Legendario, quedándonos cortos
Freddy Cole Quartet actuó la noche del lunes en el Cafe Central
A veces el lenguaje evidencia ser una herramienta de alcance limitado. Disponemos de un idioma riquísimo, pero decir de Freddy Cole que se trata de un caballero legendario se antoja una racanería. ¿Cómo habríamos de conformarnos con tan poca cosa si el viejito que se nos sienta frente al piano grabó su primer vinilo en 1952, cuando ninguno de los espectadores que anoche poblaban el Café Central había asomado por este mundo? ¿De qué manera habríamos de referirnos a quien comparte sangre fraternal con Nat King Cole y es tío de Natalie? El hombre que anoche comenzó su estadía semanal en la Plaza del Ángel sumará el 15 de octubre 83 otoños y quizás se haya visto ensombrecido por el fulgor de su apellido. Pero, aun octogenario y con las fuerzas limitadas por el inapelable dictamen de lo biológico, lograba que el mejor groove de siempre brotara de aquellas articulaciones curtidas, encogidas como una interrogación, orgullosamente ancianas.
Freddy viste una holgada camisola negra y es el único de su cuarteto que se ahorra los rigores y formalidades del traje, pero los prohombres venerables merecen ciertas prerrogativas. Se agazapa tras el teclado y a veces dedica miradas oblicuas, entre curiosas y desafiantes, a un público que le contempla con reverencia. Pero la comunicación visual más intensa de nuestro protagonista se produce con Randy Napoleon, el guitarrista treintañero. Napoleon es uno de esos hombres de sonrisa espontánea al que imaginaríamos paseando con el maestro por el Madrid de los Austrias. Pero viejito y jovenzuelo se entienden con un simple arqueo de cejas y este salva al bueno de Cole en más de un aprieto. Como cuando el abuelo quiso hincarle el diente a This can't be love pero la memoria le condujo hasta I just found about love, el tema con el que cinco minutos antes había abierto la velada. Randy le ayudó con un punteo a situarse en el título adecuado mientras Elias Bailey (contrabajo) y Curtis Boyd, un batería amante de Art Blakey, se mantenían impertérritos, con esa facilidad de los jazzistas para salir airosos de los berenjenales.
Freddy Cole ya no conserva el torrente de voz que atestiguan sus viejas grabaciones, pero demostró un pundonor encomiable a lo largo de 22 canciones y casi dos horas y cuarto. Hubo varias paradas emotivas en temas que popularizó su hermano (It’s only a paper moon, Sometimes I’m happy), pero su timbre es más crudo y borrascoso que el de Nat King. No hace falta buscar un referente porque él mismo lo desvela con Cottage for sale, vieja preciosidad de su paisano y maestro Billy Eckstine. Cole lo canta por primera vez de pie, encorvado junto al piano pero indisimuladamente feliz de que el destino le haya resultado tan generoso.
Cantó mucho nuestro mito viviente (y los adjetivos vuelven a quedársenos raquíticos) al amor y sus vicisitudes, con mención especial a ese You and me against the world en que se desentiende del piano y mima cada nota de su garganta. Cole se crece con el blues incandescente de su querido Chicago (On the southside of Chicago, Jelly Jelly) y se pone al día con versiones, pletóricas de swing, de Lovely day (Bill Withers) o Just the way you are, de Billy Joel. Y todo sin un gramo de petulancia, más allá de bromear con que “todo hogar debería tener al menos un disco de Freddy Cole”. ¿Cómo piropear a un hombre así, cuando nos hemos quedado sin palabras?
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