Sanzol sueña con elefantes
El dramaturgo estrena ‘La calma mágica’, un texto nacido en torno a la muerte de su padre
Como en una pesadilla, Oliver se agita sobre el escenario de la pequeña sala Francisco Nieva, en el Teatro Valle-Inclán. Como en una pesadilla, huye sin saber bien de qué ni a dónde, y su impulso parece frenado por una fuerza superior. La calma mágica, la nueva obra del dramaturgo y director Alfredo Sanzol (Madrid, 1972), tiene aires de mal sueño. O, mejor, de mal viaje de setas. Una travesía alucinada y alucinógena que durará al menos hasta el 9 de noviembre en las tablas del Centro Dramático Nacional.
La calma mágica tiene psicotrópicos, vídeos de Youtube, cacerías en Monfragüe y un elefante rosa. Pero también tiene ejercicios de escritura confesional que remiten, desde el texto explicativo del programa de mano, al reciente fallecimiento del padre de Sanzol, transformado en el padre de Oliver (interpretado por Iñaki Rikarte). El dramaturgo hace equilibrios entre lo radicalmente imaginario y lo supuestamente real. Ya lo hacía con En la luna (premio Max a la mejor autoría teatral en 2013), su exploración de la Transición desde los ojos de la infancia que también tenía mucho que ver con la figura paterna.
Esta vez, lo autobiográfico se cuela en forma de anécdota heredada. Sanzol padre viajó a Texas, donde trabó amistad con una pareja de ancianos que le ofreció su granja en herencia si se quedaba con ellos: el progenitor era clavado al difunto hijo de los granjeros. Y esto, tal cual, cuenta Oliver, cambiando Texas por Kenia.
“Intento crear un mundo pegado a la realidad pero que produzca imágenes que no pertenecen a ella. Pertenecen al sueño, o a lo que podría ser”, cuenta el autor. A “lo que podría ser”, porque los personajes de La calma mágica (con Sandra Ferrús, Mireia Gabilondo, Aitziber Garmendia, Aitor Mazo y Rikarte) se mueven en un futuro soñado por el protagonista en medio de su trance. “Muchas veces tengo la sensación de que presente, pasado y futuro no están tan separados, que la división la hacemos nosotros para organizarnos”, reflexiona Sanzol. Consecuentemente, la acción describe un amplio círculo entre lo que ocurre en la vida de Oliver, lo que ocurrirá, y lo que él sueña que puede ocurrir bajo los efectos de los hongos alucinógenos.
Tras el delirio puesto en escena por la compañía vasca Tanttaka Teatroa en su primera colaboración —por encargo— con el autor, se esconde un ejercicio de autoexploración, similar al viaje del protagonista en el mundo de los psicotrópicos, o al del autor en el proceso de creación. Sanzol hace de chamán, el teatro hace de droga y el espectador, de alucinado que ve pasar la vida ante sus ojos. El resultado es similar. “Al escribir la obra ha habido un deseo de curar el dolor, que es una de las funciones del teatro”, admite el autor. Su personaje replica: “No quiero saber si esto es la realidad o si es una alucinación. No creo que me ayude a vivir mejor. La felicidad está en la realidad, y también está en los sueños”.
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