Del cinturón a la Meridiana
El verdadero ‘territorio comanche’ del independentismo no está en Nou Barris sino más bien en la Via Augusta
Uno de los mitos políticos más tenaces de la democracia catalana posterior al franquismo fue el mito del “cinturón rojo”. Precisemos: cuando, tras haber ganado con holgura las elecciones constituyentes de 1977 y tanto las generales como las municipales de 1979, las izquierdas socialistas y comunistas sufrieron una inesperada derrota en 1980 —a la hora de elegir el primer Parlamento de la Cataluña autónoma—, rápidamente atribuyeron el tropiezo al mayor abstencionismo registrado en estos últimos comicios, sobre todo entre los electores de perfil obrero y origen inmigrante del área metropolitana de Barcelona. “El día que el cinturón se movilice —concluyeron— la Generalitat será nuestra”.
Pero el cinturón siguió relativamente desmovilizado, mientras Pujol comenzaba a sumar mayorías absolutas. Incapaces de considerar siquiera la hipótesis de una abstención por asentimiento —porque a esos abstencionistas ya les pareciera bien que gobernase CiU—, ciertos políticos e intelectuales continuaron aguardando la irrupción en las elecciones catalanas de un compacto electorado obrero que restablecería a su favor el orden natural de las cosas. Y, entretanto, sostuvieron que, con tasas de participación alrededor del 60% del censo, las mayorías convergentes no eran del todo legítimas.
Con el paso del tiempo y la tozudez de la realidad, aquella inhibición selectiva de determinados electores metropolitanos fue objeto de lecturas más sofisticadas, de interpretaciones “de clase” aderezadas por un ligero toque étnico. “¡Claro —razonaron algunos— que los votantes socialistas de las generales, esos trabajadores procedentes de Andalucía o Extremadura, no votan al PSC en las autonómicas! ¿Cómo van a votar a los Reventós, Obiols y Maragall, un puñado de señoritos de la Bonanova, o al gerundense Quim Nadal, aquel nacionalista camuflado? ¿Cómo se van a identificar con semejantes líderes?” Era, en suma, el reproche que le lanzó un día al PSC Federico Jiménez Losantos: querer hacer “la política de Pujol con los votos de la Pantoja”.
A propósito del origen social y geográfico de los candidatos socialistas a la Generalitat como supuesta causa del abstencionismo de un cinturón cada vez menos rojo, me permitiré relatar una anécdota. A finales de septiembre de 2006, en la sobremesa de un almuerzo entre el entonces consejero de Economía, Antoni Castells, y cuatro invitados, varios de estos se mostraron escépticos sobre la capacidad del nuevo presidenciable del PSC para aquel noviembre, José Montilla, de movilizar por fin el mítico cinturón. “Y entonces —respondió Castells con sorna— ¿a quién tenemos que presentar? ¿A Alejandro Lerroux?” Los resultados de los comicios catalanes de 2006 y 2010 mostraron que haber nacido en Iznájar o en la plaza Molina no era un dato electoralmente relevante y, de algún modo, sepultaron para siempre el fantasma de un cinturón obrero capaz de trastocar el mapa político.
En el nuevo escenario abierto por la propuesta independentista, despunta otro mito emparentado con el anterior: el mito de la Meridiana
Sin embargo ahora, en el nuevo escenario abierto por la propuesta independentista, despunta otro mito emparentado con el anterior: el mito de la Meridiana. Apenas la Assemblea Nacional Catalana anunció su propósito de, el próximo Once de Septiembre, llenar de manifestantes dicha avenida —yo no he oído a nadie de la ANC hablar de una “marcha”—, la Meridiana se ha convertido para cierto imaginario unionista en el valladar, el foso infranqueable, el “territorio sistemáticamente hostil” a la independencia donde los partidarios de esta van a estrellar sus ya declinantes fuerzas.
Mucho me temo que algunos de los que hablan de la Meridiana en estos términos sólo la conocen de utilizarla para entrar y salir de Barcelona, yendo o viniendo de sus segundas residencias. Un servidor, que ha vivido en barrios aledaños a la avenida (el Clot, la Sagrera, Sant Andreu) durante 45 años, afirma con conocimiento de causa que su realidad sociocultural y política no admite caricaturas. Que, entre Nou Barris y Sant Andreu, las diferencias son enormes. Que, si se trata de contar estelades, estas son por allí más numerosas que en muchas áreas urbanas por encima de la Diagonal. Que el pasado 9 de noviembre, por ejemplo, la afluencia de votantes al CEIP El Sagrer —a trescientos metros de la Meridiana— fue espectacular. Lo sé porque fui uno de ellos.
Si el próximo 11-S la ANC quiere salir a evangelizar infieles, a llevar la buena nueva a los descreídos o incluso a exhibir su fuerza ante los refractarios, el escenario no debería ser la Meridiana, sino más bien la Via Augusta, con extensiones quizá por el paseo de la Bonanova, Ganduxer y otras calles adyacentes. Aquello sí es, para el independentismo, territorio comanche; poco más o menos como las sedes del Fomento del Trabajo Nacional, del Círculo Ecuestre o de todos esos “Reales Clubs” sociodeportivos de la parte alta de Barcelona. Pero, claro, a quienes consideran que la izquierda genuina y coherente —o sea, ellos— no puede sino defender la unidad de España, les resulta más estético apelar al supuesto unionismo de los vecinos de la Trinitat o de la Guineueta que al unionismo probado, acrisolado, de los socios del Ecuestre. Disculpémosles la trampa: hace tiempo que la realidad les desborda.
Joan B. Culla i Clarà es historiador
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