularmente sutil lema del festival voy a liar la del pulpo, había que adentrarse en el otro ambiente del Barcelona Beach Festival, el de los invitados y clientes Premium que pagaron por sentirse diferentes.
Allí el mundo olía gin-tonic, las pieles estaban bronceadas, las sandalias eran de marca, los relojes armarios roperos, las camareras tiraban hacia abajo de sus ¿faldas?, los camareros imitaban al Tom Cruise de Cocktail y varones ya entrados en tripa y mirada de seductor en prácticas acariciaban con miedo a despertar del sueño a jóvenes que no eran sus hijas. Allí Cupido no lanzaba flechas, sino pedradas envueltas en talones, miradas en yate. Otro mundo cuya propio sentido es su segmentación del entorno, como las zonas exclusivas de las discotecas bien, Doñanas de gente cuqui. Porque en definitiva, el Barcelona Beach Festival era hasta cierto punto un clon de las discotecas finas, pero, y aquí la gracia, en pleno Sant Adrià, con la térmica Blade Runner vigilante, al lado de la depuradora y sobre una arena polvorienta que al elevarse sobre las cabezas del personal parecía anunciar el simún.
Y para todos, señoras neumáticas y cajeras de súper, viejos forrados y chavales sin futuro, cuerpos en caída libre y espaldas tensas como una vuelta de braza, que decía el pirata, unos tipos en escena que por sus delirios recodaban al Corcovado. David Guetta o Avicii, allá arriba, en su altar, abriendo los brazos y pegando puñetazos al aire, parecieron telepredicadores. En comparación, Mao tuvo el ego de un caniche. El disc-jockey como avatar de su público, pastor de sus gemidos, proyección de sus deseos, escenificación de su triunfo en la soñada noche de discoteca saldada con el ligue más ansiado. El disc-jockey, más pinchadiscos que nunca, enhebrando canciones, no articulando una sesión, como estrella del rock. Y como banda sonora fragmentos de canciones y líneas melódicas pop y soul claveteadas con bajos, armonías sanfermineras para ser cantadas en multitud, tal y como los patriotas braman un himno sin letra, glamur a degüello, kalimotxo electrónico fino a destajo. Un espectáculo. La playa como hormiguero feliz, la discoteca como imperio del cuerpo. El año que viene, más. Aunque será lo mismo.
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